lunes, 12 de mayo de 2025

«UN PUÑADO DE POLVO» (1934) de EVELYN WAUGH: REGRESO A HETTON ABBEY


A partir de principios de los años sesenta, ya de retiro a sus «cuarteles de invierno» en su Inglaterra natal, Arthur Evelyn St. John Waugh —en arte, Evelyn Waugh (1903-1966)— emprendió la labor de revisar sus propios textos, algunos de los cuales le habían granjeado fama y prestigio internacional. De algún modo, aquel ejercicio tan caro a escritores guiados por un mórbido afán perfeccionista, no debía extrañar para alguien como Waugh, quien para su cuarta novela publicada, A Handful of Dust (1934), recicló una historia que había manufacturado el año anterior y de ahí sacó su final. Se trata de El hombre al que le gustaba Dickens (1933), publicada por primera vez en las páginas de la revista Cosmopolitan. En su condición de viajero impenitente, Evelyn Waugh pasó una temporada en Brasil, llegando a tomar contacto con todo un personaje, al que el relato corto asigna el nombre inventado de Sr. McMaster. En manos de otro literato, la historia corta de El hombre al que le gustaba Dickens hubiese podido servir de embrión para una novela recreada en un entorno virginal, salvaje e inhóspito con ecos a Joseph Conrad, pero Waugh prefirió optar para que quedara trenzada con el mismo hilo que el utilizado para la construcción de A Handful of Dust. Presumiblemente, la mayor ironía de esta pieza literaria descanse en el hecho que Waugh, para superar un periodo de crisis creativa —ligada a sus fracasos amorosos—, muy avanzada su escritura encontrara encaje para su final un texto cuyo personaje epónimo se vale de un foráneo de nacionalidad británica —Tony Last— para que le lea las obras completas de Charles Dickens (1812-1870) en su destierro brasileño. El Sr. McMaster lo hace fruto de la devoción por la palabra escrita por Dickens, toda ironía tomando en consideración que el propio Evelyn Waugh conocía al detalle la inmensa obra del escritor londinense por la vía paterna, Arthur Waugh (1866-1943), a la sazón editor jefe de Chapman & Hall, la «casa madre» del autor de Oliver Twist. A juicio de su primogénito, tal como señala Carlos Villar Flor en el prólogo para la edición de Impedimenta de Un puñado de polvo, se mostraba ambivalente a la hora de enjuiciar el legado literario de Charles Dickens. Aun reconociendo la indeleble huella que dejaron la lectura de los textos de Dickens, para el paladar de Evelyn Waugh los platos cocinados por el afamado escritor resultaban un tanto empalagosos, el equivalente a un exceso de sentimentalismo que, de algún modo, sería una de las señas de identidad de su autor. En cambio, la literatura de Evelyn Waugh transita por caminos distintos, estableciendo a partir de Un puñado de polvo un recorrido que se salde del molde (satírico) con el que habían sido sus tres anteriores novelas, Decadencia y caída (1928), Cuerpos viles (1930) y Merienda de negros (1932). Publicada en diversas ocasiones en lengua española, el sello Impedimenta cumple acaso una vieja aspiración de incluir en su majestuoso catálogo uno de los nombres propios por excelencia de las Letras Británicas de la primera mitad de la pasada centuria, Evelyn Waugh, no precisamente con una obra catalogada de «menor». A pesar de apenas haber superado los treinta años, Waugh deja patente con A Handful of Dust un dominio primoroso de una narración que nos transporta a los felices años veinte del siglo XX en Gran Bretaña, un periodo de entreguerras en que el tiempo parece detenerse en los dominios de Hetton Abbey, allí donde conviven dos realidades y modos de pensar disímiles, el que representa Tony —un eterno aspirante a formar parte del Parlamento británico— y su esposa Brenda Last, cuya vida tediosa la exaspera al punto de comprar un apartamento en Londres donde dar rienda suelta a la existencia a la que quiere, en verdad, abonarse, y el que acabará siendo su «nido de amor» en compañía de John Beaver. Se trata de un nombre para nada escogido al azar, ya que el castor de su apellido entronca con las referencias al animalario —como revela en el prólogo Villar, a la sazón traductor del libro— que provisionaría para una de sus masterpieces Evelyn Waugh. 

