lunes, 24 de octubre de 2016

«TRUE DETECTIVE» (2014): PRIMERA TEMPORADA. RUST NEVER SLEEPS

En el calendario personal de Matthew McConaughey 2014 está llamado a grabarse en su memoria para siempre. Así pues, la obtención de un Globo de Oro al Mejor Actor Dramático por Dallas Buyers Club (2013) presagiaba la distinción de McConaughey con un Oscar por su composición de un vaquero afectado del SIDA. Por aquellas fechas marzo de 2014el actor texano ya había podido contemplar la emisión en televisión de los ocho episodios de la primera temporada de la serie True Detective (2014). Él mismo ejercía de coproductor ejecutivo y coprotagonista de una first season en que los directivos de la HBO procuraron mantener en secreto todos los asuntos que conciernen a la trama de una propuesta ambientada en el estado de Louisiana. En su incursión en la pequeña pantalla le acompañó Woody Harrelson, asimismo oriundo de Texas y siete años mayor que McConaughey. Atendiendo al nivel de rigurosidad y exigencia con la que McConaughey parecía dispuesto a encarar una nueva etapa profesional, alejándose así de un periodo un tanto prosaico a merced de la explotación de su saludable apariencia física, el ofrecimiento del papel de Rustin Spencer Cohle parecía encaminado en esta dirección.
    Al concluir el visionado de los ocho episodios que conforman la primera temporada de True Detective, a razón de una media de cincuenta minutos cada uno de ellos, la interpreto conforme a una pieza cinematográfica de algo más de cuatrocientos minutos de duración. Lo es desde la perspectiva de una progresión dramática que encuentra su primer nudo narrativo de verdadero calado a la altura de su cuarto capítulo Who Goes There? («¿Quién anda ahí?») mientras que en el arranque del octavo, Form and Void («Forma y vacío»), asistimos al segundo nudo narrativo, aquel presto a situarnos a las puertas del clímax. A este enfoque contribuye sobremanera el hecho que cada uno de los episodios haya sido dirigido por la misma persona, Cary Joji Fukunaga, a quien se le había otorgado años antes la responsabilidad de dirigir un nuevo remake de Jane Eyre con un equipo artístico en el que destaca con luz propia Michael Fassbender. Éste último hubiera sido un firme candidato a enfrentarse al personaje de Cohle en True Crime, pero una vez asimilado a la piel de McConaughey se nos hace cuesta arriba pensar en nadie más que el texano ejerciendo de un agente del FBI entregado a su oficio casi las veinticuatro horas, en que campan a sus anchas visiones que le conectan con un mundo en paralelo que adopta inequívocas formas del pasado en clave de tragedia. Rust Never Sleeps, «parafraseando» el título del célebre concierto en directo de Neil Young, es la impresión que nos llevamos de un agente del FBI misántropo, engullido en sus propios pensamientos y refractario a cultivar la empatía necesaria para con el compañero que se le asigna por parte del Departamento, Martin Eric Hart, quien adopta los rasgos de Woody Harrelson. A través del guión construido por el escritor de novelas criminales Nic Pizzolatto, erigido en show runner de la serie de la HBO, True Detective orilla cualquier tentativa de ejercicio sustentado en los tópicos propios de las buddy movies. Existe, pues, una hondura psicológica a la hora de trazar la realidad de unos personajes que relatan ante una comisión del Departamento del FBI una cadena de capítulos especialmente espinosos que habían tenido lugar bastantes años atrás, en que las puertas de la Muerte parecían abrirse de par en par. Merced a este doble plano temporal podemos recrearnos en la vena camaleónica de Harrelson y sobre todo de McConaughey, con la voz ronca, profunda, cavernosa (su dependencia por el tabaco y el alcohol contribuye a ello) que relata un «auténtico descenso a los infiernos». Rust parece entrar en trance cuando detalla una serie de episodios ante un comité que se muestra en su conjunto hierático, con una serie de cuestiones por dilucidar sin perder en ningún momento la compostura propia de agentes que se saben funcionarios del cuerpo. No es el caso de la forma de operar de Marty y Rust, quienes trenzan verdaderos lazos de amistad (sin necesidad de subrayados) cuando confían el uno y otro en guardarse las espaldas en una operación de alto riesgo. Allí donde cruzan el umbral de la realidad para situarse en un terreno pantanoso, habilitado para que lo peor del ser humano se manifieste a modo de ritual. El ritual de la muerte y de la destrucción, de lo putrefacto y de lo abominable, inmerso en un paisaje que parece reproducir los grabados e ilustraciones de Gustave Doré o los cuadros de El Bosco en una impresora en tres dimensiones. Parajes naturales que sirven de refugio a una estirpe semihumana a la que Marty y Rust siguen la pista hasta el final, no sin antes haberse situado el segundo de ellos en la boca del lobo de una banda de moteros que adquieren rango de organización criminal mientras el rubio agente del FBI parece sucumbir a una crisis de identidad cuando su esposa Maggie (Michele Monaghan) le abandona, quedando ésta al cargo de sus dos hijas en común. De este fragmento del relato se ocupa el episodio ¿Quién anda ahí?, merecidamente ganador de un premio Emmy gracias a un operativo narrativo perfectamente ensamblado y que deja para un servidor el recuerdo para los anales de la imagen de Rust/McConaughey abstraído de la realidad, a bordo de una canoa que se adentra por los páramos de Louisiana cubiertos por un manto de nocturnidad. Acaso un guiño velado a Apocalypse Now (1979) a través de la figura del capitán Willard (Martin Sheen) a la búsqueda del general Kurtz (Marlon Brando), cuya equivalencia sería el «cocinero de la coca», elemento clave para despejar interrogantes que asaltan en el curso de la investigación a la que llevan tiempo consagrados los agentes del FBI en aras a esclarecer quién hay detrás de una serie de desapariciones.   

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