Al albur del montón de novedades editoriales que aparecen semanalmente, a menudo cuesta separar el grano de la paja. Los magacines, dominicales y las páginas dedicadas a la cultura de los diarios de tirada nacional o local recogen una ínfima parte de estas novedades, en la mayoría de los casos cediendo a las presiones (sutiles o no) de las grandes corporaciones del sector. Random House es una de ellas, dividida en una decena de cabeceras, entre las que destacan con luz propia Lumen y Mondadori. Esta última, casi como si fuera una «bendición», desde hace unas temporadas publica con una periodicidad que oscila entre un mes o dos meses auténticas joyas de la literatura dentro de la colección «Grandes Clásicos». Ediciones, todas ellas, impecables, en un formato y una tipografía cómoda de leer, y en tapa dura, al servicio de obras imperecederas, en un rosario de títulos a cuál más interesante. Una colección, en esencia, pensada para los degustadores de grandes libros de alcance universal, sin poner barreras a la nacionalidad de sus autores, aunque preferentemente escogiendo novelas de escritores comprendidos entre el siglo XIX y principios del XX. Allí están Frankenstein o el Moderno Prometeo, Drácula de Bram Stoker, Lord Jim, Las aventuras de Huckleberry Finn —considerada el punto de partida de la literatura norteamericana contemporánea—, Los viajes de Gulliver...
En su afán de superación, Random House Mondadori ha preparado para estas navidades una edición titulada Cuentos esenciales de Guy de Maupassant (1850-1893). Protegido de Gustave Flaubert, a pesar de haber llegado tan sólo a los cuarenta y tres años de edad, fue un escritor prolífico a la par que precoz: antes de cumplir el ecuador de una vida condicionada por una maltrecha salud, se editó la que sería su primera obra, Bola de sebo (1880). Poco más de cuarenta páginas comprende esta pieza seminal de la obra de Guy de Maupassant, que sirve —junto al breve relato El papá de Simon (1879)— para abrir el fuego de este volumen. Un centenar de relatos de extensiones dispares están contenidas en una proverbial edición, quizá una de las mejores que han caído en mis manos no tan sólo por la talla del personaje sino por la excelencia a la hora de integrar texto y unas maravillosas ilustraciones en color a cargo de Ana Juan Gascón. La paleta de temas, espacios y géneros tratados por el discípulo de Flaubert es enorme, destacando, para mi gusto, su acercamiento al terror gótico que lo emparejaron al talento de Edgar Allan Poe con textos como El miedo (1882), El horla (1886-1887) —se reproducen las dos versiones que se conocen de la misma— o La noche (1887). Gran parte de éstas se encuentran contenidas en la última parte de un libro que excede las 1.200 páginas. Para alguien que se tenga por un lector con voluntad de echar la mirada hacia los clásicos del siglo XIX, Cuentos esenciales es el mejor regalo que puede o pueden hacerle. Es uno de esos volúmenes que uno dejaría encima de la cómoda o del sofá, e iría visitándolo en los tiempos de estío, a media tarde o medianoche. Una obra maestra para acompañarnos en los años venideros. Su precio, una minucia comparado con las horas de placer que nos deparará su lectura. Y no me olvido de la labor llevada a cabo por el traductor José Ramón Monreal, que vale su peso en oro.
En su afán de superación, Random House Mondadori ha preparado para estas navidades una edición titulada Cuentos esenciales de Guy de Maupassant (1850-1893). Protegido de Gustave Flaubert, a pesar de haber llegado tan sólo a los cuarenta y tres años de edad, fue un escritor prolífico a la par que precoz: antes de cumplir el ecuador de una vida condicionada por una maltrecha salud, se editó la que sería su primera obra, Bola de sebo (1880). Poco más de cuarenta páginas comprende esta pieza seminal de la obra de Guy de Maupassant, que sirve —junto al breve relato El papá de Simon (1879)— para abrir el fuego de este volumen. Un centenar de relatos de extensiones dispares están contenidas en una proverbial edición, quizá una de las mejores que han caído en mis manos no tan sólo por la talla del personaje sino por la excelencia a la hora de integrar texto y unas maravillosas ilustraciones en color a cargo de Ana Juan Gascón. La paleta de temas, espacios y géneros tratados por el discípulo de Flaubert es enorme, destacando, para mi gusto, su acercamiento al terror gótico que lo emparejaron al talento de Edgar Allan Poe con textos como El miedo (1882), El horla (1886-1887) —se reproducen las dos versiones que se conocen de la misma— o La noche (1887). Gran parte de éstas se encuentran contenidas en la última parte de un libro que excede las 1.200 páginas. Para alguien que se tenga por un lector con voluntad de echar la mirada hacia los clásicos del siglo XIX, Cuentos esenciales es el mejor regalo que puede o pueden hacerle. Es uno de esos volúmenes que uno dejaría encima de la cómoda o del sofá, e iría visitándolo en los tiempos de estío, a media tarde o medianoche. Una obra maestra para acompañarnos en los años venideros. Su precio, una minucia comparado con las horas de placer que nos deparará su lectura. Y no me olvido de la labor llevada a cabo por el traductor José Ramón Monreal, que vale su peso en oro.
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