jueves, 3 de julio de 2008

ÍDOLOS CAIDOS

A las puertas de celebrarse una nueva edición del Tour de Francia, la sombra del dopping vuelve al planear sobre la «serpiente multicolor», como algún comentarista-rapsoda describió al pelotón en aquellos años de pujanza del ciclismo, allá por la década de los ochenta. A cuentagotas nos desayunamos con algún nuevo caso de dopaje —el último confirmado o penúltimo, el de Mikael Rassmusen, cuyo ex equipo, el Rabobank, interpuso una denuncia que la fiscalía de Holanda acaba de ratificar— para desilusión de los que amamos este deporte, quizás el más exigente, junto a algunas disciplinas atléticas, como el maratón o el decatlón. Esos «héroes» que tratábamos de emular por las carreteras de nuestra geografía, ya no tienen parangón desde hace unos años al ser observados como insectos bajo el haz de luz de un microscopio que escudriña cualquier sustancia susceptible de pertenecer a la «lista negra» de la UCI (Unión Ciclista Internacional). Es cierto que al tratarse de un deporte agonístico los casos de dopping se multipliquen por doquier, pero he tenido la sospecha que, a partir de que éstos salieran a la luz con una elevada frecuencia, había otras razones de fondo, aquellas que la inmediatez de la noticia no alcanza a analizar en el fragor de la búsqueda de un titular impactante. Los ciclistas profesionales son un colectivo que no es precisamente uno de los que despierte mayores envidias; lo suyo es dar el callo en etapas de montaña con desniveles que incluso invitan al respeto a los automovilistas. Atenuado el esfuerzo con alguna que otra etapa de descanso en las grandes vueltas, cabe recordar que no hace demasiado tiempo los ciclistas debían superar veinte o veintiuna jornadas seguidas, auténticos recorridos de exigencia al límite encima de un artefacto de poco más de siete kilos de peso. «Hombres de hierro», «hechos de una pasta especial», dirían los comentaristas de turno, pero asimismo seres fácilmente manipulables y moldeables, cuyo futuro quedaba en manos de médicos y directores de equipo, en algunos casos, a la búsqueda de un rendimiento óptimo que pasaba por una dieta de productos prohibidos convenientemente enmascarados. Todos sabían lo que pasaba pero nadie quería ser el chivo expiatorio... hasta que aquellos lodos trajeron estos barros: la vida de algún ciclista estuvo a punto de correr peligro y empezó a aflorar toda aquella mierda que ha dejado huérfano de «héroes» el pelotón. Para moldear, cuál arcilla, a los activos de sus respectivas empresas, managers, con la complicidad de los médicos, se servían o se siguen sirviendo de una «materia prima» (salvo casos excepcionales como el parisino Laurent Fignon) con escasa formación intelectual, deportistas que en su mayoría procedían o proceden de pequeñas localidades, de pueblos que tan sólo serían conocidos merced al éxito alcanzado por estrellas de este deporte e incluso por los denominados «jornaleros de la gloria», esto es, ciclistas de equipo. Álvaro Pino, de Ponteareas, Lale Cubino de Véjar, Alejandro Valverde de Las Lumbreras de Monteagudo y muchos más nombres de localidades que tanto nos costaría ubicar en la guía Campsa.
El Tour ha abanderado la lucha contra el dopaje, instaurando una política de prevención que, por ejemplo, se ha cobrado alguna víctima como la del recién vencedor del Giro Alberto Contador, por el mero hecho de pertenecer al conjunto Astanac. Sus máximos responsables en el aparato organizativo, con nombres ilustres como el «caimán» Bernard Hinault —uno de mis ídolos, lo confieso—, parecen sentirse fuertes en sus decisiones por cuanto la historia de esta competición le ha otorgado una aureola de leyenda que jamás será destruida. Cualquier decisión que tomen, por impopular que resulte, tendrá un efecto renovador. El Tour, deben pensar, es como la hidra de mil cabezas; su capacidad de regeneración es infinita. La ronda francesa ha superado aquella huelga de ciclistas en 1998, la eliminación en pleno del trío de vencedores de hace unos años, las constantes dudas que sembró la milagrosa recuperación de Lance Armstrong, que le permitió ganar hasta siete tours... Pero para todos aquellos de mi generación que nos encandilábamos frente al televisor en las sobremesas de julio de los años 80 tomando partido por uno u otro corredor, uno u otro equipo, han prescrito. Demasiadas «torres» y «reyes» han caído para que volvamos a empezar de cero la partida con cada una de las piezas dispuestas sobre el tablero. En el actual panorama predominan los «peones» en un deporte en permanente jaque. Para mí, el jaque mate se consumó con la caída de uno de sus «reyes», el alemán Jan Ulrich, quien comparecía ante los medios de comunicación con el semblante de alguien que se siente derrotado. Ese día entendí que el ciclismo pertenecía a un recuerdo bañado de heroicidad y épica. Pero al fin y al cabo, al recuerdo con tintes de una ficción dramática librada por gente como Gert-Jan Theunisse, Miguel Induráin, Tony Rohminger, Erik Breukin, Sean Kelly... la realeza de un deporte demasiado grandioso para ser verdad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Precioso y emotivo artículo. ¡Cuántas sobremesas estivales pasadas frente al televisor! Afirmaba el gran José Mª García que incluso el último corredor en cruzar la línea de meta merecía un homenaje, cosa que suscribirá fácilmente todo aquél que se haya subido alguna vez a una bici. No olvides tampoco el boxeo, amigo: uno de los deportes más duros, exigentes y sacrificados que existen.