«También he descubierto con los años la escasa curiosidad que suele tener la gente con relación a mí, especialmente cuando estoy en medio de personas y cuando me rodean personas de la misma ciudad, que tienden a hablar entre ellas como si el resto del mundo no existiese. En esas situaciones me siento excluído. Lo peor es que a estas alturas ya me siento excluído incluso ante mi madre y mis hermanos». No, no se trata de la reproducción de un extracto de un libro de tintes autobiográficos que evalúa aspectos tales como el complejo de Edipo; pertenece a la introducción (sic) de un manual sobre el cine documental británico (1929-1950) que ha publicado recientemente Calamar Ediciones, de forma conjunta con el Festival de Cine de Huesca. El autor de esta «perla» freudiana no es otro que Israel Paredes, de quien ya hice referencia en el post titulado Aunque los modernos sepan que has muerto, a propósito del estreno del último film de Sidney Lumet. En su crítica para la web miradas.net, Paredes ya dejaba entrever una tendencia irreprimible a la hora de hablar de sus circunstancias personales, pero en el presente volumen, Encuentros con lo real (2008), lleva el asunto hasta el paroxismo en una de las introducciones/prólogos más marcianos y fuera de lugar que uno haya leído jamás. Claro que si la Editorial Calamar acepta pulpo, el hombre se suelta que es un contento y mata dos pájaros de un tiro: una remuneración por el trabajo llevado a cabo sobre un tema poco transitado por la crítica (ya se sabe que ver películas que casi nadie ha tenido acceso produce un placer multiorgásmico a algunos críticos y los documentales british de la primera mitad del siglo XX no son precisamente el Titanic cinematográfico) y ahorrarse el psiquiatra mediante la terapia de escribir sobre sus neuras, rindiendo cuentas para con su familia. Eso sí, no estamos ante escritos planos sino que Paredes nos deleita con instantes épicos, bigger than life: «Y creo ser solidario y comprensivo porque he acabado entendiendo que, cruces con quien te cruces, sea donde sea, todos estamos librando una batalla, cada cual a su modo, con sus propias armas, contra un enemigo multiforme capaz de disfrazarse con los atavíos más simples y de emboscarnos cuando menos lo esperamos» (pág. 21). Pero en esta enmienda al nonsense, Paredes no está solo; le acompaña Hilario J. Rodríguez (ver foto), que participa en otra de las «gemas» que nos propicia la lectura de esta monografía. La coda epistolar tampoco tiene desperdicio: Rodríguez y Paredes intercambian experiencias fílmicas, sensaciones, vivencias en el extranjero para pasmo de quienes tan sólo querían saber sobre el movimiento documental británico. Maceradas por la vena poética de Rodríguez, hay frases que no tienen desperdicio en un espacio susceptible de habitar una bibliografía más o menos apañada, o un capítulo que trazara un horizonte documental con los miembros del free cinema tomando el testigo de los Harry Watt, Basil Wright o Humphrey Jennings: «En 1982, yo había cogido un tren con destino a Córdoba, después de haber sido declarado prófugo, culpable en un juicio y apto para incorporarse a filas de forma inmediata». Así debió nacer su afición por el séptimo arte; refugiéndose en los cines para que la pasma no lo encontraran. No me dirán que es una historia que mueve a la ternura. Pero esas cuentas pendientes para con el estamento militar pronto tendrían fecha de caducidad e Hilario J. Rodríguez se incorporaría a las filas de aquellos críticos que utilizan el cine como terapia. Pensando en este colectivo, creo que algunos psicofármacos deberían prescribirse especialmente para los que practican el onanismo. Ya se sabe que los espacios cerrados y oscuros despiertan nuestros miedos más profundos y nos retrotraen a los primeros capítulos de una infancia, en ocasiones, de ingrato recuerdo.
1 comentario:
qué bueno eres, Christian.
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