viernes, 30 de octubre de 2009

ENSAYO SOBRE EL CINISMO: DEL «SÍNDROME» DE DIÓGENES A LA «MISERIA» HUMANA


Existen numerosas voces recogidas en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española cuyo significado auténtico ha ido mutando en función del uso que se ha derivado de su expresión oral. «Cómplice», por ejemplo, se expresa como sinónimo de «amistosa», «compañerismo» o «camaradería» cuando, en realidad, este vocablo lleva ímplicito una acción delictiva. Pero hay otro extenso grupo de entradas que han cambiado su significado de una forma diríase que radical en relación al origen de las mismas, al menos en algunas de sus acepciones. Tal es el caso de cinismo, que además de la «impudencia, la obscenidad descarada y la falta de vergüenza a la hora de mentir o defender acciones que son condenables» en su génesis asimismo servía para definir a aquellos cuyo modus vivendi se basaba en la riqueza y en la ostentación de bienes materiales. Diógenes de Sinope (412 A. C.-323 A. C.) —también conocido como Diógenes «el cínico» (ver foto)—, discípulo de Sócrates, fue uno de los correligionarios de la «escuela del cinismo» que estuvo en boga durante algunos siglos. Pero con el paso del tiempo esta segunda acepción del vocablo «cinismo» ha sufrido un cambio drástico, pasando de ese frontismo para con el materialismo a la desconfianza de la bondad del ser humano a través de comportamientos que buscan en la ironía y el sarcasmo, cuando no la burla, sus principales aliados.
Sirva este preámbulo para referirme a la remodelada «escuela del cinismo» que conozco de motu proprio, es decir, la que se sitúa a caballo del siglo XX y XXI, que está sobradamente representada en el seno de nuestra sociedad. Más que detectarse en las primeras fases de la vida de un individuo, el cinismo gana en protagonismo una vez quebrada la juventud y a las puertas de alcanzar la madurez. Se puede ser cínico en plena adolescencia, es cierto, pero sin duda entre las personas de treinta y tantos se empiezan a entrever sus trazos distintos hasta lograr su mayor carga de «virulencia» una vez traspasada la frontera de los cuarenta años. Resiguiendo una frase que siempre se me ha quedado esculpida en la mente, Katharine Hepburn —por encima de su condición de (excepcional) actriz, una mujer avanzada a su época, de una extraordinaria inteligencia que vivió, como Diógenes de Sinope, casi un siglo— se refería a que la mayoría de personas se lamentan de no poder haber alcanzado aquellas metas que se habían propuesto y, a partir de aquí, se derivan un sinfín de problemáticas. Esta fase crítica que convoca a la frustración suele darse precisamente en torno a la cuarentena. De ahí que una de las respuestas plausibles a la misma sea convertirse en un individuo candidato a ocupar un puesto en la remozada «escuela del cinismo». Por lo visto y oído, no dudo que haya lista de espera. Pero sin duda, la persistencia es uno los rasgos que mejor sirve para detectar a los cínicos... Sus burlas, ironías y sarcasmos no se calman en una sola tarde a lo largo de un mes; a medida que los vas conociendo, esa tendencia va en aumento hasta extenderse como un manto que expulsa cualquier atisbo de franqueza y sentido de la sinceridad.
El refranero español es sabio: «dime con quien andas y te diré quien eres». Aforismo aplicable a todos aquellos que han sentido la cercanía de un cínico y que, al cabo, se han acabado inoculando de este virus que se transmite por vía auditiva y sensitiva. Un cinismo que camina de la mano o que sirve de puerta de entrada para la vanidad, el egoísmo o la arrogancia. Antes incluso que este «cóctel» de atributos se agite, la naturaleza de los cínicos en la acepción antitética a la esgrimida por algunos de los discípulos de Sócrates, es fácilmente detectable: se trata de personas que no escuchan, salvo a ellas mismas; sobre aquello que no resulta de su interés se expresan con desdén y lo despachan con alguna clase de mofa o burla extraída de su amplio repertorio; las vidas de los otros les importa un comino a excepción que puedan sacar un beneficio (del tipo que sea) a costa de éstos. Por fortuna, no he encontrado cínicos entre las personas que admiro. La idea matriz para no ser un cínico es levantarse cada mañana y tener el convencimiento que hay muchas cosas por aprender de uno mismo pero también de los demás. Si tomamos un solo año de nuestras vidas, tenemos 365-366 oportunidades para aprender aunque sea una sola cosa al día tanto de nuestro interior como del exterior, aquel que se proyecta en personas que saben escuchar o de la infinidad de conocimiento que está a nuestro alcance de formas y maneras muy distintas. Ese, me aventuro a pensar, que es el mejor de los antídotos para no caer en el cinismo, aún siendo consciente que aquel espacio soñado se va difuminando y el sentimiento de frustración, parafraseando a Bob Dylan, llama a las puertas del cielo... pero mi decisión sigue firme: los cínicos no forman ni formarán parte de mi vida; caer en sus redes es empresa factible. De ahí que desoiga sus cantos de sirena por mucho que se ofrezcan como personas de una apariencia cautivadora.

1 comentario:

Tomás Serrano dijo...

Me animo a hacer una corrección a una errata en el texto. No veo tu correo eléctronico y por eso la hago en el blog. Es respecto a "de motu propio": debe ser "motu proprio".