jueves, 28 de mayo de 2009

OFF THE RECORD

Para los políticos del siglo XXI, el periodismo es un arma de doble filo: por una parte, les sirve como trampolín, de proyección hasta límites que jamás hubieran ni tan siquiera soñado, pero por otra parte, un desliz de cualquier signo puede marcarles de por vida. Al menos, esta es la percepción que se tiene en la cultura anglosajona, pero que se expande poco a poco a países como España. La política tiene un escaparate privilegiado en los telediarios, en las tertulias de sobremesa y en las franjas horarias «calientes» de las emisoras radiofónicas. La cultura, la economía o la ciencia quedan desplazadas de súbito ante cualquier noticia relativa al ámbito político, por menor o intranscendente que sea. La pugna por los primeros puestos suele dirimirse entre política, sucesos y deportes. Siempre he tenido la presunción que la política deviene un mundo de apariencias, apto para aquellos que, incapaces de ganarse el sustento económico con el arte de interpretar sobre las tablas —un oficio por el que siento auténtica admiración— se habilitan su propio disfraz, sus máscaras para pasar ante la opinión pública y publicada como firmes defensores, luchadores por los derechos de un país, de un estado o de un pueblo. No niego que en tiempos de profunda renovación de las instituciones y del cambio de un modelo de estado dictatorial a la democracia surgieran un buen número de políticos, poseídos por una férrea convicción de sus ideales. Una generación de políticos de «raza» que dejan en mal lugar a los que les han tomado el relevo en estos últimos lustros, a modo de reflejo inequívoco que la educación sigue siendo un tema pendiente en nuestro país, a la luz de los informes que surgen anualmente a los que hay que otorgar cierta credibilidad por lo certero de algunos de sus diagnósticos. Porque, de otra forma, no se entiende la inconsistencia de algunas argumentaciones que sostienen algunos ministros o ministras, pero también de los que se sientan en las banquetas de la oposición. Tan sólo ver la estampa de Pepe Blanco, flamante nuevo Ministro de Fomento, departiendo con José MontillaDumber & Dumber ya tiene segunda parte, pero esta vez transcurre por el corredor del Mediterráneo y la acción, teñida de comicidad, se sustancia en un viaje en AVE—; a José María Aznar saliendo de su «madriguera» de la FAES para alardear de sus logros (signo inequívoco de su poca inteligencia), a Bibiana Aído dejando por sentado que el vocablo «cromosoma» lo debe relacionar con a algún after de Andalucía, uno llega a la convicción que este es un país de muy bajo nivel político. Claro que todo acaba saliendo a la superficie cuando esos off the record nos descubren la verdadera catadura moral de nuestros dirigentes políticos: ese «hay que aprobarlo algo como sea» de José Luis Zapatero, quien ya puede presumir de Air Force One; el «estoy en la política por dinero» de Eduardo Zaplana o «del Prestige salen sólo unos hilillos» de Mariano Rajoy dan la medida de lo que realmente sienten, pero que el ejercicio de la política cubre un velo de hipocresía, salvo que algún inoportuno microfóno o grabadora les deje en mal lugar. Pero incluso en este supuesto, España aún sigue siendo un Shangri-La para que los políticos se perpetúen en los cargos, con mayor razón de ser si la mediocridad y la sumisión a una doctrina ideológica domina la cotidianidad de cada uno de ellos. Blanco, Montilla, Zaplana, Aído y un sinfín de nombres propios bien saben que están o han estado en «el mejor de los mundos» visto la pobreza de sus expedientes académicos que, en la época en la que estamos, si no hubieran hecho del carnet de partido su salvoconducto, su futuro profesional estaría al borde del precipicio.

1 comentario:

Tomás Serrano dijo...

Ahí le duele, que diría Pepe Isbert.