En su ocaso profesional y vital el cinematógrafo llamó al timbre de la puerta donde residía Evelyn Waugh. Tony Richardson dejaría por escrito en su libro autobiográfico Long Distance Runner (1991) un episodio que razona del sentido de la ironía que seguía conservando un sexagenario Waugh, a propósito de la (breve) correspondencia que mantuvo con uno de los adalides del free cinema, dispuesto a ofrecer un marco temporal más moderno para Los seres queridos en su traslación a la gran pantalla. Charles Sturridge, en cambio, respetaría el marco temporal —1919— en el que se desarrolla A Handful of Dust a la hora de acometer la versión cinematográfica homónima con el sello de qualité británico, conformado por un cuerpo de intérpretes extraordinarios, algunos aún poco conocidos por el gran público que frecuentaba en aquel entonces las salas comerciales —Kristin Scott-Thomas en el papel de Brenda; James Wilby como Tony Last o Judi Dench en el rol de la madre de John Beaver, encarnado para la ocasión por Rupert Graves— y otros con la aureola de leyendas, caso de sir Alec Guinness, en la piel del Sr. Todd —el avatar cinematográfico del Sr. McMaster—, el mismo que un año antes había dado cobertura a uno de los personajes medulares de La pequeña Dorrit (1987), film nacido a partir de una novela de Dickens. Por consiguiente, se trata de un guiño dickensiano a cuenta de Sturridge, «El hombre al que le gustaba Evelyn Waugh», en lo que vendríamos a colegir una certera adaptación en fondo y forma que honraría la memoria del genial escritor al que infinidad de lectores asocian a Retorno a Briteshead. Pero antes de Briteshead Waugh hizo «parada» en Hetton Abbey en su sublime novela con final dickensiano (valga la ironía) incluido.      

domingo, 6 de abril de 2025

«LOS PERROS LADRAN» de TRUMAN CAPOTE: EL VIAJERO IMPENITENTE


Impelido por un afán completista, en octubre de 2002 asistí a la proyección de Porgy y Bess (1959), en un marco difícilmente imaginable para una producción musical: el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Un recorrido en tren de unos cincuenta kilómetros me llevó a los aledaños del recién inaugurado Auditorio de Sitges, situado en el complejo del Hotel Melià. Se trata de una distancia ínfima si la comparamos con los mil quinientos kilómetros recorridos también en transporte ferroviario por una troupe de ciudadanos estadounidenses en representación de la Everyman Opera para llevar a cabo los preparativos y asistir al estreno en San Petersburgo de un montaje escénico de Porgy & Bess con música compuesta por George Gershwin. Ello sucedió a mediados los años cincuenta, cuatro años antes del estreno del film dirigido por Otto Preminger, dando cabida a uno de los temas medulares de su obra cinematográfica, el del conflicto racial. Si bien la película realizada por el vienés Preminger nunca llegó a ser proyectada en salas comerciales de la extinta Unión Soviética, en cambio algunos privilegiados pudieron asistir a una representación sobre los escenarios de Porgy and Bess con bandera estadounidense, en lo que vino a ser un gesto de acercamiento entre las dos superpotencias de la era de la Guerra Fría. Truman Capote (1924-1984) relataría aquel episodio histórico desde el prisma cultural, pero asimismo sociopolítico— en Se oyen las musas, el más largo de los textos integrados en el volumen Los perros ladran que el sello Anagrama ha publicado recientemente dentro de la Biblioteca dedicada al insigne escritor sureño. Sin lugar a dudas, se trata de la «joya de la corona» de una colección de relatos cortos con «denominación de origen» Truman Capote, en la que da cuenta de su condición de viajero impenitente, incluso en territorios remotos como Haití, pero dejando patente su filiación por el viejo continente, allí donde encontraría refugio para combatir sus demonios interiores, aquellos prestos a agudizarse tras la presión a la que se vio sometido durante el proceso creativo de una de sus masterpieces, A sangre fría (1965). Una decena de años antes de haber cosechado un enorme éxito comercial con In Cold Blood, en Se oyen las musas ya se podían escuchar los ecos de un estilo de escritura perfilada sobre lo que vino a denominarse el relato de no-ficción. Muchos de los textos escritos por Truman Capote están salpimentados por lo mordaz, lo irónico, lo sarcástico y/o lo snob. Sin embargo, en Se oyen las musas prima un sentido descriptivo, el propio de un intelectual que escruta a un selecto grupo de sus conciudadanos entre los cuales formaban sus colegas de profesión Leonard Lyons, e Ira Wolfert, que viajan con sus respectivas parejas, muchos de los cuales invitados para la compañía teatral neoyorquina que hizo Historia en la por aquel entonces hermética Unión Soviética. Coincidiendo en el tiempo, el sello Big Sur ha publicado Se oyen las musas con imagen en blanco y negro de archivo que muestra una viñeta de un cuarteto de miembros de la compañía de raza negra en un entorno nevado en lo que podemos colegir que podría ser San Petersburgo, otrora conocida como la ciudad de Leningrado. Por su parte, Anagrama buscó para la solución de portada un dibujo de trazo sencillo, en el que un pájaro de color verde sostiene con su pico unas gafas, a buen seguro propiedad de Truman Capote, quien emprendió el vuelo por un sinfín de lugares del planeta Tierra antes de consolidar su prestigio con sus Opus magna. Como en su momento la proyección de Porgy y Bess me había llevado a visitar la Blanca Subur, la pulsión completista me ha conducido a la lectura de Los perros ladran, un compendio de relatos que, una vez más, dejan al descubierto el magisterio de un escritor de afilada y precisa prosa que aún le quedaba recorrido para ir puliendo un estilo único e intransferible.   

