A decir de los expertos en Historia de la Filosofía, la herencia del pensamiento de Georg Wilhelm Frederick Hegel (1770-1831) se dejó sentir sobre todo a partir del siglo XX impregnando, entre otras corrientes, la doctrina marxista. Seguramente, tan doctas personas no han tenido en mente la otra «herencia hegeliana», la de Gudrun Ensslin, terrorista a sueldo de la banda Baader-Meinhof, que contribuyó a fundar a finales de los años sesenta. El estreno de RAF: Facción del Ejército Rojo (2008), dirigida por el veterano Uli Edel, me ha vuelto a poner sobre la senda de una banda terrorista alemana de la que relativamente se sabe poco por estos lares y de la que tenía un conocimiento un tanto difuso. La lógica señala que (Andreas)Baader y Ulriche(Meinhof) fueran las puntas de lanza de un grupo terrorista con sesgo ideológico de extrema izquierda (ya se sabe que los extremos acaban tocándose), pero en realidad, a la luz de lo que narra el film realizado y (co)guionizado por Edel, emerge la figura de la rubia Gudrun Ensslin, entre cuyos antepasados se sitúa el honorable Hegel. Como suele ser norma de la casa con personalidades que acaban apartándose de la esencia del razonamiento humano y humanista, Gudrun se mostró resuelta a negar la mayor a su progenitor, Helmut Ensslin, Pastor de la Iglesia Evangélica de Alemania, contraviniéndolo a toda hora hasta que decidió volar por su cuenta y riesgo. Lo hizo al alcanzar la mayoría de edad, al cabo de pasar una breve temporada en Pennsilvania. A renglón seguido, entró en contacto con Ulrike Meinhof y Horst Mahler en ambientes universitarios, moldeando un pensamiento que iría abrazando causas sociales que demandaban, a su juicio, un compromiso activo. Del pensamiento a las armas no transcurrió demasiado tiempo al aparecer en escena Andreas Baader, del que Gudrun pasaría a ser su pareja oficial, aunque la promiscuidad no estaba vedada en aquellos tiempos de revolución sexual.
Muchas de las militantes de ETA y de las Brigadas Rojas que cobraron protagonismo en sus respectivas formaciones terroristas, debieron tomar a Gudrun como un referente por lo que concierne a la renuncia de tantas cosas por la lucha armada. Resulta extraño y, al mismo desalentador como una mujer con una cabeza brillante —sus calificaciones se situaban en el excelente—, un esposo y una hija de corta edad fuera capaz de dejarse llevar por el caudal de un río de color rojo que invariablemente desemboca en un mar muerto. Cumpliendo esa vida media (operativa) que se suele atribuir a los integrantes de ETA, Gudrun Ensslin estuvo en activo un lustro. Tiempo, eso sí, suficiente para ser una especie de «Chacal» dentro de la Baader-Meinhof, cambiando constantamente de imagen por el temor que pudiera ser atrapada por la Polize en cualquier esquina y correr la misma suerte que sus compañeros. Así sucedió en junio de 1972, a las puertas de celebrarse en Munich las Olimpiadas que tristemente pasarían a la historia por el atentado a la delegación israelí en la villa olímpica a cargo de activistas palestinos. Se cumplía el Quid pro quo. La Baader-Meirhof obtuvo formación terrorista en suelo jordano merced al apoyo logístico y económico prestado por facciones de Al Fatah y cuando la cúpula de la banda germana acabó con sus huesos en la cárcel, activistas palestinos sobrevolaban el cielo muniqués con un objetivo bien marcado.
