jueves, 18 de diciembre de 2014

«LA VIDA SIN ARMADURA» de Alan Sillitoe: LA SOLEDAD DEL ESCRITOR DE FONDO

Tres de las personalidades que más admiro nacieron en 1928: el escritor Alan Sillitoe, en marzo; el científico James D. Watson, en abril y el cineasta Stanley Kubrick, en julio. Además, todos ellos tienen en común que ocuparon plaza, en alguna o diversas etapas de sus respectivas existencias, en Gran Bretaña y experimentarían el sentimiento de contabilizarse como extranjeros durante las ausencias de sus respectivas localidades o ciudades natales. De este trío de personalidades el único nativo de Gran Bretaña sería Sillitoe, territorio que pisarían los norteamericanos Watson y Kubrick con el fin de poner viento en popa a sus respectivas carreras profesionales. Justo en el periodo —concretamente, 1962— en que este último decidió fijar su residencia en Inglaterra, Sillitoe colocaría el cierre de sus vivencias en su autobiografía editada por primera vez en lengua castellana gracias a la pericia y el tino, una vez más, del sello Impedimenta. Precisamente, la industria cinematográfica de la que formaría parte Kubrick es el “personaje invitado” del relato existencial de Sillitoe en las últimas páginas de La vida sin armadura. Una autobiografía  (publicada en el Reino Unido en 1995), en razón de las adaptaciones a la gran pantalla de Sábado noche, y domingo por la mañana (1958) y La soledad del corredor de fondo (1960) —asimismo ambas editadas por Impedimenta hace pocos años, libradas por dos figuras clave del free cinema, esto es, Karel Reisz y Tony Richardson (otro de los nacidos en 1928). Sillitoe, perteneciente a una familia obrera de un suburbio de Nottingham, sufrió en sus propias carnes las embestidas de la Segunda Guerra Mundial, pasando a considerar en sus primeros estadíos vitales el cine conforme a uno de los principales refugios con el objetivo de ausentarse de esa lacerante realidad. Un refugio solo superado por su fiebre lectora, aquella destinada a abonar el terreno para la siembra de una incesante pulsión por escribir obras en prosa y poesía.
   A través de sus más de trescientas páginas Sillitoe pasa revista en La vida sin armadura a una historia personal que, a las primeras de cambio, parece mostrarse inmisericorde con la realidad de su propio entorno familiar. Así, en la primera página del libro el escritor inglés expresa sobre su progenitor que «Era corto de piernas y megacefálico, y lo cierto es que ni con millones de años y una máquina de escribir habría podido producir un soneto shakespeariano». Una sentencia que podría anticipar el tono a “tumba abierta” de un libro de memorias elaborado a partir de infinidad de notas tomadas desde bien temprano —en este aspecto se asemejaría sobremanera a su colega Vladimir Nabokov, el autor que Kubrick llevaría a sus dominios en aras a adaptar al celuloide la magistral Lolita (1955)—, en que sobrepasa con extraordinario margen el cupo de citas “recomendable” de títulos leídos a todas horas y en numerosos países. No obstante, lo que nos ofrece la presente obra es un relato que rebaja considerablemente las “expectativas” ofrecidas en su primer capítulo, dejando que por momentos su literatura cabalgue a los lomos del puro género de aventuras cuando oficia de radiotelegrafista, a sueldo de la RAF, en el continente asiático durante la Segunda Guerra Mundial, o en su periplo por la península ibérica durante la primera mitad de los años cincuenta. Tampoco escapa un tratamiento propio del drama —sin que la ironía y la socarronería le llegue a abandonar del todo— al calor de los episodios narrados sobre la tuberculosis sufrida, pasaporte a una vida “celestial” o un lastre físico (y psíquico) difícil de sobrellevar salvo si procurara un cambio de aires que le situaría en Mallorca durante varios años. Sóller sería el centro de operaciones balear de Sillitoe desde donde organizaba excursiones —favorecido por el clima Mediterráneo— ya sea a pie, en coche o en bicicleta, medio de transporte que le situaría a las faldas de la residencia de Robert Graves, el autor de Yo Claudio, de quien tomó cumplida nota de sus enseñanzas. Una sapiencia derivada del conocimiento personal que complementaría con un background de lecturas absolutamente descomunal, que apuntaba en distintas direcciones con el propósito que un hipotético eclectismo jugara a favor de su desarrollo y formación en calidad de escritor a la búsqueda de un estilo propio. Solo así Sillitoe entendía el arduo proceso para conquistar una meta. Una meta que parecía inalcanzable pero acabaría abriéndose su particular cielo al cumplir los treinta años habida cuenta de la publicación de Sábado por la noche, y domingo por la mañana y, a renglón seguido, La soledad del corredor de fondo, cuya génesis se reducía a la imagen ofrecida desde una ventana de un hombre que había visto correr. Algunos calibrarán que la treintena es una etapa óptima para debutar en el campo de la escritura de novelas o de relatos cortos, pero desde el prisma de alguien que llevaba una docena de años enviando manuscritos a numerosas editoriales y periódicos con un porcentaje muy elevado de respuestas negativas, la desesperación hubiera podido ser la antesala al abandono de dicha actividad. Sillitoe no cejaría en su empeño, desprovisto de una armadura que equivale, entre otros asuntos, a una posición económica holgada. Más que un colchón, hasta que no llegó el éxito de Saturday Night, Sunday Morning —adaptación cinematográfica incluida—, Sillitoe contaría con una sábana para poder soportar una eventual caída. Un sustento frágil que provenía, en buena medida, de una pensión consignada por el estado británico debido a la tuberculosis sufrida durante su estancia en el sudeste asiático (con un episodio que podría ser una “versión malaya” de Picnic en Hanging Rock de Joan Lindsay, en virtud de la desaparición de seis soldados en una zona elevada por espacio de una semana). Cuando este sustento estuvo a punto de esfumarse, Sillitoe abandonaría el terreno de la precariedad, saliendo a flote merced a ese Sábado noche, domingo por la mañana, relfejo de una realidad que conocía de primera mano con influencias de su admirado D. H. Lawrence y de una relación impresionante de obras literarias que devoraría con idéntica pasión a la que se encomendaría para el ejercicio de la escritura, la única manera que conocía para mitigar un dolor proveniente de las cavernas de su memoria, allí donde la batalla se libraba en su propio hogar. A partir de entonces, su hogar sería el mundo y su patrimonio la literatura universal. 

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