Presumiblemente, para todos aquellos
desconocedores de las peculiaridades de Catalunya se pueden llegar a formar la
imagen mental que algo más de la mitad de sus habitantes con mayoría de edad se
mira frente al espejo cada día del año con el deseo expreso que, a partir de la
fecha fijada para un eventual referéndum a celebrar el 1 de octubre de 2017, el
anhelo independentista se cumplirá y con ello atravesaremos esa línea de sombra, la correspondiente a
una nación oprimida por el estado español que suelta amarras y crea su ideal de
república equiparable en su fundamento orgánico a una democracia moderna propia
del siglo XXI, similar a la de países del continente europeo (elevando la
mirada hacia el norte) como Dinamarca, Holanda o Suecia. Desde la lejanía, sin
haber pisado el territorio y conocer a sus gentes más que para cubrir un periodo
vacacional, se puede tener la presunción que esa mitad de la población catalana
que daría apoyo a la independencia en las urnas hablan y piensan en catalán,
asisten a aplecs de cultura popular, en la lista de selecciones musicales de
plataformas como spotify no para de
sonar Sopa de cabra, Els Pets, Glaucs o Antònia Font, consumen literatura de
Salvador Espriu, Julià de Jòdar o Ausiàs
March, o escogen sistemáticamente la versión en catalán frente al castellano cuando
acuden a ver una película en salas comerciales. Empero, con conocimiento de
causa un servidor podría argumentar que nada más lejos de la realidad de la
existencia de este mundo ideal se corrige al noreste de la península ibérica
haciendo frontera con Francia y bañada la integridad de su costa por el Mar
Mediterráneo. Para nada Catalunya representa un oasis de excepcionalidad en muchas materias (incluida la cultural
más allá de lo netamente folclórico) dentro del contexto de la realidad del
estado español. Ahora bien, la maquinaria independentista sigue siendo capaz de
fabricar un relato que lleva a la creencia que todos los males que padecemos
tendrán su preceptiva panacea al bañarnos en las aguas cristalinas de un ideal
de república ya liberada del yugo opresor del estado español. En esa corriente
de opinión bombarbeada por tierra, mar y aire por medios de comunicación afines,
arrecia con fuerza el viento de tramontana proveniente de Girona, a todas luces, el feudo de ese
independentismo mórbido que ha encontrado en Carles Puigdemont –ex edil de la
capital gerundense— una especie de figura mesiánica que ruge como un león cuando exhorta a sus audiencias con
sus discursos en que trata de dibujar en el aire la imagen de ese enemigo
llamado estado español. Así pues, el PP (Partido Popular) alojado en el gobierno desde 2012 con
algún que otro “contratiempo” deviene el combustible
perfecto para retroalimentar a las hordas independentistas. Sin ese fuelle en
forma de visualización del Mal, del enemigo con el rostro carcomido por la corrupción del PP, saben de puertas para
adentro la cúpula de Junts pel Sí (la suma del Pdcat y ERC) que la fortaleza de
su discurso se resquebrejaría por todos lados. Solo así se entiende que el Pdcat
(Partido Demócrata de Catalunya) pague
con su abstención o su voto favorable en el Congreso de los Diputados en
asuntos como el techo de gasto presupuestario o el CETA la continuidad del PP
al frente del gobierno. Mientras tanto, en un gesto de pura hipocresía, ERC (Esquerra
Republicana de Catalunya) se coloca de perfil y acepta pulpo (esto es, Pdcat) como animal
de compañía.
A modo de sugerencia, para todos aquellos
que elevan a los altares del liderazgo político –eclipsando incluso a su
predecesor Artur Mas— de Carles Puigdemont un título de carácter alegórico para
un hipotético documental presto a glosar su importancia en el contexto
sociopolítico que vivimos en la actualidad, podría ser el de El viento y el león, calcado al
utilizado por John Milius para una de sus piezas maestras. El cineasta oriundo
de Missouri emplazaría la cámara (parcialmente) en el sur de España para rodar
una producción estadounidense cuyo estreno en nuestras carteleras se dio cita
en la antesala del fallecimiento del caudillo Francisco Franco. Muerto el
dictador, muerta la dictadura. Estos días se cumplen cuarenta años desde las
primeras elecciones legislativas en el estado español. En esa frontera temporal
se sitúa el denominado “desafío independentista catalán”. Siguiendo el hilo de
los títulos que pueblan la filmografía de John Milius (indistintamente en su
faceta de director y guionista), Junts pel Sí y la CUP (el contrapeso en forma
de partido “antisistema”) se conjuran para decir Adiós al rey (Felipe VI de España) y aguardan a El gran miércoles (el día 4 de octubre)
para proclamar la independencia de Catalunya de manera unilateral (faltaría
más) si las urnas emiten un sí rotundo o incluso con matices. Pero más bien me
temo que ese escenario no se dará el 1 de octubre de 2017 y los radicales de la
CUP se empeñarán en inflamar las
calles para dejar constancia de la posibilidad de un amanecer rojo. Ante la opresión del estado que hace valer la
legalidad, cabe un Apocalypse Now
pensarán para sus adentros el sector más radicalizado de la CUP que desoye las
consignas de Junts pel Sí, más focalizados en una noción de performance sin atisbo de actos
vandálicos. Milius encontró inspiración en El
corazón de las tinieblas de Joseph Conrad para dar forma al guión de Apocalypse Now. En ese corazón de las tinieblas (alegórico) es
donde habita Carles Puigdemont enfundado en el traje del coronel Kurtz,
viviendo su particular matrix, ajeno
a una realidad mundial que dibuja un panorama de retos de primer orden, entre
otros, el del cambio climático, el inexorable avance del yihadismo (a modo de hidra del Mal) o la pervivencia de los
paraísos fiscales, puerta de entrada (trasera) del lavado de dinero negro o de
asuntos que competen a la corrupción y/o al crimen organizado. Al lado de
Puigdemont se ubica Oriol Junqueras, cuya sonrisa bobalicona muestra mientras hace
aspavientos con las manos para dar cuerda
a su discurso que solo conoce de cifras (la
pela és la pela), me recuerda a la encarnación en pantalla del fotoperiodista con
los rasgos propios de Dennis Hopper en la libérrima versión del clásico de
Conrad. La cara amable de esa corte en
cuyo santuario resuenan en sus
paredes interiores un grito seco con acento de Girona, en que se repite casi
como una letanía: «¡el horror!, ¡el horror!». En la mente de Puigdemont parece
visualizarse la entrada de tanques por la avinguda Diagonal de la Ciudad Condal
con María Dolores de Cospedal, ataviada de uniforme color caqui, presidiendo esas
maniobras en la víspera del 1-O, el “día D” para un frente independentista que
definitivamente desde hace tiempo ha entrado en un cul-de-sac. Para buscar la salida quizás mejor apelar al seny (que para un servidor se
corresponde con un amplio sector de Catalunya Sí que es Pot; algún día espero
que Xavier Domènech sea President de la Generalitat de Catalunya) más que la rauxa.
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