A veces el cine se equipara a la labor de un prestigitador; al unir la música por una parte a una secuencia determinada lo que a priori parecía condenado a no cuajar, logra unos resultados sorprendentes. La sencillez, a menudo, es un buen aliado para conseguir este efecto «mágico» al que aspiran tantos cineastas. Al respecto, uno de los ejemplos más ilustrativos podría ser la secuencia inicial de los títulos de crédito de Matar un ruiseñor (1962). La delicadeza que destila esta secuencia que encuadra una simple caja donde se guardan unos pequeños objetos (lápices, un reloj de bolsillo, una pastilla de jabón, etc.) mientras se acompasa con un tema creado por Elmer Bernstein, tan sólo pudo ser concebida por una persona de talento como Robert Mulligan, de quien acabamos de conocer esta semana la noticia de su fallecimiento. En mi particular definición, talento significa una combinación de inteligencia y sensibilidad. Mulligan anduvo sobrado de ambos atributos. Pero no los utilizó al servicio de comedias que se plegaran a evidenciar su exquisitez en la puesta en escena, en la demostración de una perfecta dicción en el uso de un lenguaje refinado que sonara bien o en el tacto con el manejo de una trama que proyectara la sombra de George Cukor o Vincente Minnelli. Precisamente, la virtud del cineasta neoyorquino estuvo en adentrarse en espacios menos transitados, penetrando en las zonas oscuras del comportamiento humano que empieza a definirse en los primeros estadíos de la evolución personal. Mulligan trató como pocos el tema del tránsito de la infancia a la adolescencia como un proceso lleno de ambivalencias; una fase de descubrimiento que implica la pérdida de la inocencia, el rechazo a un status quo consolidado por el mundo de los adultos pero no como una señal de rebeldía sino de sentido común. Mi memoria no puede por menos que detenerse en esa secuencia en la que Scout (Mary Badham) insta a su padre Atticus Finch (Gregory Peck) para que se haga justicia con un hombre de raza negra inculpado de asesinato, para posteriormente posicionarse en la defensa de éste frente una «jauría humana» ávida de venganza. En Matar un ruiseñor Mulligan ofreció un recital de sentido y sensibilidad absoluto, repercutiendo en la condición de clásico que goza desde hace décadas y que, no por casualidad, encuentra sus puntos álgidos cuando entran en escena la pareja de niños que nacieron para recrear en la gran pantalla el texto de Harper «Nelly» Lee.
Algunos pueden creer que esta obra de arte no tuvo continuidad en el devenir de la actividad profesional de Mulligan hasta diez años más tarde con El otro (1972). Pero estos dos trabajos valdrían por sí mismos para darle trato de cineasta mayor a Mulligan, quien persistiría en cruzar el umbral de la ortodoxia cinematográfica, ofreciendo una pieza minimalista como El hombre clave (1974), que sólo se reserva a un fino observador, capaz de tocar las teclas necesarias en el momento preciso. Pero cuando ya se le empezaba a perder el rastro, al calor de su salida de un par de proyectos que hubieran robustecido su filmografía —Ricas y famosas (1982), que recayó finalmente en George Cukor, y Blade Runner (1982), en cuya fase embrionaria estuvo involucrado—, el cineasta natural de El Bronx recuperaría el pulso de antaño con una soberbia Verano en Louisiana (1991), preciosista retrato de una adolescencia que muta hacia la juventud bajo el influjo de la luna.
Algunos pueden creer que esta obra de arte no tuvo continuidad en el devenir de la actividad profesional de Mulligan hasta diez años más tarde con El otro (1972). Pero estos dos trabajos valdrían por sí mismos para darle trato de cineasta mayor a Mulligan, quien persistiría en cruzar el umbral de la ortodoxia cinematográfica, ofreciendo una pieza minimalista como El hombre clave (1974), que sólo se reserva a un fino observador, capaz de tocar las teclas necesarias en el momento preciso. Pero cuando ya se le empezaba a perder el rastro, al calor de su salida de un par de proyectos que hubieran robustecido su filmografía —Ricas y famosas (1982), que recayó finalmente en George Cukor, y Blade Runner (1982), en cuya fase embrionaria estuvo involucrado—, el cineasta natural de El Bronx recuperaría el pulso de antaño con una soberbia Verano en Louisiana (1991), preciosista retrato de una adolescencia que muta hacia la juventud bajo el influjo de la luna.
Mulligan nos ha dejado pero siempre retendré esas lecciones de cine hermanadas con la elegancia, la inteligencia, la sencillez y la sensibilidad. Su cine es de los que seguirán latiendo en nuestro corazón, a veinticuatro fotogramas por segundo. Thanks, Mr. Mulligan.
3 comentarios:
¿Y qué me dices de ese estupendo western llamado "La noche de los gigantes", Christian?
Espléndido. Más que un "western" parece una cinta de terror psicológico. Una obra a reivindicar, que rompe con las fronteras del "western" clásico.
Buen gusto, Fisher.
Christian
Estoy de acuerdo. Me parece una obra genial en todos los sentidos, una tranfiguración del western.
saludos y feliz año para todos que se despide con una triste noticia.
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