A expensas de que alguna editorial con una cierta propensión a las rarezas se digne a publicarla, Alerta Roja representa una de esas obras que, a nivel comercial, «murieron» prácticamente a los pocos años de su aparición en el mercado. Y de esto hace más de cuarenta años, al albur del estreno en nuestro país de ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú (1964), la versión cinematográfica surgida a partir del material literario escrito por Peter George (1924-1966).
Sirva este preámbulo para referirme a un libro por el que me había interesado desde hace una veintena de años, en ese afán por ir descubriendo todo aquello relacionado con la obra fílmica de Stanley Kubrick y que, al cabo de los años, me llevaría a concretar una monografía sobre éste —Stanley Kubrick: una odisea creativa (1999, Dirigido por... Serie mayor nº 9)—. Por aquel entonces me hice con media docena larga de las novelas o relatos cortos que sirvieron de base para sendas piezas cinematográficas con Mr. Kubrick situándose a renglón seguido del directed and produced by en los títulos de crédito. De esta manera, después de contemplar la cara de pasmo de un buen número de libreros, dí por imposible la adquisición de la novela de Peter George. Incluso cuando acometí la escritura del libro sobre Kubrick —aún quedaba lejos la impresionante oferta literaria de la que se dispone hoy en día vía internet/Amazon— lamenté que no me acompañara en ese viaje por el conocimiento de la obra del cineasta de origen judío la susodicha novela de George. Pero coincidiendo con los diez años de salida al mercado de esta monografía, casi por arte de magia, una llamada localizaría aquel tesoro que siempre tuve la presunción que había quedado sepultado en alguna librería de viejo o transferida en un recinto en forma de feria del libro, con una porción de su oferta versada en manuales de segunda mano. Mi buen amigo Tomás me proveyó de un ejemplar que conservaba un buen estado pese a las cuatro décadas por los que seguramente ha vagado por diversos rincones. Espero que, al menos, en el curso de los próximos cuarenta años sea un servidor su legítimo propietario.
No revelo ningún secreto al explicar que Stanley Kubrick siempre prefirió obras que no hubieran tenido demasiado recorrido en las librerías, quedando en una zona de penumbra, alejado de la inmensa mayoría de la población que descuida una literatura que no copa los primeros lugares de ventas. Evidentemente, la circunstancia de que Kubrick escogiera una u otra obra y la adaptara para la gran pantalla elevaba a la enésima potencia las cifras de venta de obras como Atraco perfecto de Lionel White, El centinela de Arthur C. Clarke, La naranja mecánica de Anthony Burgess o Un chaleco de acero de Gustav Hasford. Pero cumpliendo el valor de la excepción esta realidad no se dio con Red Alert en la medida que, al tratarse de un texto literario enrraizado en la cultura de la era de la Guerra Fría, al ir alejándonos de estos márgenes temporales la opción de plantearse una hipotética reedición se iría desvaneciendo. Tampoco su discreta calidad literaria ha ayudado a que esas editoriales de pequeño formato —dispuestas a desenterrar joyas ocultas— pudieran prestar excesiva atención por la obra de George. Pero su lectura desmiente aquello que las ideas más brillantes que encierra ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú se localizan fuera de las páginas del texto del escritor británico. Al cabo de leerlo un par de veces, Kubrick supo que tenía una película en ciernes. En realidad, la base de comedia está contenida en el libro de Peter George —incluso esa alusión a la propiedad privada al referirse a una máquina de la coca-cola—, pero Kubrick, en comunión con Terry Southern, potenció esa vena hilarante que convoca a pensar en el enfrentamiento entre dos superpotencias (los Estados Unidos y la extinta Unión Soviética), a imagen y semejanza de una riña propia de un patio de colegio. Más o menos podríamos decir que Kubrick y Southern tenían la letra de la canción impresa y con unos espacios en blanco —como si se tratara de esos ejercicios recurrentes en las clases de inglés/francés en nuestras etapas en el instituto—. Así pues, el doctor Strangelove esbozado en el volumen de George presenta como uno de sus trazos físicos característicos un brazo algo inquieto, que demanda un plus de autonomía... una pauta que se acabaría dando forma con semejante extremidad superior extendida mientras que el científico filonazi exclama «¡My Führer, puedo andar!». Un tanto de lo mismo ocurre cuando el comandante Kong trata de desatascar el mecanismo de obertura de la compuerta donde se alojan las bombas con cabezas nucleares para acabar precipitándose al vacío a los lomos de una de ellas (curiosamente llamada Lolita)... Atendiendo al aire de vaquero de Slim Pickens, la idea de colocarle un sombrero de cowboy tratando de domar su potro (=bomba) hizo el resto. Imágenes todas ellas que han acabado formando parte de la iconografía de una época y que, en honor a la verdad, Peter George sentó las pilares para la que se convertiría en una obra cinematográfica capital surgida al amparo de la Guerra Fría. El prestigio de la misma ha pivotado sobre las figuras de Kubrick y de Peter Sellers —en una triple intepretación—, dejando en la cuneta a un hombre que escogió la comedia para driblar posibles censuras. Primero amagaría en su país natal amparándose en el sedudónimo de Peter Bryant y valiéndose del título Two Hours to Doom (1958) para, un año más tarde, dejar al descubierto que su nombre se correspondía con el de un ex oficial de la RAF y, toda vez que lo consensuó con los editores de turno, éstos se decantaron por lanzarla al mercado en los Estados Unidos con el título Red Alert. Ironías de la vida, George puso el cierre a su vida vía suicidio con las galeradas de su siguiente novela descansando en la mesilla de su dormitorio. Su título, Nuclear Survivors... Él no sobrevivió pero me sirve de consuelo que su obra más referenciada lo haya hecho y llegue a mis manos después de tantos años conservada en el interior de algún bunker en forma de inmueble o de tienda con aromas a papel viejo, aquel que se puede oler al pasearse por calles como Aribau en horario de tarde-noche.