domingo, 26 de enero de 2025

«DESPACHOS DE GUERRA» (1977) de Michael HERR: UNA OBRA MAESTRA DEL RELATO PERIODÍSTICO

 

En la génesis o desarrollo de los proyectos de dos de las producciones cinematográficas contemporáneas más relevantes que nos muestran sin tapujos el absurdo de la guerra más allá del marco geográfico donde se desarrollan y que, a día de hoy, siguen siendo multireferenciadas, tienen una figura en común en su ficha técnica: Michael Herr (1940-2016). Fallecido hace casi una década, Herr atrajo la atención de Francis Ford Coppola y Stanley Kubrick, sendos talentos con marcadas personalidades, que incorporaron a sus respectivos equipos de trabajo en Apocalypse Now (1979) y La chaqueta metálica (1987) la que se revelaría una pieza clave a la hora de articular un dispositivo narrativo que atiende a la descripción de una realidad vivida en sus propias carnes.

   En diversas ocasiones había tenido la intención de leer la Opus magna de Michael Herr, Despachos de guerra (1977), pero partía de una idea preconcebida que podría tratarse de un relato en primera persona levantando acta de lo acontecido en un determinado frente bélico, en su caso durante la Guerra de Vietnam. Una crónica más, pues, que añadir a la larga lista de periodistas camuflados entre soldados y mandos intermedios que aportaron su testimonio en la retaguardia, cuyo brillo narrativo quedara convenientemente rebajado por la crudeza del propio relato, directo, punzante, despojado de adornos en forma de metáforas o alegorías. Pero semejantes apriorismos quedarían refutados de inmediato a medida que iba avanzando en la lectura de Despachos de guerra en su edición de Anagrama integrada en su colección Crónicas. No cabe duda que, a renglón seguido del cierre de la Guerra de Vietnam —desde el prisma historicista; la guerra interna que librarían infinidad de soldados incorporados a la vida civil no parecía tener fin—, Michael Herr pasó por un «estado de gracia» al ir pulsando las teclas de su máquina de escribir para dar forma a un prodigioso relato que nos abre a la realidad de un mundo que se asemeja, en su concepción orgánica, a una estructura empresarial. Entre líneas podemos intuir que la guerra no deja de ser un (gran) negocio provisionado de un andamiaje empresarial con una estructura organizativa (perfectamente) jerarquizada y diseñada para que la maquinaria no se detenga, al tiempo que el frente de batalla se convierte en una «trituradora humana». A medida que la lectura avanza nos vamos familiarizando con siglas que remiten indefectiblemente a un complejo organizativo con multitud de divisiones, las unas relativas a la intendencia, las otras a la economía o las que atañen a lo militar coaligado con el poder gubernamental dictado desde Washington a través de las administraciones de Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon. En su último año en la Casa Blanca, Johnson asistió con enormes dosis de preocupación a uno de los episodios, el de la ofensiva del Tet, que marcaron un punto de inflexión en el curso de la Guerra del Vietnam. De aquel cruento episodio registrado en 1969 —en tres fases bien marcadas— el reportero Michael Herr levanta acta haciendo valer su pericia narrativa salpimentada de referencias literarias —ilustrativa al respecto la cita a Lord Jim, la novela escrita por Joseph Conrad, cuyo relato El corazón de las tinieblas sirvió de inspiración para Apocalypse Now— y cinematográficas —por ejemplo, a La hora final (1959), seguramente uno de los films vistos en su etapa juvenil, en los primeros compases de la Guerra Fría—, en una muestra palmaria que Despachos de guerra no tan solo se nutre de sus experiencias vividas en Vietnam durante varios años.

    No cabe duda que Despachos de guerra, cumplido casi medio siglo de vida, sigue siendo una obra de una extraordinaria vigencia, capaz de seducir con su veta literaria a lectores provenientes de distintos frentes generacionales, dejando constancia que tras ese gran «tinglado» económico que representa la guerra, en que la industria armamentística ejerce de palanca para propulsar sus propios intereses, atendemos a una realidad deshumanizada en que los cadáveres pasan a ser simples números contabilizados en los libros de Historia como si se tratara de un mero eco estadístico. Por fortuna, Michael Herr sobrevivió a toda clase de penurias y dificultades —la muerte sobrevoló su nido en diversas ocasiones, para contar la que sigue siendo una obra maestra de referencia del periodismo en tiempos de guerra.