sábado, 28 de noviembre de 2009

GEORGES DELERUE (1925-1992): REY DE CORAZONES


Para aquellos que no son oriundos de Francia, la ciudad de Roubaix se asocia, en líneas generales, al destino final de la clásica ciclista que preside el calendario de la UCI por lo que compete a las pruebas de un solo día. De la extrema dureza de la París-Roubaix se han echo eco los cronistas deportivos a lo largo de más de un siglo, con las excepciones de sus anulaciones debido a periodos bélicos que comprometieron, en mayor o menor medida, a la población gala. Pero en función del impresionante legado musical que nos ha dejado, Roubaix debería ser asimismo recordada por haber alumbrado a uno de sus hijos pródigo/prodigio: Georges Delerue (1925-1992). El año que Felix Sellier conquistaba esta «clásica entre las clásicas» —competición con una larga tradición de campeones con pasaporte belga—, nacía Georges Delerue para dicha de la composición para cine, sin menoscabo de sus aportaciones como concertista de piano, artífice de óperas y obras de ballet. Es impensable amar el cine de François Truffaut y no hacerlo de la música del compositor galo con quien tantas veces colaboró. Merced al ir familiarizándome con la obra cinematográfica —al menos una mitad; la otra quedaría en suspenso como consecuencia de una prematura muerte— del ex redactor de Cahiers du cinéma, a la par alimenté un interés creciente por la música de Delerue, a quien empezaba a situar en el «olimpo» de mis músicos «clásicos» de cine predilectos, esto es, Jerry Goldsmith, Elmer Bernstein, John Barry, Alex North, Bernard Herrmann y John Williams.
Ahora que se cumplen cincuenta años desde que escribiera la partitura de Le jeux de l’amour (1959), su primer trabajo oficial para un largometraje de ficción —en el audiovisual su campo de pruebas había sido el corto con una producción asombrosa que ni tan siquiera las enciclopedias más fiables se atreven a estimar un número determinado—, Georges Delerue parece haber entrado en el túnel del olvido. Perder el rastro de un compositor de la talla de Delerue es tanto como cubrir con un manto el sentido de la inocencia que inundó con su poesía musical infinidad de producciones desde los años sesenta hasta principios de los noventa. Por aquel entonces, Delerue estaba enfrascado en su nuevo encargo profesional, Los rebeldes del swing (1992), pero su diminuto cuerpo no soportó aquella presión asfixiante, un ritmo acelerado al dictado de las exigencias contractuales con Hollywood que le iban minando la salud al punto que fallecería a los sesenta y siete años, víctima de un ataque al corazón. Toda una ironía del destino para quien nos ha llegado con su música hasta el fondo de nuestros corazones. Incapaz de brindar una mala banda sonora —al menos, las que conozco, que no son pocas para complacencia de mis oídos—, el pequeño gran músico de Roubaix quedaría, empero, tocado anímicamente cuando François Truffaut prefirió contar con Bernard Herrmann para dar cobertura musical a Fahrenheit 451 (1966). La desazón se apoderaría de Delerue en esta etapa de impasse en su relación profesional, que también de amistad, para con el cineasta parisino. Pero persuadido por productores y directores que lo solicitaban desde distintos frentes geográficos, Delerue no cejaría en su empeñó por volver una y otra vez sobre un estilo característico, que arrastraba una clara influencia del barroco y de la música postromántica. En cierto sentido, las composiciones para los films de Truffaut habían marcado un patrón de conducta del que nunca quiso o supo desprenderse. De ahí que su ego no fuera lo suficientemente grande como para rechazar la invitación de Truffaut a seguir colaborando a partir de Una chica tan decente como yo (1971). Hasta el final de sus días Delerue no abandonaría a su querido amigo, completando una serie magnífica de títulos en común que, por regla general, han tenido un peso importante en los discos recopilatorios consagrados al menudo compositor. Entre éstos destaca los tres volúmenes de la «London Sessions», de audición obligada para aquellos que saben saborear la música de cine fuera de la gran pantalla. Delerue está especialmente indicado para este ejercicio melómano porque cada una de las notas de esta soberana trilogía golpea en mi interior, a modo de un eco lejano que me procura un caudal de sentimientos. Emociones parejas a las que me siguen acompañando al regresar sobre la partitura de A las nueve, cada noche (1967) —una de mis favoritas dentro de la vasta obra del francés—, cuyo fraseo musical es la pura descripción de un universo infantil que camina de la mano de una inocencia que parece eterna. Un ejemplo, de los muchos que podría detallar en torno al músico que supo rayar a gran altura, incluso en su aventura norteamericana con enmienda a la continuidad en el tramo final de su actividad profesional y que puso el broche de oro para el que debería ser distinguido con un master en excelencia musical. Gracias Georges; tú música siempre me acompañará por los zizagueantes caminos de la vida, algunos de cuyos tramos el pavimento puede ser similar al que lleva a coronar la mítica París-Roubaix.

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