El pasado 30 de mayo de 2009 El periódico de Catalunya se hacía eco, a través de un artículo a cuatro columnas, de los archivos desclasificados después de 75 años por el FBI que comprometía a los outlaw con pasaporte estadounidense Bonnie Parker y Clyde Barrow. A lo largo de un documento de mil páginas al que, a partir de ahora, tendrán acceso investigadores e historiadores, parece detallarse ese recorrido errático de una pareja que, en tiempos de la Gran Depresión, causó estragos entre la policía de distintos estados del sur y del centro del país que les vio nacer. Documentos mecanografiados que van acompañados de instantáneas celosamente guardadas hasta la fecha en los archivos del FBI y que ofrecen, por ejemplo, testimonio de ese automóvil acribillado que mueve a la muchedumbre a arremolinarse en torno al artilugio rodante que utilizarían Bonnie & Clyde para sus últimas fechorías. Esa emboscada trazada desde las ansias de venganza que acabó siendo la tumba de la pareja figura en el imaginario colectivo verbigracia de una producción cinematográfica que, por efectos de la magia inherente al celuloide, transformaría la realidad en mito, sin enmienda a trazar un camino en sentido contrario.
En ese ejercicio comparativo que nos resulta tan propicio en tiempos en que cualquier persona u objeto precisa tomarse «en referencia a...», las imágenes difundidas por internet y en papel de los verdaderos Clyde Barrow y Bonnie Parker (ya conocidas, pero ni mucho menos tan numerosas) abundan en este sentido de idealización tan caro al cine. El auténtico Barrow, más próximo a Paul Muni que a la fotogenia de Warren Beatty, atesoraba un historial delictivo de armas tomar antes de entrar en contacto con Bonnie Parker (o Bertha Graham, como se hacía llamar por su partenaire), a años luz de la calculada belleza de Faye Dunaway. Ésta le había facilitado el arma con el que poder escapar de la cárcel en 1932. A partir de entonces sus vidas se fundirían en una sola, en una carrera delictiva con un final mucho más breve de lo esperado y deseado. Así pues, dos años más tarde sus cuerpos fueron acribillados en el interior de un automóvil, en medio de una carretera secundaria del estado de Loisiana. Dos museos cercanos a ese enclave empezaron a levantar acta que aquellos desgraciados marcados por la miseria traspasarían las barreras de la inmortalidad en forma de leyenda tiempo después de que sus corazones dejaran de latir.
A decir de la información que ha trascendido, Barrow y Parker fueron carne de cañón para un amarillismo incipiente que hacía de sus actos delictivos gestas capaces de provocar un sentimiento ambivalente en la población. Evidentemente, es una visión robinhoodesca que cabe poner en cuarentena por cuando ambos se especializaron en hurtos a pequeñas tiendas, gasolineras y, muy ocasionalmente, sus objetivos alcanzaban a entidades bancarias por cuestiones de pura logística.
Aunque siempre he preferido La noche se mueve (1975) y Georgia (1981) entre la poco prolífica pero suculenta filmografía de Arthur Penn –un personaje que me impresionó en la distancia corta–, Bonnie & Clyde (1967) gana prestancia a cada visionado porque sus lecturas se ramifican hasta el valor sociológico que ha pasado de soslayo para buena parte de la crítica. Como muchos proyectos cinematográficos que al cabo se han situado en la cima del éxito, Bonnie & Clyde tuvo todos los pronunciamientos para haber sido algo sustancialmente diferente a lo que acabó repercutiendo en pantalla. En cierto sentido, cada decisión tomada por los estudios Warner la alejaban de la realidad de dos seres que habían convivido con la miseria (en especial Clyde Barrow) en su estado natal, Tejas, pero al mismo tiempo, colocaba el acento sobre un modelo de periodismo con veleidades sensacionalistas que se ha afianzado con el correr de los años. Asimismo, llama la atención ese perfil feminista de Bonnie Parker, tocada por una boina que Faye Dunaway tomaría prestada. Para su (mayúscula) sorpresa, al acudir a un preestreno del film en 1967, la rubia actriz se enfrentaba a un público femenino que lucía... idéntico complemento en la cabeza. Pero hasta calibrar in situ el alcance del film, la historia de Bonnie & Clyde se sembró de casualidades y decisiones del todo acertadas, como la elección de Arthur Penn dispuesto nuevamente a transgredir los géneros como ya había hecho con El zurdo (1958), rodada el mismo año que Hollywood nos obsequiaba con un primer acercamiento a la figura de la compañera de Clyde, The Bonnie Parker Story (1958). Una vez más, la pobreza más extrema puede llegar a ser el caldo de cultivo para crear mitos y el cine acaba por transportarlos al terreno de la leyenda.
