sábado, 12 de septiembre de 2009

CUANDO EL DESTINO NOS ALCANCE

Contraviniendo, en parte, lo que parece de dominio público a la hora de enjuiciar la labor llevada a cabo por Jules Verne (1828-1905), al leer este verano La isla misteriosa (1874) me he dado cuenta de dos cuestiones: en primer lugar, que es mucho mejor escritor de lo que se suele oír o leer en ciertos círculos culturales; y por otra parte, su carácter visionario tiene que ser relativizado por cuanto sus predicciones dispararon en muchas direcciones pero, ni de lejos, hizo el pleno absoluto. Eso sí, Verne era un hombre con un vasto conocimiento en materia científica, capaz de absorver infinidad de conceptos, de teorías que se las apropiaba con tal de dar empaque a sus propuestas literarias. Sin ir más lejos, La isla misteriosa rebosa por todos sus poros la influencia de El origen de las especies (1859), que Charles Darwin (1809-1882) había publicado pocos años antes que el escritor francés acometiera una de sus obra magnas que, en sus páginas finales, otorga protagonismo a una de sus criaturas literarias por excelencia: el capitán Nemo.
Sin tener esa corresponsabilidad directa del artilugio que arriba a las costas de la Isla Misteriosa, esto es, el Nautilus —a modo de prototipo de lo que vendría a ser con el discurrir de los años el submarino—, el capitán Nemo se asemeja, en espíritu, a todos aquellos que hacen de la lucha en pro del planeta tierra la máxima aspiración de sus vidas. El visionario Verne resplandece cuando habla a través de Nemo, quien crea su propio mundo en silencio, ajeno a la dinámica devastadora de la especie humana, dispuesta a esquilmar el patrimonio ecológico que anida en el fondo marino.
La misantropía del capitán Nemo no nos debe hacer perder de vista ese combate que mantiene a diario por la preservación de un equilibrio ecológico permanentemente amenazado por el hombre. El paso del tiempo ha querido que, si bien Verne erró en su predicción sobre el efecto del cambio climático en su fábula literaria por cuanto vaticinaba que el fin de los tiempos podría llegar como consecuencia de la bajada de las temperaturas, no es menos cierto que a través de Nemo podemos encontrar la huella de un defensor del patrimonio marino como el oceanógrafo Jacques Yves Costeau (1910-1997). A partir de la serie divulgativa divulgativa Costeau —con una extraordinaria música, por cierto, del injustamente olvidado John Scott— muchos fueron los que quedaron anclados en esa realidad, y han acabado sirviendo a la causa del ecologismo activo, aquel que les ha llevado por distintos confines del planeta tierra con la intención de levantar acta del daño que el hombre está inflingiendo a un territorio que ha colonizado desde hace centenares de miles de años. Pero, cada vez que conocemos datos sobre el progresivo deterioro de nuestra biodiversidad por parte de asociaciones como Greenpeace, la actitud de buena parte de los habitantes del planeta tierra es la de hacer caso omiso a esos mensajes apocalípticos con logotipos de color verde, llevándose un pensamiento que habla del egoísmo inherente a la condición humana: «qué narices, si el planeta se va al carajo que lo haga dentro de cuarenta o cincuenta años. Luego que me va a importar». Frente a esa pared de egoísmo es donde se estrellan las opciones de que ese planeta llamado tierra sea habitable a cien años vista en cada una de las regiones que lo son hoy en día. Al reducirse el espacio habitable por efectos del cambio climático –subir dos grados de temperatura media, en el mejor de los casos, es un dato absolutamente letal porque provoca el deshielo de los cascos polares, y por tanto, ciertas zonas costeras queden anegadas— y con un crecimiento demográfico que avanza de forma aritmética, la solución de urgencia será convertir espacios hasta la fecha prohibitivos para el asentamiento del hombre en habitables. Descartada la entelequia de pensar que Marte puede servir para dar cabida a colonias humanas, países con amplias extensiones de terreno (medidas en miles de kilómetros) despobladas podrían acoger a los parias de otras latitudes que deberían aclimatarse en tiempo récord a condiciones extremas de temperatura. Pero esta solución no dejará al margen que aquellos territorios —léase ciudades con un gran flujo de inmigración— muy poblados acaben siendo superpoblados, haciendo bueno el pronóstico de Harry Harrison, ese visionario al que se le sigue negando el pan y la sal. Entonces, se podrá escuchar en cada esquina de las grandes urbes, ante la llegada de nuevos contingentes de inmigrantes que buscan asilo ecológico aquella frase en exclamativa: ¡Hagan sitio, hagan sitio!, el título con el que se tradujo ¡Make Room, Make Room!, la novela de Harrison que dio pie a una adaptación cinematográfica interpretada por Charlton Heston. En otra traducción libre, se pasaría del original Soylent Green –en referencia a las galletas verdes que se reparten entre la población, a la manera de concentrados que cubran las necesidades energéticas de los maltrechos organismos de la raza humana al borde del colapso– a la traducción al castellano de Cuando el destino nos alcance... un título que cuadra a la perfección sobre la realidad que nos sobreviene si no empezamos a cambiar discursos y colocar la lupa donde realmente importa. Hablar de la defensa del territorio como valor supremo de identidad nacional(ista) cuando lo que está en juego es la Tierra con mayúsculas, podría ser uno de los primeros ejercicios para reconducir la situación de un planeta que ha enviado demasiados mensajes de SOS para que dudemos de su credibilidad.

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