En tiempos de crisis uno de los pocos negocios en verdad rentables es el de las pancartas. Un elemento imprescindible en la iconografía de toda huelga que se precie y que semana sí, semana también se convocan en plazas, frente a empresas radicadas en zonas industriales, calles y demás rincones de nuestro bendito país. De las más sonadas, sin duda, fue la que asociaciones y colectivos antiabortistas, amparados por la iglesia católica y con la bendición urbi et orbe del PP, convocaron en el centro de Madrid con la intención de exhibir músculo frente a la inmiente aprobación en el senado de una remodelada ley propugnada por el gobierno socialista en la que modifica al alza las posibilidades de interrumpir el embarazo por parte de mujeres y sobre todo de chicas adolescentes, sin necesidad del consentimiento paterno y materno. Como suele suceder con los eslóganes generalistas que tratan de hacernos caer en un maniqueísmo atroz, no existe la gama de grises; lo blanco se opone a lo negro y viceversa. Impelidos por un fanatismo religioso, aquellos que enarbolaban la bandera antiabortista con eslóganes ramplones deben tener el convencimiento que la interrupción del embarazo es un «deporte» que practican las mujeres parapetadas en una progresía que todo lo puede, sin reparar en el «sacrilegio» que ello comporta. Claro está que las flechas van dirigidas al legislador, dejando a esas mujeres o niñas abocadas al aborto como víctimas de un sistema laicista que aparca valores que guardan estricta relación con lo ético y lo moral. Pero algunos seguimos creyendo que cada caso de aborto es un mundo en sí mismo. En la medicina moderna se aplica una terapia individualizada que está teniendo excelentes resultados —por ejemplo, el 80% de los cánceres de mama diagnosticados en España tienen curación—. En cambio, el aborto se ofrece cuál piedra arrojadiza entre unos y otros. Muchos son los factores que convergen en la toma de la decisión para que una mujer o adolescente se decante por abortar o no; variables que van desde la situación económica, el entorno/presión familiar ejercida, la estabilidad sentimental y un largo etcétera. Es cierto que, a priori, parece una auténtica afrenta al sentido común que una adolescente pueda decidir por su cuenta y riesgo tomar la pastilla del día después y, de esta forma, frustrar las expectativas del alumbramiento de una nueva vida. Pero incluso en este escenario, el desamparo, la ausencia de relación con sus progenitores es uno de los motivos por los que esa joven se ha lanzado a una noche loca con los resultados de un embarazo fortuito o no deseado.
Entre la infinidad de historias relativas a jóvenes que han pasado por una disyuntiva de este tipo me viene a la mente una producción británica de principios de los años sesenta, La habitación en forma de L (1962), susceptible de incorporarse al programa de educación sexual de países que se vanaglorien de una docencia libre de dogmatismos recalcitrantes. A partir de una novela escrita por Lynne Reid Banks, Bryan Forbes —un cineasta a reivindicar por el carácter heterodoxo de su filmografía— escribió el guión de La habitación en forma de L que él mismo acabaría dirigiendo con buen pulso. El film se instala en un marco de clandestinidad en la Inglaterra de los happy sixties en el que la francesa Jane Fosset (Leslie Caron) se debate entre abortar o dar a luz un bebé fruto de su relación con Toby (Tom Bell), un escritor fracasado. Lo arriesgado de la propuesta se debe, en parte, a que no se expone tan sólo como Jane va deshojando la margarita sino que en este constante balanceo entre una opción u otra planea la idea del suicidio que puede llevarse incluso por delante a ese ser que anida en su interior. Así se explicita en una de las secuencias del film que se desarrolla en esa habitación en forma de L que dio nombre a la novela y a la producción en cuestión. Un título alegórico que podría extrapolarse a la realidad hispana de nuestros días bajo la égida socialista, una vez prescrita la era Aznar D. C. —en la que se contabilizaron, por cierto, medio millón de abortos, según estimaciones de organismos como el Instituto de la Mujer—; esa habitación iluminada por la cámara de Forbes y de su operador