En ese ejercicio comparativo que nos resulta tan propicio en tiempos en que cualquier persona u objeto precisa tomarse «en referencia a...», las imágenes difundidas por internet y en papel de los verdaderos Clyde Barrow y Bonnie Parker (ya conocidas, pero ni mucho menos tan numerosas) abundan en este sentido de idealización tan caro al cine. El auténtico Barrow, más próximo a Paul Muni que a la fotogenia de Warren Beatty, atesoraba un historial delictivo de armas tomar antes de entrar en contacto con Bonnie Parker (o Bertha Graham, como se hacía llamar por su partenaire), a años luz de la calculada belleza de Faye Dunaway. Ésta le había facilitado el arma con el que poder escapar de la cárcel en 1932. A partir de entonces sus vidas se fundirían en una sola, en una carrera delictiva con un final mucho más breve de lo esperado y deseado. Así pues, dos años más tarde sus cuerpos fueron acribillados en el interior de un automóvil, en medio de una carretera secundaria del estado de Loisiana. Dos museos cercanos a ese enclave empezaron a levantar acta que aquellos desgraciados marcados por la miseria traspasarían las barreras de la inmortalidad en forma de leyenda tiempo después de que sus corazones dejaran de latir.
A decir de la información que ha trascendido, Barrow y Parker fueron carne de cañón para un amarillismo incipiente que hacía de sus actos delictivos gestas capaces de provocar un sentimiento ambivalente en la población. Evidentemente, es una visión robinhoodesca que cabe poner en cuarentena por cuando ambos se especializaron en hurtos a pequeñas tiendas, gasolineras y, muy ocasionalmente, sus objetivos alcanzaban a entidades bancarias por cuestiones de pura logística.
Aunque siempre he preferido La noche se mueve (1975) y Georgia (1981) entre la poco prolífica pero suculenta filmografía de Arthur Penn –un personaje que me impresionó en la distancia corta–, Bonnie & Clyde (1967) gana prestancia a cada visionado porque sus lecturas se ramifican hasta el valor sociológico que ha pasado de soslayo para buena parte de la crítica. Como muchos proyectos cinematográficos que al cabo se han situado en la cima del éxito, Bonnie & Clyde tuvo todos los pronunciamientos para haber sido algo sustancialmente diferente a lo que acabó repercutiendo en pantalla. En cierto sentido, cada decisión tomada por los estudios Warner la alejaban de la realidad de dos seres que habían convivido con la miseria (en especial Clyde Barrow) en su estado natal, Tejas, pero al mismo tiempo, colocaba el acento sobre un modelo de periodismo con veleidades sensacionalistas que se ha afianzado con el correr de los años. Asimismo, llama la atención ese perfil feminista de Bonnie Parker, tocada por una boina que Faye Dunaway tomaría prestada. Para su (mayúscula) sorpresa, al acudir a un preestreno del film en 1967, la rubia actriz se enfrentaba a un público femenino que lucía... idéntico complemento en la cabeza. Pero hasta calibrar in situ el alcance del film, la historia de Bonnie & Clyde se sembró de casualidades y decisiones del todo acertadas, como la elección de Arthur Penn dispuesto nuevamente a transgredir los géneros como ya había hecho con El zurdo (1958), rodada el mismo año que Hollywood nos obsequiaba con un primer acercamiento a la figura de la compañera de Clyde, The Bonnie Parker Story (1958). Una vez más, la pobreza más extrema puede llegar a ser el caldo de cultivo para crear mitos y el cine acaba por transportarlos al terreno de la leyenda.
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