Las estimaciones más certeras que se conocen hoy en día es
que nuestro planeta se sitúa en los cuarenta mil millones de existencia. Al
cabo de su historia, 99,9% de especies se han extinguido por muy distintos
factores. En este siglo XXI llevamos camino de batir una nueva “plusmarca”,
dejando para el siglo venidero un nuevo balance negativo en la cuenta de
resultados de especies que definitivamente se extinguirán del orbe mundial.
Existen razones poderosas para creer, datos en mano, que algunas de las
especies de cetáceos corren un serio peligro su supervivencia en los océanos,
cuanto menos en la cantidad que se estima idónea para el equilibrio del
ecosistema marino. Sin remontarse demasiado en el tiempo, en 2010 en el archipiélago de las Islas
Feroe —bajo el protectorado de Dinamarca—, bañadas por las aguas del Atlántico
Norte, se computaron —según los cálculos barajados por la Sociedad Mundial
para la Protección Animal
(WSPA)— un total de 1.115 ballenas piloto o calderones asesinadas siguiendo un “ritual”
de un salvajismo atroz en que el instinto más primitivo del ser humano sale a
la superficie. Años a conocí esta lacerante realidad, a la que esa Unión
Europea parece hacer caso omiso, a través de un documental proyectado en una
suerte de ciclo auspiciado por el Museo de la Ciencia de La Caixa. Presto a seguir atento
a esa realidad que se suele colar por las rendijas de la programación
televisiva, tuve la oportunidad de contemplar The Cove (2009), un documental sobre tema ecológico que, a
diferencia del que recuerdo referido a las Islas Feroe, se ampara en un tratamiento
propio del thriller para que esa hora
y media de metraje penetre con mayor intensidad si cabe en aquellos espectadores
refractarios al tratamiento solemne del que hacen gala la mayoría de piezas
integradas en este (sub)género cinematográfico. Ganador de un Oscar al Mejor
Documental en 2010, sus impulsores creyeron firmemente en la capacidad de
difusión de una obra de estas características para remover conciencias y, si se
dan las condiciones adecuadas, variar las reglas del “juego”. Las reglas de un juego
“macabro” que se cobran asesinatos de delfines por doquier en esa cala a la que
alude el título del film, mientras un porcentaje de estos cetáceos son capturados y
enviados, a modo de distribución radial, a numerosos puntos del planeta donde
presenten dentro de sus respectivos zoológicos un espectáculo de delfines a modo de
pasatiempo. Richard O’Barry lidera esta empresa titánica en pro de la defensa
de los delfines —con trazas de una inteligencia mucho mayor de lo que se había
estimado en su momento—, mostrándose ante las autoridades japonesas que tratan
de ocultar al mundo sus vergüenzas con subterfugios, en una muestra más
que los procesos de concienciación desde un conocimiento muy cercano se cobran
respuestas de una contundencia absoluta, en que ya no parece haber marcha atrás.
En el tramo final del metraje del documental para el que había sido
adiestrador titular de la serie Mi amigo Flipper
(1965-1966), provoca una inflexión en su voz cuando habla que «espero vivir lo suficiente para que esta situación
cambie de una vez». Sus palabras arrastran un poso
de pesar, impotencia y amargura cuando el color rojo tiñe las aguas de una cala
en que los pesqueros se ensañan con esas criaturas marinas abandonadas a su
suerte. El mismo O’Barry relata en el ecuador del documental que para la serie
Flipper se utilizaban cinco hembras para el “personaje”. Una de ellas, "Cathy",
se mostraba ufana cuando se reconocía en la pantalla televisor —no así cuando
aparecía en la misma otra de sus compañeras de “reparto”— que el propio O’Barry
había colocado al pie del muelle, extendiendo un largo cable que llegaba hasta
el interior de su casa, convertida en uno de los escenarios de la
popular serie. A finales de los años sesenta, por tanto, ya se tuvo la certeza de
que los delfines son conscientes de su propia identidad. Por ejemplo, se
reconocen frente al espejo. Difícilmente, empero, los que atentaban contra la
vida de esos cetáceos en la “cala”, tengan la capacidad de mirarse al espejo y
reconocerse dentro de una especie a la que sobreentiende el sentido del
raciocinio. Ojalá existieran más documentales de las características de The Cove para hacer sonrojar y, lo que
es más importante, recapacitar a los responsables de esas barbaries. Gracias,
Richard, Louis (Psihoyos) —su director, asimismo presente ante las cámaras para
ofrecer su testimonio sobre los hechos narrados—, Paul (Watson) y Charles
(Hambleton), entre otros. La fe mueve montañas y derriba barreras
infranqueables, incluso en los intersticios de ese vasto país, Japón, donde
convive una sociedad hipertecnificada con un concepto tradicionalista que
ampara prácticas dispuestas para erigirse en una vergüenza nacional, pero que
su población y sus dirigentes desconocen y/o toleran por distintos motivos, algunos ciertamente espúreos.
Para los interesados, enlace para ver el documental completo de The Cove (2009) en Youtube (Aviso: en versión en francés)
http://www.youtube.com/watch?v=yN-m-lPfMuU
Para los interesados, enlace para ver el documental completo de The Cove (2009) en Youtube (Aviso: en versión en francés)
http://www.youtube.com/watch?v=yN-m-lPfMuU
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