miércoles, 18 de noviembre de 2009

«ESTACIONES LUNARES» EN EL PLANETA TIERRA

Al margen de nuestra huella genética, cada uno de nosotros somos el resultado de un cúmulo de experiencias de toda índole. Experiencias algunas de las cuales hubiéramos calibrado ajenos a la realidad que nos circunda y, por tanto, sujetas a permanecer fuera de nuestro alcance o, cuanto menos, a ser observadas desde una prudencial distancia. Pero la madurez te lleva, a menudo, a vencer ciertas reticencias. Ese fue el caso de mi decisión a aceptar la invitación de Manel Quinto, redactor de cine de La Vanguardia, para hacer la presentación de Mystic River (2003) en la cárcel dels Lladoners. Una prisión de nuevo cuño situada en las cercanías de Sant Joan de Vilatorrada, en la Catalunya Central. Al ser una persona difícilmente impresionable, además de estar bregado en el subgénero carcelario –la última producción vista ha sido Celda 211 (2009), de la que casi nadie habla en términos de un calco de la presmisa argumental de la magistral cinta digirida por John Frankenheimer Contra el muro (1994)– todo lo que comportaría mi entrada en el recinto penitenciario sito en la comarca del Bages no alteró en demasía mis biorritmos. Quizá esa templanza se viera beneficiada porque la sordidez, lo decadente o lo insalubre son términos que no se correspondían con aquel lugar de factura nueva, diríase inclusive modélico al asumir que dentro del mismo habitan personas cada uno con sus respectivas condenas. Según me comentó uno de los funcionarios, muchos de ellos no gozan de régimen abierto; su vida, por tanto, transcurre en prisión cada uno de los días del año hasta cumplir la condena impuesta. Acompañado de un educador, entramos Manel y un servidor toda vez que se estaba proyectando el film dirigido por Clint Eastwood sobre una gran pantalla en un recinto habilitado como sala de proyección. La larga duración de la cinta permitía saltarse el protocolo y dejar para la conclusión de Mystic River una charla con los presos que asistían a la proyección en un número que giraría en torno a la treintena. Me senté en uno de los laterales de la sala y me volví a seducir por ese savoir faire a la hora de filmar unas historias en las que generalmente se plantea un debate o dilema moral. Hubo idas y venidas a lo largo de la proyección, pero el respeto dominaría aquella sesión de cine en horario de sobremesa. Al cabo de hora y media, estaba frente a ellos con la intención de intercambiar algunos pareceres sobre la producción que acabábamos de ver. Para romper el hielo, direccioné de inmediato lo que considero el «núcleo duro», a nivel temático de lo que nos habla el film, esto es, cómo influyen las experiencias adquiridas en las fases de la infancia y de la adolescencia en nuestros comportamientos futuros. Entonces, el silencio sonó como un eco en la sala y las miradas de cada uno de ellos parecían asentir esa verdad tantas veces incómoda porque indefectiblemente nos conduce hacia el fondo del pozo de los recuerdos. Pozos de una negrura sin límites en algunos de ellos verbigracia de una infancia arrebatada, de un abandono emocional que arraigaría con fuerza o de un entorno familiar viciado por la marginación social. Caldos de cultivo para que, al cumplir la mayoría de edad sino antes, sus vidas hicieran un giro al infierno de las drogas, al de la delincuencia y, en algunos casos, al del homicidio. Dialogamos un buen rato y alguno extrajo conclusiones sobre el film a partir de verse reflejado en pantalla en comportamientos puntuales de los protagonistas («la gente dice la verdad cuando está borracha» repitió en dos ocasiones) de la función. Al cabo de un tiempo, el educador, situado a mi derecha, hizo un ademán para poner el cierre a aquella jornada dedicada al cine como una actividad complementaria para su formación, al tiempo que les servía de distracción. Con sus aplausos sin excepción agradecieron el gesto de haber compartido, ni que tan sólo fuera durante unos minutos, las impresiones sobre una producción que les(nos) había tocado la fibra. Les di la mano a aquellos que se me acercaron para redundar en su agradecimiento. Les desee suerte. Acto seguido, al ir traspasando diversos controles me di cuenta del aislamiento de aquel recinto. Parecía haber visitado una estación lunar, sin rastro de vegetación, vallas altas orladas en su parte alta por una espiral de alambres; un espacio, en definitiva, dominado por un entorno carente de vida. Cuando estás en un recinto penitenciario, al menos desde mi experiencia, entiendes que la reinserción para aquellos que cumplen condenas contabilizadas en años es una entelequia... el tránsito de ese aislamiento atroz (doble, si evaluamos lo que supone dormir en una celda de escasos metros cuadrados) hacia la vida civil, con el bullicio habitual que genera una ciudad media o grande, es un contraste demasiado grande. Entiendo que los psicólogos adscritos a las prisiones aconsejen a todos aquellos que salgan en libertad después de largos periodos confinados en prisión que hagan su «aclimatación» en núcleos de población pequeños. Solo de esta forma, calibro, la recuperación a nivel psicológico puede producirse.

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