Haciendo un ejercicio de prospección de futuro no creo desmesurado pensar en el siguiente escenario: un grupo de amigos de mediana edad se reunen en casa de uno de éstos por algún espúreo motivo, bien sea para conmemorar una efemérides o por la sencilla razón de forzar un encuentro que había quedado largamente aplazado. Quien actúa de cicerone, un auténtico technophile, exhibe su nueva adquisición para regocijo de una colección de esnobs dispuestos a dejarse seducir por cualquier objeto imantado de modernidad que, según ellos, hacen nuestras-vidas-más-confortables. El Kindle de nueva generación, esgrime un ufano cicerone, puede almacenar algo parecido en volumen a doce mil libros con una media de trescientas páginas. Además, su conexión vía telefónica 5G permite descargas —previo pago con tarjeta— de un libro seleccionado en apenas décimas de segundos. Como por arte de magia, nuestro hombre procede a una demostración in vivo tras atender a la sugerencia de uno de los amigos sobre su deseo de leer lo nuevo de un escritor que se ha encaramado en lo más alto de la lista de bestsellers. Éste último ha dejado de ser el artífice de diversos worstsellers en su primeriza etapa profesional consagrado a ver sus publicaciones editadas en papel, a desenvolverse entre la créme de la créme de los e-escritores.
Hace un par de semanas, Jorge Herralde, fundador del sello Anagrama, visitaba el plató d’ Els matins, el programa de TV3, con motivo de la celebración del 40 aniversario del nacimiento de esta magnífica editorial. A preguntas del conductor y director del programa Josep Cuní sobre el futuro del libro electrónico, Herralde mostraba su escepticismo por cuanto representa un sucedáneo del libro publicado en papel. El sabio editor iba más allá al evaluar que el potencial lector, ante la disyuntiva de escoger entre el original y la copia/sucedáneo, se decantaría por lo primero. Pero claro está que Herralde se refería al «lector». Hay mucha gente que le agrada escribir, pero una infinitésima parte de éstos pasan a ser escritores con todo lo que ello conlleva —una voluntad y una metodología de trabajo a veces espartana, entre otros asuntos—. De la misma forma, existe un elevadísimo porcentaje de la población que lee, aunque tan sólo una parte ínfima sea la que puede considerarse lectora. De entre esta reducida nómina dudo que los e-books tengan futuro alguno simplemente porque ese acto ritual que comporta la lectura se rompe, se canibaliza en aras a convertirnos una vez más en esclavos de las pantallas para desarrollar cualquier ejercicio intelectual. Sin embargo, los departamentos de desarrollo tecnológico de las grandes corporaciones editoriales trabajan sus estimaciones al medio o largo plazo sobre la base de que las nuevas generaciones nacen con un portátil bajo el brazo; así lo dispone el plan de estudios de escuelas, institutos y academias que van arrinconado los libros de texto en papel. El primer paso para que esas lecturas obligatorias de obras universales se sirvan, a unos años vista, en formato electrónico en una terminal estilo Kindle que hoy en día los technophiles empieza a hacer las primeras catas. Éstos han tomado la delantera en el diseño del interior de las casas del futuro, donde las paredes permanecen desnudas de libros o con algún que otro artificio decorativo —bloques de libros que sirven de mero atrezzo ya que en su interior se llena el vacío (una idea extraída de El liquidador de Atom Egoyan que ya en su tiempo me pareció algo más que una excentricidad: una realidad tangible)—, mientras que sobre el tocador del dormitorio o en una mesilla anexa al cuadro de mandos a distancia ese Kindle deposita en su memoria el equivalente al contenidos que ofrece una biblioteca de barrio. Ante esta alternativa, se preguntarán algunos, para qué malgastar el tiempo tejiendo una red de conocimiento con ediciones encuadernadas y cosidas en hilo; mejor plegarse a la practicidad y empezar a enterrar arcaicos modos y costumbres como desplazarse a una librería para perderse en un sinfín de nombres propios y títulos que disfrazan la realidad con sus alegóricos títulos. Pero para un servidor hay cosas irreemplazables, más allá del tacto que ofrece la textura del papel de un libro u otras consideraciones de índole fetichista: contribuir a sellar el compromiso de felicidad en una mañana de verano en compañía de una novela que se va degustando a cada página vencida bajo la sombra protectora que ofrece un árbol, o depositar en el regazo de un sillón un libro que aguardará la continuidad de su lectura al siguiente atardecer. Esos son algunos de los pequeños e infinitos placeres que ofrece la vida y que dudo mucho que los e-books puedan llegar a reemplazarlos, al menos, desde la humilde perspectiva de un lector... con minúsculas.
