En pleno debate jurídico-político-social sobre si el País Vasco debería quedarse sin representantes de ANV —siglas correspondientes a Acción Nacionalista Vasca— en los ayuntamientos a raíz de su enésima postura de no condenar un atentado de ETA que se cobraría una nueva víctima, parece que se descuida un elemento esencial. Este razonamiento no se dirime en el terreno de calibrar la bajeza moral de los integrantes de ANV sino que sigue un principio muy sencillo. Veamos. Me gustaría saber qué legitimidad puede tener un ayuntamiento que tiene como atributos sancionar a una comunidad (la de un municipio, pedanía, pueblo o ciudad) con multas de tráfico, por impago de impuestos de recogidas de basuras, de alcantarillado, etc. pero que, por otra parte, a algunos de los representantes del pueblo que trabajan para el mismo son incapaces de multar el comportamiento de una gente —valga el eufemismo— que le ha descerrajado un tiro en la cabeza a uno de sus vecinos. Como párvulos, dirigentes del PSOE y PP se tiran los trastos a la cabeza, llenándose la boca unos de ser garantes de la patria y de la Unidad, y los otros marcando los pasos a seguir para no zaherir (con Z de Zapatero) los sentimientos de los nacionalistas. Ambos partidos, en un gesto de cordura, deberían cerrarse en una habitación, palacio o monasterio y no salir hasta que consensuaran un documento que hiciera ver la urgencia de remodelar un sistema legislativo que, a día de hoy, permite que actúen setenta ayuntamientos que contravienen la propia esencia de este pilar de la sociedad civil. ¿Con qué legitimidad los ediles del ayuntamiento de Azpeitia y otros gobernados por ANV van a sancionar a uno de sus conciudadanos con una miserable multa de aparcamiento cuando éstos les trae al fresco que hayan asesinado a manos de ETA a uno de los «suyos» dos calles más abajo? Creo que este es un argumento más para considerar que, sobre todo en relación al País Vasco, el conjunto de la sociedad española sigue preso de una democracia de baja calidad, incapaz de arbitrar mecanismos que eliminen de raíz estas «anomalías» que acaban por afectar la convivencia diaria. Claro que lo fácil sería abjurar de esa setentena de ayuntamientos comandada por bárbaros (títeres de esa ETA descabezada una y otra vez, pero que se regenera cuál hidra hasta el fin de sus días) sin el más mínimo respeto por sus conciudadanos (salvo los de su cuadrilla), pero ahí deberían estar haciéndoles frente los otros ayuntamientos vascos para evitar ser tachados de cómplices de un status quo que traza tantos paralelismos con la histeria colectiva que comprometió a los estadounidenses durante la «caza de brujas». Paralelismos que se ponen al descubierto en la forma cómo los cachorros de ETA acallan las voces de unos ciudadanos que se retiran a sus casas con la consigna que el silencio les servirá para que sus nombres no figuren en ninguna diana. Y los más cobardes, reuniéndose al cabo con la cuadrilla para jugar una partida de cartas. No faltará, a buen seguro, en esos «círculos de la vergüenza» que se forman en los bares o centros gastronómicos un miembro del ayuntamiento, en representación de un estamento que, al menos para un servidor, pierde todo significado cuando nos referimos al País Vasco.
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