Otro ciclo evaluado en un lustro y todo terminaría. A medida que Ulriche Meinhof empezaba a evidenciar un deterioro fisico psísquico —producto de su confinamiento en una celda sin otra ventana que su triste realidad, pero también de su aflicción por haber abandonado a la suerte paterna a sus gemelas—, Ensslin fortalecía el gesto y se erigía, junto a Baader y Jan-Carl Raspe, en los portavoces de una causa perdida. Una causa perdida manchada de sangre. La banda que se había dedicado a poner bombas y al robo a mano armada a entidades bancarias para autofinanciarse certificaría su acta de defunción el 18 de octubre de 1977 cuando Ensslin, Baader y compañía —Meinhoff había expirado un año antes— yacían en sus respectivas celdas con los cuerpos sin vida. Se habló de suicidio o de crimen policial, según soplara el viento. Pero lo cierto es que una leve brisa marina parecía tomar el relevo en las dos Alemanias a aquella turbulenta tempestad que quiso erigirse en una voz contestataria que proclamara a los cuatro vientos la injusticia social que padecían países preferentemente del hemisferio sur. Ensslin, como sus correligionarios, equivocaron los medios y de lo que hubiera podido ser una mujer conocida por sus ideas y que hubiera merecido el honor de situarse como una digna descendiente de Hegel, se fue a la tumba sin conocer a sus hijas adolescentes, y con un reguero de muertos y heridos a sus espaldas. Al respecto, Margarethe Von Trotta, que se había acercado al retrato de las hermanas Esslin (con una enmienda a la libertad creativa) en Las hermanas alemanas (1981), hubiera podido substituir el nombre y apellidos de su presumiblemente más célebre película —rodada con la colaboración de su entonces marido Volker Schlöndorff— y dar lugar a El honor perdido de... Gudrun Esslin.
Muchas de las militantes de ETA y de las Brigadas Rojas que cobraron protagonismo en sus respectivas formaciones terroristas, debieron tomar a Gudrun como un referente por lo que concierne a la renuncia de tantas cosas por la lucha armada. Resulta extraño y, al mismo desalentador como una mujer con una cabeza brillante —sus calificaciones se situaban en el excelente—, un esposo y una hija de corta edad fuera capaz de dejarse llevar por el caudal de un río de color rojo que invariablemente desemboca en un mar muerto. Cumpliendo esa vida media (operativa) que se suele atribuir a los integrantes de ETA, Gudrun Ensslin estuvo en activo un lustro. Tiempo, eso sí, suficiente para ser una especie de «Chacal» dentro de la Baader-Meinhof, cambiando constantamente de imagen por el temor que pudiera ser atrapada por la Polize en cualquier esquina y correr la misma suerte que sus compañeros. Así sucedió en junio de 1972, a las puertas de celebrarse en Munich las Olimpiadas que tristemente pasarían a la historia por el atentado a la delegación israelí en la villa olímpica a cargo de activistas palestinos. Se cumplía el Quid pro quo. La Baader-Meirhof obtuvo formación terrorista en suelo jordano merced al apoyo logístico y económico prestado por facciones de Al Fatah y cuando la cúpula de la banda germana acabó con sus huesos en la cárcel, activistas palestinos sobrevolaban el cielo muniqués con un objetivo bien marcado.
Otro ciclo evaluado en un lustro y todo terminaría. A medida que Ulriche Meinhof empezaba a evidenciar un deterioro fisico psísquico —producto de su confinamiento en una celda sin otra ventana que su triste realidad, pero también de su aflicción por haber abandonado a la suerte paterna a sus gemelas—, Ensslin fortalecía el gesto y se erigía, junto a Baader y Jan-Carl Raspe, en los portavoces de una causa perdida. Una causa perdida manchada de sangre. La banda que se había dedicado a poner bombas y al robo a mano armada a entidades bancarias para autofinanciarse certificaría su acta de defunción el 18 de octubre de 1977 cuando Ensslin, Baader y compañía —Meinhoff había expirado un año antes— yacían en sus respectivas celdas con los cuerpos sin vida. Se habló de suicidio o de crimen policial, según soplara el viento. Pero lo cierto es que una leve brisa marina parecía tomar el relevo en las dos Alemanias a aquella turbulenta tempestad que quiso erigirse en una voz contestataria que proclamara a los cuatro vientos la injusticia social que padecían países preferentemente del hemisferio sur. Ensslin, como sus correligionarios, equivocaron los medios y de lo que hubiera podido ser una mujer conocida por sus ideas y que hubiera merecido el honor de situarse como una digna descendiente de Hegel, se fue a la tumba sin conocer a sus hijas adolescentes, y con un reguero de muertos y heridos a sus espaldas. Al respecto, Margarethe Von Trotta, que se había acercado al retrato de las hermanas Esslin (con una enmienda a la libertad creativa) en Las hermanas alemanas (1981), hubiera podido substituir el nombre y apellidos de su presumiblemente más célebre película —rodada con la colaboración de su entonces marido Volker Schlöndorff— y dar lugar a El honor perdido de... Gudrun Esslin.
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