viernes, 23 de mayo de 2008

A LOS QUE ABURREN: ISABEL COIXET (II)


Casi al principio de haber inaugurado este blog me hacía eco de las declaraciones de la cineasta Isabel Coixet en una entrevista publicada en el dominical de El periódico. Me emplazaba a seguir hablando sobre este curioso personaje. El motivo: el último film que la ha llevado a las primeras páginas de la actualidad no necesariamente cinematográfica, porque después de haber recibido buenas críticas en La Vanguardia se avino a hacer de cicerone gastronómica por el barrio de Gracia, en las páginas color salmón del rotativo barcelonés. Lo de menos es una extensa valoración que un servidor pueda hacer de Elegy (2008), dado que este no es el espacio pensado para tal ejercicio. Abriendo otra vez la «caja de los truenos» que supuso para mí la lectura de susodicha entrevista, Coixet, como el/la que se toma una copa de vino y empieza a soltar, describía con pelos y señales su relación profesional con Philip Roth, el escritor al que adapta aunque en los títulos de crédito tan sólo figura Nicholas Meyer (de éste también largó, explicando detalles de su vida personal). La conclusión, citando palabras textuales: «doy por hecho que no le gustará la película». Dado que Philip Roth me merece mucha más confianza que la Coixet, he leído su obra, El animal moribundo (Ed. DeBols!llo, 2008), y rápidamente calibré que era más un ensayo que otra cosa. Un ensayo, digamos, sobre el desencanto, la inmadurez en la voz de un cínico profesor de literatura, David Kepesh, que huye del compromiso y se refugia en una vida decantada hacia el hedonismo con el sexo como punta de lanza. Pero al entrar en contacto con una mujer que podría ser su hija, Consuelo Castillo, su existencia sufrirá un vuelco, siendo presa de una dependencia emocional que le transformará en un ser posesivo y celoso. Roth no ha inventado la sopa de ajo: esa fórmula de hombre maduro que acaba subyugado por una mujer mucho más joven que él, de cálida mirada y escultural cuerpo, ya estaba en una obra teatral de Paddy Chayesfsky que diera pie a su adaptación al celuloide con el título En la mitad de la noche (1966), con Kim Novak y Fredric March como pareja protagonista. Pero no esperen al final del libro un desenlace bigger than life, un folletín melodramático al estilo Erich Maria Remarque. Como la chica es así, Coixet odia lo que llama «El síndrome La fuerza del cariño» y lo pregona a los cuatro vientos, por ejemplo, durante el proceso de rodaje y de postproducción de Mi vida sin mí (2003). Mejor hubiera sido optar por alguna otra de las obras de Roth que aún no se han llevado a la gran pantalla porque los ensayos tienen mal traducción al cine. Ni rastro de catarsis emocional asoma en la corta novela del neoyorquino. Y claro, luego vienen las decepciones: a nivel emocional, resiguiendo el texto original, la película es más plana que una tabla de planchar. La historia, tamizada por los Grandes Estudios del Hollywood clásico, la hubiera transformado en un melodrama de tintes épicos. Pero ahora se gasta cierto distanciamiento emocional entre la intelectualidad, pertrechado en las típicas coartadas culturales con las que nos suele obsequiar la Coixet: la portada de un libro de Thomas Berger (al que dedicaba La vida secreta de las palabras en los créditos finales) se adivina entre las ropas que Consuelo lleva en la playa; el inevitable Trio Gymnopedies de Erik Satie (tan manido en el cine como efectivo) que acompasa la llama del deseo de la extraña pareja; los intérpretes que repiten en la obra de la directora (Julian Richings y Deborah Harry), a modo de guiño de autoría, y alguna que otra referencia cinéfila (la más destacada, la alusión al Cary Grant en Con la muerte en los talones). Con esas coartadas algunos ya tienen suficiente para seguir encumbrando a la Coixet en la categoría de auteurs caseros. Y eso para el ego de la Coixet va muy bien, pero para el cine, mira por dónde, no demasiado... Al fin y al cabo, lo que cuenta es la historia y cómo la cuenta, pero toda la brillantez descansa en el texto de Philip Roth (un escritor tocado por la genialidad y con un dominio absoluto del lenguaje; de éstos quedan pocos) y el esfuerzo interpretativo de Penélope Cruz y del magisterio de Ben Kingsley (aunque con una mirada resabiada y una voz interior que parece susurrarle continuamente: «fijo, esta tía te va a dejar») y Patricia Clarkson. De parte de Coixet, más bien poco porque ese temblequeo de cámara de la que hacía gala en Mi vida sin mí o La vida secreta de las palabras, desparece en Elegy. Pero, tranquilos, que volverá a mover la cámara con soltura en su anunciada incursión en Japón con la que se presume un Lost in Translation con un toque isabelino...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Joder, Christian, se la tienes jurada.

The Fisher King.