Sirva este preámbulo para referirme a un libro por el que me había interesado desde hace una veintena de años, en ese afán por ir descubriendo todo aquello relacionado con la obra fílmica de Stanley Kubrick y que, al cabo de los años, me llevaría a concretar una monografía sobre éste —Stanley Kubrick: una odisea creativa (1999, Dirigido por... Serie mayor nº 9)—. Por aquel entonces me hice con media docena larga de las novelas o relatos cortos que sirvieron de base para sendas piezas cinematográficas con Mr. Kubrick situándose a renglón seguido del directed and produced by en los títulos de crédito. De esta manera, después de contemplar la cara de pasmo de un buen número de libreros, dí por imposible la adquisición de la novela de Peter George. Incluso cuando acometí la escritura del libro sobre Kubrick —aún quedaba lejos la impresionante oferta literaria de la que se dispone hoy en día vía internet/Amazon— lamenté que no me acompañara en ese viaje por el conocimiento de la obra del cineasta de origen judío la susodicha novela de George. Pero coincidiendo con los diez años de salida al mercado de esta monografía, casi por arte de magia, una llamada localizaría aquel tesoro que siempre tuve la presunción que había quedado sepultado en alguna librería de viejo o transferida en un recinto en forma de feria del libro, con una porción de su oferta versada en manuales de segunda mano. Mi buen amigo Tomás me proveyó de un ejemplar que conservaba un buen estado pese a las cuatro décadas por los que seguramente ha vagado por diversos rincones. Espero que, al menos, en el curso de los próximos cuarenta años sea un servidor su legítimo propietario.
No revelo ningún secreto al explicar que Stanley Kubrick siempre prefirió obras que no hubieran tenido demasiado recorrido en las librerías, quedando en una zona de penumbra, alejado de la inmensa mayoría de la población que descuida una literatura que no copa los primeros lugares de ventas. Evidentemente, la circunstancia de que Kubrick escogiera una u otra obra y la adaptara para la gran pantalla elevaba a la enésima potencia las cifras de venta de obras como Atraco perfecto de Lionel White, El centinela de Arthur C. Clarke, La naranja mecánica de Anthony Burgess o Un chaleco de acero de Gustav Hasford. Pero cumpliendo el valor de la excepción esta realidad no se dio con Red Alert en la medida que, al tratarse de un texto literario enrraizado en la cultura de la era de la Guerra Fría, al ir alejándonos de estos márgenes temporales la opción de plantearse una hipotética reedición se iría desvaneciendo. Tampoco su discreta calidad literaria ha ayudado a que esas editoriales de pequeño formato —dispuestas a desenterrar joyas ocultas— pudieran prestar excesiva atención por la obra de George. Pero su lectura desmiente aquello que las ideas más brillantes que encierra ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú se localizan fuera de las páginas del texto del escritor británico. Al cabo de leerlo un par de veces, Kubrick supo que tenía una película en ciernes. En realidad, la base de comedia está contenida en el libro de Peter George —incluso esa alusión a la propiedad privada al referirse a una máquina de la coca-cola—, pero Kubrick, en comunión con Terry Southern, potenció esa vena hilarante que convoca a pensar en el enfrentamiento entre dos superpotencias (los Estados Unidos y la extinta Unión Soviética), a imagen y semejanza de una riña propia de un patio de colegio. Más o menos podríamos decir que Kubrick y Southern tenían la letra de la canción impresa y con unos espacios en blanco —como si se tratara de esos ejercicios recurrentes en las clases de inglés/francés en nuestras etapas en el instituto—. Así pues, el doctor Strangelove esbozado en el volumen de George presenta como uno de sus trazos físicos característicos un brazo algo inquieto, que demanda un plus de autonomía... una pauta que se acabaría dando forma con semejante extremidad superior extendida mientras que el científico filonazi exclama «¡My Führer, puedo andar!». Un tanto de lo mismo ocurre cuando el comandante Kong trata de desatascar el mecanismo de obertura de la compuerta donde se alojan las bombas con cabezas nucleares para acabar precipitándose al vacío a los lomos de una de ellas (curiosamente llamada Lolita)... Atendiendo al aire de vaquero de Slim Pickens, la idea de colocarle un sombrero de cowboy tratando de domar su potro (=bomba) hizo el resto. Imágenes todas ellas que han acabado formando parte de la iconografía de una época y que, en honor a la verdad, Peter George sentó las pilares para la que se convertiría en una obra cinematográfica capital surgida al amparo de la Guerra Fría. El prestigio de la misma ha pivotado sobre las figuras de Kubrick y de Peter Sellers —en una triple intepretación—, dejando en la cuneta a un hombre que escogió la comedia para driblar posibles censuras. Primero amagaría en su país natal amparándose en el sedudónimo de Peter Bryant y valiéndose del título Two Hours to Doom (1958) para, un año más tarde, dejar al descubierto que su nombre se correspondía con el de un ex oficial de la RAF y, toda vez que lo consensuó con los editores de turno, éstos se decantaron por lanzarla al mercado en los Estados Unidos con el título Red Alert. Ironías de la vida, George puso el cierre a su vida vía suicidio con las galeradas de su siguiente novela descansando en la mesilla de su dormitorio. Su título, Nuclear Survivors... Él no sobrevivió pero me sirve de consuelo que su obra más referenciada lo haya hecho y llegue a mis manos después de tantos años conservada en el interior de algún bunker en forma de inmueble o de tienda con aromas a papel viejo, aquel que se puede oler al pasearse por calles como Aribau en horario de tarde-noche.
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