Muchos han sido los comentarios suscitados en torno al éxito editorial que ha supuesto en este Sant Jordi las dos primeras entregas de la tetralogía Millenium escrita por el sueco Stig Larsson, pero pocos han prestado atención al significado que encierra el título de la obra seminal en los tiempos que corren: Los hombres que no amaban a las mujeres. En otra época quizás podría llamar a la perplejidad que las féminas, a las que se les atribuye el rol de regalar un libro a cambio de recibir una rosa de sus loved one, escogieran una obra con semejante título. Sin querer entrar en honduras en relación al contenido del libro de Larsson, me parece harto significativo que la carencia de amor entre hombres y mujeres que, a priori, se advierte como el leit motiv de la novela, pueda ser un argumento de compra estimulante para el público lector, especialmente entre las que debe hacer el desembolso económico, esto es, las féminas. A través de mi propia percepción, observo que ese mundo futuro descrito por Ray Bradbury en las páginas de Fahrenheit 451 (1955) cada vez gana mayor prestancia en la realidad de nuestros días, no tanto en la suerte que puedan correr los libros impresos con destino a formar parte de un akelarre de perfil incendiario sino más bien al situarnos en un mundo yermo de sentimientos, donde los individuos no han aprendido el significado real de la palabra amar. Ese sentido del romanticismo que hizo fortuna en la literatura y en la música de mediados y finales del siglo XIX, parece condenado inexorablemente a la desaparición en su trascripción a la realidad de nuestros tiempos. Los aspectos materiales han acabado sepultando ese concepto del romanticismo con el devenir de los decenios. Me siento en el vagón del metro o en el autobús y no puedo por menos que experimentar las sensaciones de Clarisse/Julie Christie en la versión cinematográfica de Fahrenheit 451, cuando los pasajeros del tren lanzadera se abrazan a sí mismos o se procuran un beso a la propia imagen que se proyecta en las ventanas, evidenciando la desafección amorosa que padecen. La rúbrica a esta descorazonadora realidad la ponen aquellas personas que se encomiendan a la lectura de Los hombres que no amaban a las mujeres no por su contenido sino por lo revelador del título que han escogido. A modo de antídoto a esta realidad, un servidor se ha provisto de las lecturas estas semanas de Jane Eyre de Charlotte Brontë —en una reciente e impecable edición a cargo de Mondadori dentro de su colección de «Grandes Clásicos»— y Lejos del mundanal ruido de Thomas Hardy —bajo el sello de Alba Editorial—, y ha tenido a bien regalar Matar a un ruiseñor de Harper Lee en una triple dedicatoria que nace de un tronco común, el de una persona que ha hecho de la bondad su principal patrimonio. Pasarán los años y seguirá viva la llama del recuerdo de una persona que me enseñó con letras mayúsculas la palabra amar. Muchas personas pueden decir que han vivido junto a... durante lustros pero sin conocer el significado real del sentido romántico que conferían a sus novelas las hermanas Brontë, Mary W. Shelley, Thomas Hardy y tantos otros. No tan sólo la comprensión de algunas novelas proviene del intelecto sino de la capacidad por haber sabido procesar sentimientos y asimilar en nuestro fuero interno conceptos tales como el romanticismo. Ahora entiendo mucho mejor el pálido fuego que desprende cada una de las páginas que conforman Lolita de Vladimir Nabokov, maceradas a partes iguales por el valor de la (proverbial) capacidad narrativa de su autor y de sus experiencias en el terreno de los sentimientos. He conocido demasiadas mujeres que no amaban a los hombres. Mi instinto de supervivencia me lleva a pensar que sólo aquellas que tienen la capacidad de amar y de que uno sienta la pulsión romántica, valen la pena. La medida de todo ello deviene el tiempo. Ni siquiera la eternidad borra las huellas de un pálpito invadido de romanticismo en la mejor tradición de la literatura del siglo XIX servida por plumas de la exquisitez de les soeurs Brontë, de las que me ocuparé en un próximo post.
Para N. B., la Clarisse de Fahrenheit 451
Para N. B., la Clarisse de Fahrenheit 451
2 comentarios:
Buenos días.
Hermoso texto.
Yo, en cambio, he conocido a demasiadas mujeres (y hombres) que no se aman a sí mismos. Acaso en ello radique el quid de la cuestión que planteas.
Un fuerte abrazo.
Brillante, sí señor. Y buen remate de Fisher King.
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