Alrededor de Matar un ruiseñor (1962) se ha generado una especie de mitología en la que concurren distintas consideraciones. Pero a la luz de lo que ha sucedido con algunos de los componentes del equipo técnico-artístico del film en los últimos años podríamos hablar de una cierta «maldición». La «veda» se abriría a finales de la pasada centuria con el fallecimiento de John Megna (que compone el personaje de Dill) y, a partir de entonces, no ha cesado el goteo de muertos: por orden (ne)cro(no)lógico, los actores Brock Peters y Gregory Peck (el inolvidable abogado Atticus Finch); el productor Alan J. Pakula; el compositor Elmer Bernstein; el director Robert Mulligan y, desde el pasado 4 de marzo, el guionista Horton Foote. Bien es cierto que, salvo Megna y Pakula, todos ellos habían alcanzado los ochenta años y el triste desenlace parecía llamar a la puerta de un momento (=año) a otro. En cualquier caso, cada uno de éstos contribuyeron a forjar un clásico que el paso del tiempo no ha dejado mácula alguna en los centenares de metros de celuloide que recorren la película basada en la novela homónima de «Nelle» Harper Lee, quien cobra vida en pantalla, por partida doble, a través de Catherine Keener y Sandra Bullock en Truman Capote (2005) e Historia de un crimen (2006), respectivamente. Ambas producciones vistas recientemente hacen hincapié en la relación personal que mantuvieron a lo largo de los años Truman Capote y Harper Lee, quienes se conocieron durante la adolescencia y trazaron caminos en paralelo en el mundo de las letras. Capote, a buen seguro, hubiera sido una opción natural para escribir el guión de Matar un ruiseñor —máxime cuando se mostró satisfecho con lo que había logrado al adaptar Otra vuelta de tuerca de Henry James—, pero los productores prefirieron inclinarse por Horton Foote. A este trabajo Foote debe el conocimiento entre la cinefilia, pero su contribución va mucho más allá, habiendo desarrollado una actividad teatral de extraordinario peso en el contexto de las artes escénicas desde los años cincuenta hasta la fecha. Me excuso ante una posible incorrección, pero la que presumible sea la única entrevista transcrita al castellano y publicada en papel en nuestro país (dejo al margen las ediciones de revistas teatrales), en Backstroy 3: conversaciones con guionistas de los años 60 (2003, Plot Ediciones), Horton Foote expresa su lealtad a producciones de corte independiente en las que se sentía especialmente cómodo. Hay algo de talismán en Foote —su amigo Robert Duvall (Gracias y favores), el mencionado Peck y Genevive Page (Regreso a Bountiful) alzaron sendos Oscar a partir de los guiones que él escribió—, pero en el reverso de la moneda se sitúa con La jauría humana (1966) y La noche deseada (1967) que, por distintos motivos, apenas conservan unas páginas de diálogos concebidos por este «hijo pródigo» de su localidad natal, Wharton, en el corazón de Tejas. A este vasto estado del sur de los Estados Unidos, Foote ha dedicado la mayor parte de sus esfuerzos literarios y la confección de numerosas piezas teatrales representadas con suerte dispar en distintas plazas preferentemente de su país. Fuera de los Estados Unidos, su legado teatral ha quedado un tanto en la sombra. Intuyo que se debe a la naturaleza de unas piezas que exploran la idiosincrasia de una zona muy particular de Norteamérica, arraigada en los valores tradicionales y tocadas de un cierto conservadurismo. Foote hizo un prodigio de guión con Matar un ruiseñor, animado por las observaciones de un productor culto como Pakula –suya fue la idea de dividir la historia por las estaciones del año, marcando de esta forma la evolución de los personajes infantiles (en especial, Scout/Mary Badham, hermana del director John Badham)— y con la presunción que ese sería el primer trabajo de enjundia de una larga relación de trabajos para el medio que estarían por llegar. Pero no fue así; la notable La última tentativa (1965), con un equipo técnico similar, tomaba como punto de partida su propia pieza teatral Travelling Lady, fracasó en su recorrido comercial. Transcurridos varios lustros de «sequía» cinematográfica —a excepción de puntales largometrajes, caso de Tomorrow, adaptación de su propio texto y con Duvall asumiendo, según su juicio, uno de los mejores papeles de su carrera—, sus escritos Gracias y favores y Regreso a Bountiful obtuvieron luz verde para ser traspasadas a la gran pantalla. Un nuevo y último pico de celebridad que dejó paso a un paulatino olvido, llegando hasta el punto de desaparecer una temporada pero sin abandonar el don que le había llevado a aparcar sus aspiraciones de hacerse un nombre en el campo de la interpretación. Tamara Daykarhanova, discípula de Stanislavsky, le abrió los ojos en los años cuarenta y los ha mantenido así hasta que expiró hace unos días. Estoy convencido que su obra, tarde o temprano, traspasará fronteras y algún día veremos representada parcial o toralmente su «Ciclo del Orfanato», compuesta por nada menos que nueve obras. Por esa dedicación sostenida a lo largo de muchos años hubiera querido ser recordado y/o admirado Foote, pero el tiempo quizás reparará este defecto de forma y le situará como un nombre fundamental del teatro moderno, a la par que le seguirá recordando por su contribución en Matar un ruiseñor, Gracias y favores (1982) y Regreso a Bountiful (1985), en especial por los respectivos trabajos interpretativos, en una clara muestra que sabía explorar como pocos dramaturgos en el alma del actor. Merced a su experiencia, él conocía demasiado bien el material que ayuda a esculpir a un intérprete, en el que no está exento los miedos y temores. Descanse en paz, Mr. Foote.
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