Douglas Slocombe se corresponde con una nación en la que muchas jóvenes se sienten atrapadas por una realidad que las supera, al meditar sobre la asunción de una (nueva) maternidad o buscar la solución en la práctica abortiva. La forma de «L, siguiendo el «razonamiento» alegórico, responde a otra realidad que puede ser un factor a considerar para decantar la balanza en aras a interrumpir el embarazo: la letra que sirve para ilustrar el curso de la economía que se adivina al medio plazo. Más que la «V» que auguraba ese «ilusionista» llamado José Luis Rodríguez Zapatero o la «U» que trataban de hacernos creer algunos analistas confiados en una receta universal para los problemas de la crisis, la «L» es la que se vislumbra como la letra del abecedario que describirá, a buen seguro, el estancamiento económico de nuestro país, al menos, durante los próximos años. Mientras tanto, el PSOE se encamina a tirar adelante una nueva ley del aborto en su segunda legislatura para disgusto de parte de la ciudadanía arropada por el PP que podría tildar la iniciativa impulsada por Bibiana Aído y su Ministerio de Igualdad (sic) de «plan siniestro»... precisamente el título de estreno en España del film que Bryan Forbes realizaría a renglón seguido de La habitación en forma de L.
Entre la infinidad de historias relativas a jóvenes que han pasado por una disyuntiva de este tipo me viene a la mente una producción británica de principios de los años sesenta, La habitación en forma de L (1962), susceptible de incorporarse al programa de educación sexual de países que se vanaglorien de una docencia libre de dogmatismos recalcitrantes. A partir de una novela escrita por Lynne Reid Banks, Bryan Forbes —un cineasta a reivindicar por el carácter heterodoxo de su filmografía— escribió el guión de La habitación en forma de L que él mismo acabaría dirigiendo con buen pulso. El film se instala en un marco de clandestinidad en la Inglaterra de los happy sixties en el que la francesa Jane Fosset (Leslie Caron) se debate entre abortar o dar a luz un bebé fruto de su relación con Toby (Tom Bell), un escritor fracasado. Lo arriesgado de la propuesta se debe, en parte, a que no se expone tan sólo como Jane va deshojando la margarita sino que en este constante balanceo entre una opción u otra planea la idea del suicidio que puede llevarse incluso por delante a ese ser que anida en su interior. Así se explicita en una de las secuencias del film que se desarrolla en esa habitación en forma de L que dio nombre a la novela y a la producción en cuestión. Un título alegórico que podría extrapolarse a la realidad hispana de nuestros días bajo la égida socialista, una vez prescrita la era Aznar D. C. —en la que se contabilizaron, por cierto, medio millón de abortos, según estimaciones de organismos como el Instituto de la Mujer—; esa habitación iluminada por la cámara de Forbes y de su operador Douglas Slocombe se corresponde con una nación en la que muchas jóvenes se sienten atrapadas por una realidad que las supera, al meditar sobre la asunción de una (nueva) maternidad o buscar la solución en la práctica abortiva. La forma de «L, siguiendo el «razonamiento» alegórico, responde a otra realidad que puede ser un factor a considerar para decantar la balanza en aras a interrumpir el embarazo: la letra que sirve para ilustrar el curso de la economía que se adivina al medio plazo. Más que la «V» que auguraba ese «ilusionista» llamado José Luis Rodríguez Zapatero o la «U» que trataban de hacernos creer algunos analistas confiados en una receta universal para los problemas de la crisis, la «L» es la que se vislumbra como la letra del abecedario que describirá, a buen seguro, el estancamiento económico de nuestro país, al menos, durante los próximos años. Mientras tanto, el PSOE se encamina a tirar adelante una nueva ley del aborto en su segunda legislatura para disgusto de parte de la ciudadanía arropada por el PP que podría tildar la iniciativa impulsada por Bibiana Aído y su Ministerio de Igualdad (sic) de «plan siniestro»... precisamente el título de estreno en España del film que Bryan Forbes realizaría a renglón seguido de La habitación en forma de L.
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