jueves, 31 de julio de 2008

ROBERT A. EVANS: EL CHICO QUE CONQUISTÓ HOLLYWOOD


Siempre me ha intrigado la personalidad de Robert A. Evans (a la izquda. de la foto, junto a Roman Polanski), un productor que, en cierta manera, «revolucionó» la industria del cine en una época que resultaría favorable para ello. Él era la comidilla del Hollywood de finales de los años sesenta y setenta, (co)protagonista de una y mil anécdotas que nunca sabías si se ceñían a la verdad de los hechos o eran simples fabulaciones. Hace años pasé por alto el estreno de El chico que conquistó Hollywood (2002), basada en la propia novela de Evans, pero ahora la he podido recuperar en DVD, llevándome una grata sorpresa porque escapa del habitual formato al que nos tienen acostumbrados los documentales sobre personalidades que basculan entre lo hagiográfico o bien se significan como una reflexión cargada de buenas intenciones, pero de ritmo moroso, cuando no cansino que te retiene ante la pantalla tan sólo si el biografiado es plato de tu gusto.
Este año se cumple el 50 aniversario del estreno de su primera película en la gran pantalla, El hombre de las mil caras (1957), en el que Evans dio vida a Irving G. Thalberg, productor prematuramente muerto y, a la sazón, esposo de Norma Shearer. La menuda actriz descubrió a Evans en una piscina y le invitó a que participara en el film protagonizado por James Cagney, en otra exultante muestra de su talento innato, haciéndose suyo el personaje del actor Lon Chaney. Allí empezó todo. A partir de este fortuito encuentro con Shearer se va tejiendo la historia de Robert A. Evans para con el gran amor de su vida, al que le ha sido más fiel a lo largo de medio siglo: el cine. No podría ser de otra forma en el caso de alguien que ha coleccionado divorcios –un total de seis y un séptimo en trámite, además de tener un récord difícil de igualar: su quinta esposa, Catherine Oxenberg, treinta y un años más joven que él, le duró nueve noches–, el más sonado de los cuales sería con Ali McGraw, a la que se declaró durante el rodaje de Love Story (1970). El mejor cumplido que se puede hacer a El chico que conquistó Hollywood es que posee un estilo propio, que se desmarca de la plana mayor de documentales «vistiendo» el relato de los acontecimientos con una voz en off en primera persona que rebosa sinceridad, que lo hace a corazón abierto de quien se sabe que no tiene nada que perder. El propio Evans confesaría su culpabilidad de la ruptura de conyugal con McGraw, quien buscó refugio sentimental en Steve McQueen en los meses que el productor «enloquecía» con el proyecto de El padrino (1972). Muchos lugares comunes se dinamitan en este documental arbitrado desde un ejercicio de humildad difícil de imaginar en la narración de un hombre que pudo exclamar aquella célebre frase dicha por Cagney en Al rojo vivo (1949): «¡Mírame mamá, estoy en la cima del mundo!». Pero una vez allí, situado en la alturas, Evans pudo ver que aquel mastodóntico decorado que era Hollywood también se encontraba recorrido por cloacas, por un alantarillado en el que se acabaron precipitando tantos sueños e ilusiones... Evans vivió su particular via crucis, ingresando en un psiquiátrico. El tycoon había tocado fondo en los años ochenta, envuelto en asuntos de compra y consumo de estupefacientes, salpicado por un homicidio del que se enteró a través de la prensa y otros tantos asuntos turbios, sin olvidar su rosario de divorcios. Pero Evans se sabía un «inmortal»; estuvo al borde de desaparecer de una forma física (Sharon Tate le invitó pero declinó asistir a una fiesta el mismo día que ésta fue salvajemente «sacrificada» por unos fanáticos inducidos por Charles Manson) y otra desde el plano profesional. Su salvación in extremis resultó ser uno de los hits de principios de los setenta: Love Story. En un tape rodado en un fin de semana por Mike Nichols, Evans sintetizó ante los directivos de la Paramount su propósito de enmienda para con el cine, dejando claro su compromiso con el proceso de producción y con la sociedad que le tocó vivir. Quien tenga una imagen de Robert Evans como un hedonista, un playboy, un gestor cinematográfico que tan sólo olía el dinero detrás de una u otra producción, se equivoca. El chico que conquistó Hollywood nos desvela, en su ejercicio de honestidad, que aquel actor autodefinido «mediocre» pasaría a ser, después de cometer numerosos errores, una persona sabia. La misma sapiencia que le hace abrir su documental con la siguiente sentencia: «hay tres tipos de puntos de vista sobre los hechos: el tuyo, el mío y la verdad», para apostillar, en otra de sus lúcidas reflexiones, ya fuera del contexto de este documental, que «si escribiera la verdad de lo que sé, el libro (El chico que conquistó Hollywood) tendría 10.000 páginas». Pero seguramente con este volumen de páginas, traducidas a un guión, no podría aportar una reflexión tan precisa y certera sobre el género que mejor conoce, el femenino: «si un hombre cree alguna vez lo que piensa una mujer, entonces no sabe nada». Unas mujeres que han sido las «antorchas» que han guiado un camino errático, que han conformado los «días de vino y rosas» de su existencia. De sus fiascos amorosos Mr. Evans apenas puede vanagloriarse, pero sí de haberse involucrado en proyectos que, al menos para un servidor, han ido moldeando en su subconsciente desde pequeño que el cine, a veces, imita al arte e incluso llega a perpetuarse como una pieza de arte. Allí están La semilla del diablo, El Padrino, Chinatown o Marathon Man para certificarlo. Feliz aniversario, Mr. Evans, ahora que no eres famoso y has pasado a ser un sabio. A mi (tu) manera, como diría Frank Sinatra, cuyo divorcio con Mia Farrow se debió a la obstinación de Evans, en uno de los capítulos de este soberbio dcumental más esclarecedores de la determinación de Evans por buscar la excelencia en la gran pantalla, y que pone su broche un Dustin Hoffman en un antológico monólogo donde la peculiar voz del productor neoyorquino toma cuerpo en este «Pequeño Gran Hombre» de la interpretación.

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