Tres de las personalidades que
más admiro nacieron en 1928: el escritor Alan Sillitoe, en marzo; el científico
James D. Watson, en abril y el cineasta Stanley Kubrick, en julio. Además,
todos ellos tienen en común que ocuparon plaza, en alguna o diversas etapas de
sus respectivas existencias, en Gran Bretaña y experimentarían el sentimiento
de contabilizarse como extranjeros durante las ausencias de sus respectivas
localidades o ciudades natales. De este trío de personalidades el único nativo
de Gran Bretaña sería Sillitoe, territorio que pisarían los norteamericanos Watson
y Kubrick con el fin de poner viento en popa a sus respectivas carreras
profesionales. Justo en el periodo —concretamente, 1962— en que
este último decidió fijar su residencia en Inglaterra, Sillitoe colocaría el
cierre de sus vivencias en su autobiografía editada por primera vez en lengua
castellana gracias a la pericia y el tino, una vez más, del sello Impedimenta.
Precisamente, la industria cinematográfica de la que formaría parte Kubrick es
el “personaje invitado” del relato existencial de Sillitoe en las últimas páginas
de La vida sin armadura. Una autobiografía (publicada en el Reino Unido en 1995), en razón de las adaptaciones a la gran pantalla de Sábado noche, y domingo por la mañana (1958) y La soledad del corredor de fondo (1960) —asimismo ambas editadas por Impedimenta hace pocos años—, libradas por dos figuras
clave del free cinema, esto es, Karel
Reisz y Tony Richardson (otro de los nacidos en 1928). Sillitoe, perteneciente
a una familia obrera de un suburbio de Nottingham, sufrió en sus propias carnes
las embestidas de la Segunda Guerra
Mundial, pasando a considerar en sus primeros estadíos vitales el cine conforme
a uno de los principales refugios con el objetivo de ausentarse de esa
lacerante realidad. Un refugio solo superado por su fiebre lectora, aquella
destinada a abonar el terreno para la siembra de una incesante pulsión por
escribir obras en prosa y poesía.
A través
de sus más de trescientas páginas Sillitoe pasa revista en La vida sin armadura a una historia personal que, a las primeras de
cambio, parece mostrarse inmisericorde con la realidad de su propio entorno
familiar. Así, en la primera página del libro el escritor inglés expresa sobre
su progenitor que «Era corto de piernas y megacefálico, y lo
cierto es que ni con millones de años y una máquina de escribir habría podido
producir un soneto shakespeariano». Una sentencia
que podría anticipar el tono a “tumba abierta” de un libro de memorias
elaborado a partir de infinidad de notas tomadas desde bien temprano —en este
aspecto se asemejaría sobremanera a su colega Vladimir Nabokov, el autor que
Kubrick llevaría a sus dominios en aras a adaptar al celuloide la magistral Lolita (1955)—, en
que sobrepasa con extraordinario margen el cupo de citas “recomendable” de títulos leídos a
todas horas y en numerosos países. No obstante, lo que nos ofrece la presente
obra es un relato que rebaja considerablemente las “expectativas” ofrecidas en
su primer capítulo, dejando que por momentos su literatura cabalgue a los lomos
del puro género de aventuras cuando oficia de radiotelegrafista, a sueldo de la RAF , en el continente asiático
durante la Segunda Guerra
Mundial, o en su periplo por la península ibérica durante la primera mitad de
los años cincuenta. Tampoco escapa un tratamiento propio del drama —sin que
la ironía y la socarronería le llegue a abandonar del todo— al
calor de los episodios narrados sobre la tuberculosis sufrida, pasaporte a una
vida “celestial” o un lastre físico (y psíquico) difícil de sobrellevar salvo
si procurara un cambio de aires que le situaría en Mallorca durante varios años. Sóller sería el centro
de operaciones balear de Sillitoe desde donde organizaba excursiones —favorecido
por el clima Mediterráneo— ya sea a pie, en coche o en bicicleta,
medio de transporte que le situaría a las faldas de la residencia de Robert
Graves, el autor de Yo Claudio, de quien tomó cumplida nota de sus
enseñanzas. Una sapiencia derivada del conocimiento personal que complementaría con un background de lecturas absolutamente
descomunal, que apuntaba en distintas direcciones con el propósito que un hipotético
eclectismo jugara a favor de su desarrollo y formación en calidad de escritor a la búsqueda de un estilo propio. Solo así
Sillitoe entendía el arduo proceso para conquistar una meta. Una meta que parecía
inalcanzable pero acabaría abriéndose su particular cielo al cumplir los treinta años habida cuenta de la publicación
de Sábado por la noche, y domingo por la
mañana y, a renglón seguido, La
soledad del corredor de fondo, cuya génesis se reducía a la imagen ofrecida desde una ventana de un
hombre que había visto correr. Algunos calibrarán que la
treintena es una etapa óptima para debutar en el campo de la escritura de
novelas o de relatos cortos, pero desde el prisma de alguien que llevaba una
docena de años enviando manuscritos a numerosas editoriales y periódicos con un porcentaje muy elevado de respuestas negativas, la
desesperación hubiera podido ser la antesala al abandono de dicha actividad. Sillitoe
no cejaría en su empeño, desprovisto de una armadura que equivale, entre otros
asuntos, a una posición económica holgada. Más que un colchón, hasta que no
llegó el éxito de Saturday Night, Sunday
Morning —adaptación cinematográfica incluida—,
Sillitoe contaría con una sábana para poder soportar una eventual caída. Un
sustento frágil que provenía, en buena medida, de una pensión consignada por el
estado británico debido a la tuberculosis sufrida durante su estancia en el sudeste asiático
(con un episodio que podría ser una “versión malaya” de Picnic en Hanging Rock de Joan Lindsay, en virtud de la desaparición
de seis soldados en una zona elevada por espacio de una semana). Cuando este
sustento estuvo a punto de esfumarse, Sillitoe abandonaría el terreno de la
precariedad, saliendo a flote merced a ese Sábado
noche, domingo por la mañana, relfejo de una realidad que conocía de
primera mano con influencias de su admirado D. H. Lawrence y de una relación impresionante
de obras literarias que devoraría con idéntica pasión a la que se encomendaría para el ejercicio de la escritura, la única manera que conocía para mitigar un
dolor proveniente de las cavernas de su
memoria, allí donde la batalla se libraba en su propio hogar. A partir de
entonces, su hogar sería el mundo y
su patrimonio la literatura
universal.
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