Desde hace varias décadas, el márketing ha entrado de lleno en el mundo de la ciencia. El doscientos aniversario del nacimiento de Sir Charles Darwin (1809-1882) no podía pasar inadvertido para una comunidad bien valorada a los ojos de la sociedad, pero que asimismo se provee de argumentos que refuerzen el valor de esta efemérides. Por ello, no escapa a nadie el oportunismo a la hora de publicarse y publicitarse la noticia de que, en realidad, la especie humana y los chimpancés comparten «tan sólo» el 90-95% de la secuencia genética, en lugar del 99% que se creía hasta hace pocas fechas. Digamos, de entrada, que el porcentaje de semblanza entre una especie y otra que parece validarse guarda una mayor lógica si atendemos a las diferencias fisiológicas entre humanos y chimpancés. Pero, haciendo un símil detectivesco, faltaba la prueba del «delito». Ésta se ha encontrado en zonas del cromosoma repletas de duplicaciones de ADN que han ido variando de posición a lo largo de la evolución de las respectivas especies —entendida en escalas de millones de años— y que los científicos habían estudiado parcialmente. En la sección de Sociedad de El periódico de Catalunya del día 12/I/2009, Tomàs Marquès-Bonet —con un apellido compuesto inequívocamente catalán— en calidad de miembro del equipo de investigadores de alcance internacional, desde su laboratorio de Seattle ofrece una metáfora que define perfectamente el sentido del trabajo de «reconstrucción genómico» llevado a cabo durante años: «Imaginemos que el genoma es un puzzle con un paisaje y que estas piezas corresponden al cielo. Lo que se había hecho hasta hora era comparar las otras piezas, las más fáciles. Lo que hicimos fue contar cuántas piezas de cielo había en el puzzle del humano y cuántas en el chimpancé. Cuando comparamos, podemos saber si alguno tiene más cielo que otro». Como los esquimales, capaces de diferenciar 18 ó 19 gamas de color blanco, lo que toca en materia de biología molecurar es saber discernir un cielo uniforme aparentemente de un mismo tono de azul y que, puestos un cuadro (el de los humanos) al lado del otro (el de los chimpancés) parecen contener la misma proporción de ese espacio infinito en el que nuestra mirada suele perderse mientras cavilamos la próxima jugada, la siguiente pieza a mover de nuestras vidas antes del jaque mate.
No deja de resultar paradójico como el descubrimiento de hallazgos de esta naturaleza procura un avance en nuestro conocimiento pero comporta un paso atrás por lo que concierne a las aplicaciones de terapias génicas para la especie humana. Proporciones diferenciales de 1 a 10 a nivel de perfil genético representa una barrera infranqueable para hacer una extrapolación del efecto de determinadas enfermedades ligadas a la herencia de chimpancés a la especie humana. Una noticia que, unida a que el número de genes de los humanos no supera los 60.000-65.000 contraviniendo los 200.000 que se daba por sobreseído no hace demasiado tiempo auguran un panorama, resiguiendo el símil propuesto por Marquès-Bonet, con la presencia en lontananza de unos nubarrones que empiezan a tomar protagonismo en un cielo vestido de color añil. Esa estimación muy a la baja del número de genes, comporta que los factores de interacción aumenten y, por tanto, el incremento de los factores combinatorios invita al científico a superar nuevos retos y reformularse algunos preceptos que se daban por sabidos. Pero, como decía el otro, a veces retroceder equivale a tomar impulso. Un impulso necesariamente legitimado por un conocimiento sobre la evolución humana que arranca con el pensamiento de Darwin vertido en su obra magna, El origen de las especies (1859), hasta dibujar un panorama alentador, pero tomado con cautela a la luz de los descubrimientos de las últimas hornadas. Llevamos demasiado tiempo mirando al suelo; ahora hemos erguido nuestro cuerpo y empezamos a saber mirar el cielo. Esperamos que no haya tormenta. Mientras tanto debemos saber reconstruir esa parte del puzzle que nos queda. Un puzzle de 60.000 piezas. Muchas horas observando el cielo faltan para dar por terminado este gigantesco rompecabezas. Como diría Mulder a Scully: «la verdad está ahí fuera».
No deja de resultar paradójico como el descubrimiento de hallazgos de esta naturaleza procura un avance en nuestro conocimiento pero comporta un paso atrás por lo que concierne a las aplicaciones de terapias génicas para la especie humana. Proporciones diferenciales de 1 a 10 a nivel de perfil genético representa una barrera infranqueable para hacer una extrapolación del efecto de determinadas enfermedades ligadas a la herencia de chimpancés a la especie humana. Una noticia que, unida a que el número de genes de los humanos no supera los 60.000-65.000 contraviniendo los 200.000 que se daba por sobreseído no hace demasiado tiempo auguran un panorama, resiguiendo el símil propuesto por Marquès-Bonet, con la presencia en lontananza de unos nubarrones que empiezan a tomar protagonismo en un cielo vestido de color añil. Esa estimación muy a la baja del número de genes, comporta que los factores de interacción aumenten y, por tanto, el incremento de los factores combinatorios invita al científico a superar nuevos retos y reformularse algunos preceptos que se daban por sabidos. Pero, como decía el otro, a veces retroceder equivale a tomar impulso. Un impulso necesariamente legitimado por un conocimiento sobre la evolución humana que arranca con el pensamiento de Darwin vertido en su obra magna, El origen de las especies (1859), hasta dibujar un panorama alentador, pero tomado con cautela a la luz de los descubrimientos de las últimas hornadas. Llevamos demasiado tiempo mirando al suelo; ahora hemos erguido nuestro cuerpo y empezamos a saber mirar el cielo. Esperamos que no haya tormenta. Mientras tanto debemos saber reconstruir esa parte del puzzle que nos queda. Un puzzle de 60.000 piezas. Muchas horas observando el cielo faltan para dar por terminado este gigantesco rompecabezas. Como diría Mulder a Scully: «la verdad está ahí fuera».
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