Los festivales especializados, como las cinematografías, tienen sus particulares «edades de oro». En Sitges, por ejemplo, para un servidor lo fue el periodo que abarca desde 1986 hasta 1989-1990, bajo la dirección de Joan Lluís Goas. Vista la programación y la lista de invitados, no me cabe duda que un Festival como el de Gijón tuvo uno de sus puntos álgidos en periodo finisecular cuando su equipo directivo se aferraba a la idea de compaginar modernidad con nostalgia, producciones de actualidad con retrospectivas. En ese ya lejano 1997 mi memoria retuvo un instante que nunca olvidaré: Richard Fleischer y Jack Cardiff abrazados mientras el público les tributaba una salva de aplausos en la antesala de la proyección de Sábado trágico (1955) en el Teatro Jovellanos de la ciudad astur. Cardiff no se había encargado de la dirección de fotografía de este modélico thriller elaborado en formato panorámico. Por aquel entonces, Cardiff aún no había entrado en contacto con Fleischer, quien requirió de sus servicios para Los vikingos (1958), uno de los títulos que, merced a una reposición, visioné en cine en mis años de infancia y del que sigo guardando un grato recuerdo. Quizás ese había sido mi primer acercamiento inconsciente a la plasticidad visual cortesía de Cardiff, a quien confesé a lo largo de una entrevista que era uno de mis operadores predilectos. Charlotte Brontë escribe en un pasaje de Jane Eyre que «a partir de la modestia nacen las principales virtudes de una persona». Cardiff me demostró que estaba tallado por este atributo, gratificando con una sonrisa semejante comentario e iluminando sus ojos claros que definían con la mirada un sentido de la melancolía para alguien que caminaba inexorablemente hacia la etapa final de su vida. Unos ojos que vieron pasar a tantas celebridades, iluminadas por una cámara que fue la amante, la compañera inseparable de Jack Cardiff, quien pasó por todos los escalafones de la industria antes de hollar una cima tan sólo reservada a los primeras espadas de la dirección fotográfica, aquellos que crean sus propias composiciones lumínicas al servicio de directores de indudable exigencia creativa. Falta, para mi gusto, alguna que otra asociación con David Lean, pero la relación de directores que llegaron a colaborar con Cardiff es sencillamente portentosa: Michael Powell-Emeric Pressburger, John Ford, Alfred Hitchcock, John Huston, King Vidor, Henry Hathaway, Joseph L. Mankiewicz, Albert Lewin, el citado Richard Fleischer... Debería ser de obligado cumplimiento que, al ver impreso el nombre de Jack Cardiff en los títulos de crédito, hiciéramos una reverencia con el pensamiento porque su depuración estilística, por lo que respecta al Technicolor, invade el terreno de lo sublime. Un maestro de la luz en toda regla que quiso probar fortuna en solitario, asumiendo la realización de largometrajes a finales de los años cincuenta. El tercero de ellos, Sons and Lovers (1960), rodado en blanco y negro –la historia así lo demandaba– partía de una obra maestra de la literatura concebida por D. H. Lawrence, que siempre consideró su mejor trabajo en este campo. A través del relato de Lawrence, Cardiff se identificaba con ese ambiente de pobreza que incrimina al personaje central, necesitado de buscar asidero en un mundo que le pueda alejar de la dureza del trabajo en la minería donde el padre y uno de sus hermanos acabarían sepultando tantas esperanzas de futuro. Para el realizador y operador inglés su válvula de escape a una realidad que le sumía en un profundo pesar sería el cinematógrafo, al que llegó para ejercer de claper boy («claquetista») antes de arañar horas al reloj de su jornada laboral remunerada en aras a ganarse la confianza de técnicos que, como él, habían partido de la nada. Al cabo, allí estuvieron Michael Powell y Emeric Pressburger para situarlo en el sendero de la leyenda a través de la asimilación de un concepto cromático desarrollado en Una cuestión de vida o muerte (1946) y Narciso negro (1947) y Las zapatillas rojas (1948) que ganó adeptos entre la cinefilia y/o entre profesionales como George A. Romero o Martin Scorsese. Años más tarde de aquel encuentro en Gijón volví a coincidir en un mismo recinto con Jack Cardiff, a quien la Filmoteca de la Generalitat rendía homenaje. Me acerqué a él y le pedí que me firmara su libro de memorias Magic Hour: The Life of a Cameraman (1996, Faber & Faber) con prólogo del propio Scorsese. Sus ojos seguían brillando mientras su cuerpo se iba apagando. La noticia de su muerte no ha podido por menos que hacerme regresar a esos dos pasajes que compartí con alguien que admiro por su talento infinito. Un artista mágico. Descanse en paz, Mr. Cardiff. El mayor consuelo: ese cine que vistió de elegancia visual pertenece al terreno de lo inmortal, en colores tan vivos como su impronta de creador.
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