Hace un par de semanas, Jorge Herralde, fundador del sello Anagrama, visitaba el plató d’ Els matins, el programa de TV3, con motivo de la celebración del 40 aniversario del nacimiento de esta magnífica editorial. A preguntas del conductor y director del programa Josep Cuní sobre el futuro del libro electrónico, Herralde mostraba su escepticismo por cuanto representa un sucedáneo del libro publicado en papel. El sabio editor iba más allá al evaluar que el potencial lector, ante la disyuntiva de escoger entre el original y la copia/sucedáneo, se decantaría por lo primero. Pero claro está que Herralde se refería al «lector». Hay mucha gente que le agrada escribir, pero una infinitésima parte de éstos pasan a ser escritores con todo lo que ello conlleva —una voluntad y una metodología de trabajo a veces espartana, entre otros asuntos—. De la misma forma, existe un elevadísimo porcentaje de la población que lee, aunque tan sólo una parte ínfima sea la que puede considerarse lectora. De entre esta reducida nómina dudo que los e-books tengan futuro alguno simplemente porque ese acto ritual que comporta la lectura se rompe, se canibaliza en aras a convertirnos una vez más en esclavos de las pantallas para desarrollar cualquier ejercicio intelectual. Sin embargo, los departamentos de desarrollo tecnológico de las grandes corporaciones editoriales trabajan sus estimaciones al medio o largo plazo sobre la base de que las nuevas generaciones nacen con un portátil bajo el brazo; así lo dispone el plan de estudios de escuelas, institutos y academias que van arrinconado los libros de texto en papel. El primer paso para que esas lecturas obligatorias de obras universales se sirvan, a unos años vista, en formato electrónico en una terminal estilo Kindle que hoy en día los technophiles empieza a hacer las primeras catas. Éstos han tomado la delantera en el diseño del interior de las casas del futuro, donde las paredes permanecen desnudas de libros o con algún que otro artificio decorativo —bloques de libros que sirven de mero atrezzo ya que en su interior se llena el vacío (una idea extraída de El liquidador de Atom Egoyan que ya en su tiempo me pareció algo más que una excentricidad: una realidad tangible)—, mientras que sobre el tocador del dormitorio o en una mesilla anexa al cuadro de mandos a distancia ese Kindle deposita en su memoria el equivalente al contenidos que ofrece una biblioteca de barrio. Ante esta alternativa, se preguntarán algunos, para qué malgastar el tiempo tejiendo una red de conocimiento con ediciones encuadernadas y cosidas en hilo; mejor plegarse a la practicidad y empezar a enterrar arcaicos modos y costumbres como desplazarse a una librería para perderse en un sinfín de nombres propios y títulos que disfrazan la realidad con sus alegóricos títulos. Pero para un servidor hay cosas irreemplazables, más allá del tacto que ofrece la textura del papel de un libro u otras consideraciones de índole fetichista: contribuir a sellar el compromiso de felicidad en una mañana de verano en compañía de una novela que se va degustando a cada página vencida bajo la sombra protectora que ofrece un árbol, o depositar en el regazo de un sillón un libro que aguardará la continuidad de su lectura al siguiente atardecer. Esos son algunos de los pequeños e infinitos placeres que ofrece la vida y que dudo mucho que los e-books puedan llegar a reemplazarlos, al menos, desde la humilde perspectiva de un lector... con minúsculas.
4 comentarios:
Desgraciadamente no somos nosotros quienes "elegimos", sino que son los fabricantes los que nos dicen los que tenemos que comprar.
El día que únicamente podamos adquirir un libro o cómic de modo electrónico, por mucho que nos guste más el olor del papel... ¿qué hacemos? Ya ocurrió en el VHS/Beta... el mejor sistema era el Beta pero...
Otro ejemplo está en la telefonía mal llamada móvil... yo sólo quiero un teléfono para realizar llamadas, pero no, todos llevan incorporado MSM, MMS, MP3, radio, cámara de fotos, conexión a internet, reproductor DVD,... en fin que acabas pagando por una serie de "servicios" que ni usas.
Mi conclusión es que somos una sociedad manipulada... ¿o no?
si desde tiempos inmemoriales hubiesen pensado como tu, se escribiria con un cincel en una piedra . ¿ sabes lo que se dijo de la primera pluma estilografica o del primer boligrafo o de la primera maquina de escribir del primer ordenador ¿ PUES ESO
Al final todo va a depender de nuestra educación, de nuestras costumbres, de nuestras manías... Por ejemplo, yo soy de los Lps, con sus carpetas, sus caras A y B... Ahora asumes el mp3, pero "falta algo". Cuéntaselo a los que solo saben bajar y almacenar...
Christian, acabas de tocar un tema que me toca de lleno por mi profesión. Soy técnico de la multinacional Océ Technologies, lider en impresoras de alto y muy alto volumen. También era un adicto a la tecnología, hasta que decidir romper esa esclavitud snob. Lo siento por los que crean que el papel va a morir, pero están muy, muy equivocados. Baja su consumo para pequeñas aplicaciones, pero hay una realidad tangible y es que un libro no cansa la vista, no hay que cargar su batería, si se cae al suelo no pasa nada, es fácil de usar, no se cuelga, no hay que actualizar su software, no depende de coberturas,....por no decir que el lector de "verdad", prefiere tener su estantería llena de libros físicos. El olor, el tacto, la tipografía, los encuadernados...son muchas cosas.
Es como la afición a la música. Nada como el disco original, por calidad de sonido, portadas, libretos, etc...
He tenido en mis manos un Papyre y vale, no emite luz y en teoría no cansa la vista, pero....va a ser que no.
Hasta para leer revistas técnicas, a las que soy muy aficionado, prefiero el papel.
Tengo los primeros números de algunas revistas muy raras, lo mismo con algún libro o disco; si todo fuera archivo digital ¿en que quedaría todo esto?
Y que no me venga nadie con eso del progreso, porque yo llevo mas de 20 años en el sector tecnológico y aquí hay muchas, muchas tonterías innecesarias. El objeto final de todo esto es siempre el mismo: sacarte los cuartos rápidamente y si es con un contrato de suscripción, mejor.
La tecnología debe facilitarte la vida, no complicarla.
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