
Vencida la década de los setenta, la figura de Zappa pareció desvanecerse para las nuevas generaciones de aficionados a la música, aunque estuvo una docena de años perseverando en la confección de una obra de un eclectismo apabullante, extraordinariamente dispersa en la evaluación de su conjunto. Pero esa presumiblemente sea una sensación que los devotos de la música de Zappa tratarán de rebatir, demostrando que su coherencia artística corría en paralelo a una obra mucho más compactada de lo que parece a simple vista. Entre esos devotos se sitúa en la punta de lanza Dweezil Zappa, hijo de Frank Zappa, que toma especial protagonismo en Apostrophe a modo de «reencarnación» de su progenitor, presente en el mismo en unas imágenes retrospectivas —se simultanean grabaciones de conciertos, de entrevistas televisivas y de tiempos muertos en las giras a celebrar a lo largo y ancho de los Estados Unidos—. Si bien la consideración que tenía antes de ver este documental sobre el Frank Zappa-artista no ha variado en mi fuero interno un ápice, lo que sí me ha llamado poderosamente la atención ha sido la nula afición de éste por las drogas y por el alcohol. De ello parecen dar fer algunos de sus colaboradores más allegados, como el matrimonio formado por Ruth e Ian Underwood, no así las letras de buena parte de sus canciones, un puro delirio que parece dictado desde un subconsciente que hubiera recibido los estímulos externos de un «individuo» que obedece a las iniciales LSD. Waka/Jawaka (1972), One Site Fits All (1975) o Zoot Allures (1976) cubren con sus pinceladas melódicas y sus extravagantes letras lo que vendría a ser la quintaesencia del «universo Zappa», territorio que permanecerá inexplorado para aquellos amantes de las baladas, del pop-rock regio al estilo Eagles o, en líneas generales, de la ortodoxia musical. Zappa quedará por los tiempos de los tiempos como un punto de fuga del panorama musical de la segunda mitad del siglo XX, un meteorito que impactó sobre la superficie del stablishment musical con enmienda a erigirse en el «David», enfrentado a la rocosa industria discográfica, a través de su modesta unidad de producción. Ahora solo queda una hendidura en el terreno; huellas perceptibles de un cráter donde aparecen indicios de vida a su alrededor. Dweezil y compañía –entre los cuales figura el actor, director y, a ratos, cantante Billy Bob Thornton, un contumaz coleccionista musical (cuenta entre 5.000 y 6.000 discos en su haber)— tratan de mantener viva la llama de una personalidad singular, un librepensador cuya imagen un punto mesiánica ha ayudado a configurar el prototipo de gurú musical por excelencia. Un individuo, en definitiva, que parecía zapparse contínuamente de la realidad en aras a encapsularse en un mundo de clara decantación hacia el ideario hippie.
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