«Pueden sobrevivir con tres millones de euros al año porque ahora son una organización más pequeña y obsesionada con las filtraciones, pero si nadie les pagara el impuesto, tendrían que cerrar en tres meses por falta de liquidez». Así de taxativos se muestran los investigadores policiales que trabajan desde años en el mundo de ETA, que resiguen a diario cualquier indicio que pueda llevar a neutralizar algún comando o grupos radicales de apoyo que se mueven en el entorno de la organización terrorista, y del que se hace eco El País en un artículo fechado el 9/XI/08. Hace unos meses daba mi parecer sobre ETA, trabajando la hipótesis de un final que se vislumbra, en el mejor de los casos, de aquí una veintena o treintena de años, y que en el peor antes de que alcance el centenario de su nacimiento. Todos los que seguimos la actualidad diaria de este país, mal que nos pese, nos hemos convertido en conocedores de la realidad vasca y la organización que ampara parte de la sociedad civil de esa comunidad, con su silencio y ese acto de cobardía que, a modo de eufemismo, algunos lo llaman «mirar para otro lado» o simplemente «un acto de cautela». De todo el caudal de información que un servidor ha proceso, a menudo de una forma inconsciente, sobre ETA he tenido la certeza que lo más parecido a la organización terrorista vasca es el funcionamiento de una secta. Muchas de esas sectas tienen en el principio del fin de las mismas (si se da el caso) un claro síntoma: el último hombre que se sitúa en la cúspide de esta estructura piramidal evidencia signos de locura hasta el paroxismo, enrrocándose en una postura si cabe aún más extremista y desconfiando progresivamente de sus subalternos. Es cierto que ETA ha tenido auténticos sanguinarios en sus órganos de dirección —allí estaba la cúpula Artapalo, desmantelada en Vidart (Francia) en 1992—, pero muy pocas veces a lo largo de sus más de cuarenta años de historia —tomando la fecha de su primer atentado terrorista— un solo hombre ha demostrado un grado de enajenación mental tan acentuado como Garikoitz Aspiazu Rubina, álias Txeroki. Su apodo habla por sí solo. Pero lo suyo no es «arrancar cabelleras» sino participar en el vil asesinato de dos policías de paisano en Cap Breton a principios de este año y luego jactarse en petit comité con algunos de los cachorros de ETA. Acostumbrados a cantar La Traviata cuando son detenidos, esa anécdota que relató uno de los integrantes de un comando detenido recientemente por la policía no me ha pasado inadvertida y cuadra con la impresión que ese mundo de ETA se desmorona con el general Kurtz tomando la línea de la sombra con destino a un escenario de irrealidad y de paranoia del que se retroalimentan los que siguen persiguiendo la lucha armada «con el fin de liberar a Euskalerria de la opresión del estado español». En el interesante, por revelador y bien documentado artículo publicado en El país del que he extraído un párrafo a modo de introducción de este post, otra noticia en torno a una decisión tomada por Txeroki —suspender de militancia a Francisco Javier López Peña, álias Thierry y Ainhoa Ozaeta, el primero detenido unos meses atrás en territorio vascofrancés— abunda en la más que probable escisión en la Organización/Secta que ha provocado la deriva del «jefe supremo» hacia un radicalismo sin fin mientras que una parte, generalmente mayoritaria, busca asidero en la fórmula de la negociación, el abandono de su actividad o plegarse a sus cuarteles de invierno como medida de cautela. Cerremos, pues, por una vez los ojos e imaginemos que ese gran pueblo, el vasco, algún día verá a toda la clase empresarial a pie de calle manifestándose en contra de pagar el impuesto revolucionario, viéndose arropados por todos aquellos que en su día habían dado la callada por respuesta y han reflexionado que lo mejor sería quitarse las vendas de los ojos, demostrando el verdadero ser humano que llevan dentro. Entonces, sería probable que ETA respondiera con un atentado para darse golpes en el pecho. Pero en esa selva se escucharía muy leve el golpe en el pecho y el rugir de una figura preso de su locura, ese general Kurtz con apodo indio que un día tomó las riendas de una organización cansada, abatida, derrotada y desquiciada. Ya ese anuncio de Se buscan terroristas no resultaría atractivo para una parte de la juventud vasca porque aquella Sociedad Anónima que facturaba varios millones de euros anuales a costa del mal denominado «impuesto revolucionario« había hecho suspensión de pagos y la autoinmolación se empezaría a practicar por orden de relevancia en la organización hasta alcanzar a su último bastión, que exclamaría con voz gutural y alzando la mirada perdida: «¡el horror!, ¡el horror!».
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