A pocos días de celebrarse el primer aniversario de la liberación de Ingrid Betancourt y otros trece cautivos por las FARC durante años, tuve ocasión de ver un documental emitido por el canal autonómico TV3 dentro del espléndido programa 30 minuts. La confusión que envolvió a la liberación de la ex dirigente política francocolombiana –la «joya de la corona» para la organización terrorista FARC– parecía irremisiblemente condenado a quedar en el cajón de los X-Files de las «maniobras orquestales en la oscuridad» que se cobran a diario en el cono sur de América, en esa capa de realidades que ocultan espúreos intereses del poder militar, político, financiero, social y/o eclesiástico. Pero el gobierno colombiano se había guardado un as en la manga en forma de brindar testimonio directo de la «Operación Jaque Mate», pero que también hubiera podido llamarse «operación guante blanco» porque todo salió a pedir de boca, sin derramar una sola gota de sangre. Un golpe magistral que parece tan sólo patrimonio de los países occidentales situados en el hemisferio norte, en virtud de una tradición que no rehuye sino más bien tiende a mimetizar prácticas vistas en la pequeña y la gran pantalla. La historia narrada en el programa 30 minuts no tiene desperdicio, de principio a fin. El documental recorre desde las semanas previas al Día «D» –el 8 de julio de 2008— en las que el Ministro de Defensa colombiano Juan Manuel Santos coordina las fases preliminares de la «Operación Jaque Mate» hasta las consecuencias inmediatas de una liberación que dejaría noqueado al FARC. El ardid de los servicios de inteligencia del país sudamericano consistía en montar un operativo para que las FARC creyera que, por unas horas, Betancourt y sus compañeros cautivos en un número total de once pasaban a resguardo de una ONG durante un cambio de ubicación temporal. Al haberse infiltrado personal del ejército colombiano –una ósmosis a la que están sujetos todos los grupos terroristas o de similar jaez–, en las FARC algunos de sus mandos parecían tener el convencimiento que el gobierno venezolano de Hugo Chávez había ejercido de intermediario, garantizando que el cambio de emplazamiento de los cautivos no comportaría peligro alguno. La puesta en escena del operativo no descuidaba detalle hasta el extremo que los presuntos cooperantes de la ONG habían realizado cursos de interpretación para representar sus respectivos papeles. Meses antes, la liberación de la compañera y amiga de Betancourt, Clara Rojas, por mediación de una ONG (esta verdadera) marcaría las pautas para reproducir ciertos comportamientos. Mientras, a ras de hierba la cámara del reportero oscilaba lo adecuado y el estadounidense que formaba parte de la delegación barnizaba su origen para no levantar sospechas con un acento propio de un aussie o de un irlandés, el General Montonya se encomendaba a la Patrona de Bogotá y otras santas desde su avioneta que sobrevolaba la zona de Guaviare, situado en la parte oriental de Colombia. Los siete minutos pautados para que la operación se saldara con éxito dejaron un espacio de incertidumbre de un cuarto de hora adicional. En ese periodo «Gafas» y «César», los dos mandos encargados de la vigilancia del grupo, supuestamente habían picado el anzuelo y se habían dejado convencer para subirse al helicóptero blanco que lucía un anagrama de una ONG inexistente que, para rizar el rizo, se había creado una página web a tal efecto. Con ellos iban Betancourt y el resto de los cautivos. Un vuelo hacia la libertad que para «César» y «Gafas» sería, por contra, la tumba de sus veleidades seurevolucionarias. Víctimas y verdugos se hubieron podido intercambiar los roles, pero a miles de metros de altura lo único que debió recorrer las mentes de Betancourt y compañía es que sus pregarias habían sido escuchadas. En tierra había quedado un contingente de peones del FARC que parecían complacidos con un par de botellas de licor venezolano con el que poder endulzar sus mugrientas bocas. El mal trago se lo llevarían horas más tarde cuando la televisión colombiana emitía en sus boletines informativos la buena nueva de la liberación de una docena de compatriotas y de tres estadounidenses. Estos «héroes anónimos» habían aprendido la lengua de Cervantes en la infinidad de horas muertas que pasaron en una zona limítrofe entre Colombia y Venezuela. Pero, una vez más, la verdad tiene dos o varias caras: la coda que no suscribiría el Departamento de Defensa colombiana es la que habla de un bufete de abogados que recibió un par de comunicados meses antes del día «D» en el que se indicaba que dos mandos intermedios de las FARC pretendían abandonar su actividad delictiva y criminal. Ellos habían diseñado una estrategia de salida que no levantara las sospechas de sus superiores. Quizás la confianza de «César» y «Gafas» mostrada ante las cámaras de TeleSur de Chávez tuviera su justificación en que ellos viajaban con la idea de reconducir sus vidas. Pero acabaron con los pantalones bajados, maniatados y encañonados por el ejército de su país. Más que Oliver Stone, que perdió su oportunidad de filmar la liberación de Ingrid Betancourt —confiado en su «amistad de conveniencia» con Chávez— en un intento fallido, esa premisa que nada es lo que aparenta hubiera servido de pleno para un script que John Frankenheimer plasmara en imágenes otra masterpiece de conspiraciones político-militares, situándose en un terreno, el sudamericano, que le hubiera resultado familiar tras el rodaje de The Burning Season (1994) para la HBO. El final plausible —similar a El año de las armas (1991)— el de Álvaro Uribe, situado en plano general; al margen del encuadre se adivina un aparato de televisor que trata de escudriñar el rostro de un presidente que con una sola frase (pronunciada semanas antes del día 8-VII-09) parece cubrir con un manto de sospecha esa pieza de arte en tiempos de guerrillas llamada «Operación Jaque Mate». La partida de la verdad y de la mentira está servida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario