La coincidencia en el tiempo de la noticia del fallecimiento de Vincenç Ferrer y la del asesinato de un miembro de la policía nacional española, Eduardo Puelles García, a manos de ETA nos coloca nuevamente sobre la extraordinaria paradoja que acompaña la naturaleza del ser (in)humano. Sendas noticias han encabezado, una a continuación de la otra, los telediarios, dando constancia de ese contraste existente entre alguien cuya finalidad ha sido ayudar al más desvalido, acuciado por la hambruna —Ferrer— y otros que procuran inflingir el dolor ajeno envalentonados merced a su lucha sin cuartel para imponer su visión autoritaria sobre el País Vasco, cuál régimen nazi que decide, a su libre albedrío, eliminar a los que marcan en la diana como los «enemigos» del pueblo. No sé si esa concatenación de imágenes moverá a alguien de la izquierda abertzale que ha prestado su apoyo en las urnas a las tesis de ETA-Batasuna (sea en Europa o hasta hace poco en las autonómicas o las generales) a reflexionar sobre qué sentido tiene haber decidido sesgar la vida de una persona en uno de los actos de puro encarnizamiento —un cuerpo consciente de la «trampa» que le han tendido, prendido en llamas y que acaba carbonizado— mientras a miles de kilómetros toda una región de la India se moviliza para agradecer la actitud filantrópica, cargada de bondad, del ex jesuita Vicenç Ferrer, sostenida a lo largo de cuarenta años. Si no es así y se mantienen intactos los apoyos de la izquierda abertzale, se evidenciará que más bien se trata de seres con apariencia humana pero que, en realidad, actúan en su quehacer diario bajo estímulos que escapan a tal condición, movidos por un fanatismo y un sentido de lo anacrónico que decapita cualquier capacidad de que sepan discernir entre la bondad y la maldad. En esta postura de negar la evidencia, los abertzales radicales encuentran o se ven favorecidos por un manto de silencio que impide a las personas de bien expresarse con total libertad, advertidos que alguien en esa panadería o en la escuela puede escuchar la conversación y acabar formando parte de una «lista negra» que los informadores de ETA pasarán a sus mandos superiores. En ese círculo vicioso ETA y su entorno se sienten cómodos. En esa pecera que contiene el agua y los nutrientes suficientes —en forma de cerca de doscientos mil simpatizantes— para que las pirañas de ETA sigan devorando a todo bicho viviente, se ha instaurado el modus vivendi de la organización criminal con el propósito de resistir ad infinitum. Vaciar el agua y dejar el nivel de nutrientes en la mínima expresión provocaría per se la aniquilación de las pirañas. Pero esa agua contaminada de odio parece moverse por niveles similares en los últimos lustros, con alguna que otra fuga en forma de propuestas como Aralar. Esa tesis sostenida y defendida de que únicamente el fin de ETA puede darse si esa pecera se seca puede resultar un proceso largo y costoso en vidas porque sencillamente varias generaciones de abertzales radicales parecen inmutarse ante cualquier tipo de noticia —esa es, al menos, mi presunción: ojalá me equivocara— porque, como si fueran escamas, se han desprendido de los valores humanistas. Cabría preguntarse si la solución no pasa por acabar con las pirañas, sacándolos de sus escondites y poniéndolos frente a la justicia por sus actos delicitivos y/o criminales. Las condiciones parecen más propicias que nunca: una ertxaintxa que dejará de mirar para otro lado porque sus mandos gubernamentales no adoptan, en ciertas ocasiones, una actitud condescendiente, cuando no paternalista; una comunidad de presos de ETA cada vez más resignados a su suerte y desengañados, y el compromiso de la Francia de Nicolas Sarkozy por dejar de ser el «santuario» de la organización terrorista. A todo ello cabe pensar que, como apuntaba en un anterior post, el odio a lo español no será una de las asignaturas troncales del programa educativo y, por tanto, el número de aspirantes a ocupar plaza en ETA, previo adiestramiento en la kaleborroka, indefectiblemente bajará hasta niveles inimaginables en relación a los años de plena ebullición de sus comandos y taldes, allá por los años de la transición democrática en sus distintas fases. En este escenario de futuro, quizás resulte más certero decir que ese mar que observamos a vista de pájaro del país vasco está muerto, sin peces que se muevan en su interior.
3 comentarios:
No tiene importancia, pero me ha llamado la atención un par de cosas: el uso del nombre de Vincenç y el añadido de "española" a la policia nacional. En el primer caso, he visto que hasta la Fundación que lleva su nombre se llama (y lo llama) Vicente. En el segundo, que yo sepa, el cuerpo policial al que pertenecía el inspector asesinado es, a secas, Policia Nacional. El resto tiene sus propios nombre y no parece que pueda haber confusión.
Hola Tomás:
Si, es cierto, lo de "española" es una redundancia. Respecto al nombre del ex jesuíta creo que es indistinto referirse a él como Vicenç o Vicente Ferrer. Lo que sea con uno u otro nombre no hay que olvidarse de su grandeza.
saludos y gracias por tus acotaciones, siembre bien recibidas,
Christian
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