Si la memoria no me traiciona, Roman por Polanski (1985, Editorial Grijalbo) fue uno de los primeros libros que leí referido a un personaje vinculado al mundo del Séptimo Arte. No hace demasiado tiempo —acaso un par de años— lo volví a leer con la intención de reencontrarme con la vida y obra de un cineasta que siempre me ha fascinado. Avisado de aquellos capítulos oscuros que habían salpicado a Roman Polnaski (1933, París) durante su estancia en los Estados Unidos —más breve de lo que podría imaginarse—, en su libro autobiográfico dedica un notable espacio a relatar lo ocurrido con su mujer Sharon Tate, «sacrificada» —junto a otras personas de su círculo de amistad— cuál ritual satánico por la «familia Manson», no así de esos episodios que le comprometían con su propia persona y que le valieron ser encausado por presunta violación a una menor. Con el paso de los años, interpreté que su deseo por ver publicado un libro de memorias cuando apenas había cumplido el medio siglo de existencia no se debía a su pasión por la escritura –su prosa es más bien atropellada, anárquica e incluso inconexa en no pocos pasajes— sino a una especie de expiar ciertas culpas que permanecían agazapadas en su interior. La coartada de Polanski a esos actos plegados a la lujuria y a los excesos no era otra que una infancia marcada por la pérdida de sus figuras paternas con pocos años de diferencia durante la barbarie nazi. A partir de ahí, el menudo Polanski trató de sobreponerse al dolor que le inflingía saberse huérfano, y por ventura, se agarró al cine como una tabla de salvación después de contemplar extasiado un film como Larga es la noche (1947), dirigida por Carol Reed. Paradojas de la vida, el director que abrió el apetito cinéfilo de Polanski, estuvo en el punto de mira de cierto sector conservador de la sociedad británica hasta el extremo que algunos vieron en él comportamientos próximos a los de un paedófilo. No es difícil encontrar en la filmografía de éste último una fijación por el universo infantil. En el caso del cineasta francopolaco esa sombra de duda se transformaría en acusación cuando hace treinta y dos años violó a una menor en un inmueble propiedad de su amigo Jack Nicholson. Polanski reconocería a posteriori los cargos que se le imputaban, pero para librarse de un más que seguro encarcelamiento decidió —aconsejado por sus abogados— abandonar los Estados Unidos.
Dicen que, a medida que nos aproximamos a la vejez, los recuerdos de infancia ganan prestancia en nuestra memoria; es como si cada uno de nosotros, al final de los días, regresáramos al punto de partida, pasando ante una maltrecha visión las decenas de metros de celuloide de nuestros primeros años de vida. Antes que el ciclo vital se cierre para Polanski, a buen seguro, buceará en su mente para buscar las explicaciones del porqué de aquellos actos que han emborronado su quehacer como cineasta. Pero de puertas afuera lucirá su habitual actitud desafiante para con la prensa, maxíme cuando se sienta acorralado, bombardeado a preguntas sobre su temporal privación de libertad. Polanski pertenece a esa estirpe de personas que se han ido forjando una coraza que les permite gozar de un hálito de inmunidad en cada uno de los actos que llevan a cabo. Pero en el fondo se trata de personas extremadamente frágiles que se refugian en una especie de concha con la intención de esconder una realidad teñida de una de las mayores tragedias por las que un ser humano puede pasar: crecer sabiendo que ha visto morir a sus progenitores. La muerte de Tate acabó por desquiciar a Polanski. Solo desde este prisma se puede evaluar la obra de un cineasta, al que con buen tino Diego Moldes en su monografía para Ediciones JC subtituló La fantasía de un atormentado. Pero hoy en día este meritorio libro no parecería atraer la atención de aquellos morbosos que escrutan en celebridades a punto de caer en el ocaso; más bien se procurarían el visionado de Roman Polanski: Wanted and Desire (2008, Marina Zenovich). Del estreno de este documental y de la publicación de la biografía a cargo de Christopher Stanford —publicada por T&B Editores en castellano en en marzo de 2009— presumo que ha contribuido al «interés» de la judicatura estadounidense por saldar cuentas con el pasado, apelando a que el delito de abusos sexuales no prescribe. Después de un paréntesis de más de treinta años —verbigracia de una orden de extradición solicitada a las autoridades helvéticas—, a sus setenta y seis años Polanski puede volar hacia el estado que acoge la Meca del Cine, el arte al que se ha plegado desde sus tiempos como alumno en la Escuela de Lodz hasta la actualidad. Aunque todo el mundo es consciente que difícilmente pueda ingresar en prisión debido a su edad, no sería ninguna novedad para Polanski; él lleva preso durante gran parte de su vida, aferrado a esos barrotes entre los que se entreve la imagen de una madre que padeció hasta la extenuación en un campo de concentración nazi. La noticia, pues, de su extradición para ser juzgado por un delito imputado hace muchos años, concuerda con la biografía de un atormentado atrapado en un espacio de fantasía.
Dicen que, a medida que nos aproximamos a la vejez, los recuerdos de infancia ganan prestancia en nuestra memoria; es como si cada uno de nosotros, al final de los días, regresáramos al punto de partida, pasando ante una maltrecha visión las decenas de metros de celuloide de nuestros primeros años de vida. Antes que el ciclo vital se cierre para Polanski, a buen seguro, buceará en su mente para buscar las explicaciones del porqué de aquellos actos que han emborronado su quehacer como cineasta. Pero de puertas afuera lucirá su habitual actitud desafiante para con la prensa, maxíme cuando se sienta acorralado, bombardeado a preguntas sobre su temporal privación de libertad. Polanski pertenece a esa estirpe de personas que se han ido forjando una coraza que les permite gozar de un hálito de inmunidad en cada uno de los actos que llevan a cabo. Pero en el fondo se trata de personas extremadamente frágiles que se refugian en una especie de concha con la intención de esconder una realidad teñida de una de las mayores tragedias por las que un ser humano puede pasar: crecer sabiendo que ha visto morir a sus progenitores. La muerte de Tate acabó por desquiciar a Polanski. Solo desde este prisma se puede evaluar la obra de un cineasta, al que con buen tino Diego Moldes en su monografía para Ediciones JC subtituló La fantasía de un atormentado. Pero hoy en día este meritorio libro no parecería atraer la atención de aquellos morbosos que escrutan en celebridades a punto de caer en el ocaso; más bien se procurarían el visionado de Roman Polanski: Wanted and Desire (2008, Marina Zenovich). Del estreno de este documental y de la publicación de la biografía a cargo de Christopher Stanford —publicada por T&B Editores en castellano en en marzo de 2009— presumo que ha contribuido al «interés» de la judicatura estadounidense por saldar cuentas con el pasado, apelando a que el delito de abusos sexuales no prescribe. Después de un paréntesis de más de treinta años —verbigracia de una orden de extradición solicitada a las autoridades helvéticas—, a sus setenta y seis años Polanski puede volar hacia el estado que acoge la Meca del Cine, el arte al que se ha plegado desde sus tiempos como alumno en la Escuela de Lodz hasta la actualidad. Aunque todo el mundo es consciente que difícilmente pueda ingresar en prisión debido a su edad, no sería ninguna novedad para Polanski; él lleva preso durante gran parte de su vida, aferrado a esos barrotes entre los que se entreve la imagen de una madre que padeció hasta la extenuación en un campo de concentración nazi. La noticia, pues, de su extradición para ser juzgado por un delito imputado hace muchos años, concuerda con la biografía de un atormentado atrapado en un espacio de fantasía.
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