sábado, 4 de abril de 2009

DIANE ARBUS: RETRATOS CON INFINIDAD DE GRISES

A diferencia de lo que suele ocurrir en Gran Bretaña, al otro lado del «charco», en los Estados Unidos, no suele extrañar que uno de los hijos se encargue de la biografía de un/a progenitor/a que alcanzara determinado grado de notoriedad en función de cada una de las disciplinas que les tocaron en suerte desarrollar. Por citar tan sólo algunos ejemplos encontramos los casos de Susan Cheever, Carrie Goldsmith o Cheryl Crane en relación al escritor John Cheever, el compositor Jerry Goldsmith o la actriz Lana Turner, respectivamente. Féminas, todas ellas, que dieron testimonio escrito de los avatares de sus padres, que despuntaron en sus respectivas profesiones. Esa cosanguineidad podría penalizar en algunos aspectos a la hora de abordar la biografía, pero por otra parte impulsa al lector a creer que se ofecen verdades como puños que la perspectiva del tiempo puede contribuir a alterar pero difícilmente a eliminar ese fondo de realidad que se dibuja al mirar hacia el pozo de los recuerdos. De eso se lamentaba Elsa Dorfman en su reseña sobre el libro de Patricia Bosworth en torno a la figura de la fotógrafa Diane Arbus (1923-1971). A juicio de Dorfman, la monografía de Bosworth publicada en 1984 y reeditada en 1995 (ir a enlace), incurría en numerosos errores, además de resaltar su pobreza gramatical. Una circunstancia, no obstante, que no sería óbice para que de este libro se extrajera la sustancia de un guión que daría lugar a Retrato de una obsesión (2007), que hace unos días visioné por primera vez con el pálpito de conocer algo verdaderamente revelador sobre la enigmática Diane Arbus, que tomaba el cuerpo y el alma de Nicole Kidman con una baño de color azabache en su cabellera. Además del personaje en cuestión, conociendo que su director, Steven Shainberg, había pasado una larga temporada en un templo consagrado a la cultura zen, la propuesta estaba lejos de servirse en una bandeja de ortodoxia narrativa. Shainberg, con el concurso de su guionista, se apartaría considerablemente de la obra de Bosworth para trazar su propio itinerario fílmico, haciendo volar la imaginación de lo que hubiera podido ser la relación de Arbus con los freaks que poblaron sus álbumes profesionales. Porque en eso consistía la singularidad de Arbus, hija de familia-bien que hizo sus primeros pinitos de la mano de papá, quien le abrió las puertas de par en par de las revistas de moda de la época —Harper’s Bazar, Esquire, Vogue...— Acercarse a la obra gráfica de Arbus es casi como hacerlo de un catálogo de out systems que pululaban por la América inmediatamente posterior al final de la Segunda Guerra Mundial hasta abrazar los años de la contracultura. Entre enanos, travestidos, «hombres-lobo», prostitutas y demás se colarían de rondón una joven Mia Farrow, el escritor Norman Mailer o la actriz Mae West en esas fotografías en blanco y negro captadas por la cámara de Arbus. Éstas engalanaron diversas exposiciones a partir de la primera que se dedicó a la esposa de Allan Arbus en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, allá por los años setenta. La prematura muerte de Arbus —a los cuarenta y ocho años de edad— avivó el culto a su personalidad, señalándola como una artista que ofrecía destellos de luz a esa cara oculta de la luna, del american way of life que tuvo, entre sus correligionarios de la época, entre otros muchos, al citado John Cheever. Me temo que el cine aún no ha sabido reconocer a Arbus la influencia que llegó a ejercer en determinados directores de fotografía, diseñadores de producción o directores. Una exposición al respecto parecería preceptiva en los años venideros porque, como había sucedido en su tiempo con el retratista de la modernidad enfundado en pintor, Edward Hooper, antes de colocar todas las piezas sobre el lienzo de una obra cinematográfica a menudo es necesario mezclar colores en forma de artes que corren en paralelo. A bote pronto, una galería podría dedicarse a la relación entre la obra de David Lynch y Diane Arbus, pero en la contigua se podrían habilitar retazos de las influencias de visionarios como Stanley Kubrick que tomaron el molde de las gemelas retratadas en Nueva Jersey en 1967 para percutir al espectador con algunas de las escenas más truculentas de El resplandor (1980) (ver imagen derecha post), o hacernos creer que Lilith (1964) de Robert Rossen buscaba entre sus referentes en ese mundo apartado de la realidad donde fue a parar Arbus en tres ocasiones —el de un campamento nudista que, a los ojos de la época, se transfiguraba en una suerte de psiquiátrico—, parada previa a un sucidio que se adivinó como el colofón de una existencia marcada por un profundo desapego con un mundo que parecía no ser el suyo. Un mundo que deformó a su conveniencia a través del objetivo de su cámara fotográfica.

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