Quizás más que ningún otro colectivo, los dirigentes políticos suelen estar en el punto de mira de organizaciones terroristas o paramilitares. A menudo se descuida el factor que, de haber salvado el pellejo algunos de ellos en un determinado atentado la aplicación de la política a seguir pueda subir uno o varios grados de dureza. Parapetados en el sentimiento que, en cierta forma, «han-vuelto-a- nacer» esas políticas relativas a la seguridad nacional tienen en la inflexibilidad el norte que preside sus actuaciones, corrigiendo y aumentando esa lucha sin cuartel con los «enemigos del pueblo» en forma de bandas u organizaciones terroristas cuyas siglas son sinónimo de amedrantamiento a los ojos de una sociedad decidida a vivir en paz. Digamos que cada ciudadano del país donde reside y/o donde ha nacido conoce estas «interioridades»: el frustrado atentado del por aquel entonces aspirante a ocupar plaza en la Moncloa José María Aznar en 1995 con un coche bomba cuyo blindaje le salvó de una muerte segura; el asesinato de los padres del actual primer mandatario de Colombia Álvaro Uribe a manos de las FARC, o el intento de sesgar la vida de la Primera Ministra Margaret Thatcher en 1984 en un atentado acaecido en el interior del Brighton Hotel. De este funesto episodio dentro de unos meses se cumple el 25 aniversario. Se presume que será un acto, como tantos otros, que servirá para honrar a aquellos que perecieron en una masacre que conmocionó en su época a la opinión pública británica. Cinco miembros de los tories (el Partido Conservador Británico) y un total de treinta y cuatro personas heridas fue el siniestro balance que, sin embargo, no cumplió el objetivo final de sus autores materiales: Margaret Thatcher. Esa imagen de «Dama de Hierro» —el sobrenombre con el que se la sigue asociando— saldría más que nunca reforzado a partir de aquel 12 de octubre de 1984. Sus políticas represoras tomaron un cariz impregnado de un aroma de venganza, de ajuste de cuentas, que podría motivar las airadas críticas de los sectores más progresistas de la sociedad británica —en su voluntad de hacer del pactismo una salida plausible al conflicto— que se posicionaron frente al denominado thatcherismo. Pero el odio es como un virus que reacciona de forma diferente en función del huésped sobre el que actúa. Un odio que, en el caso de Joanna Cynthia Berry mutaría hacia el espectro del afecto para con Patrick Magee (ver foto de ambos), el principal «verdugo» de su padre, Sir Anthony Berry (1928-1984). Con la idea de buscar respuestas a la sinrazón de aquella masacre, Jo Berry viajó hasta Irlanda, trató de pulsar el estado de las cosas, y finalmente decidió visitar a Patrick Magee en la prisión donde estuvo confinado hasta su liberación en 1999, dentro de los acuerdos de Viernes Santo que daban por finiquitada la lucha armada por parte del IRA, a pesar que aún quedarían rescoldos por apagar en forma de facciones enrrocadas en el concepto de «autenticidad». De aquel encuentro surgió una amistad, unos vínculos emocionales que han llevado a la determinación de Jo Berry para que Magee asista a los actos en honor de la persona que, con su actuación, dictaminó la sentencia de muerte del progenitor de ésta. Un gesto que podrá revolver el estómago a muchas de las víctimas del terrorismo del IRA. Ni siquiera la gemela de Jo, Antonia Ruth Berry, presumiblemente comparta su decisión o toma de postura. El arrepentimiento de Magee no debería ser eximente para que, desde hace tiempo busque el perdón entre aquellos británicos conservadores cuyas vidas valían años atrás su peso en carne. Pero ese es, lo queramos o no, un acto de reconciliación que la especie humana debe estar dispuesta a admitir para acabar de una vez por todas con esa lacra llamada terrorismo. El demonio (del terrorismo), la carne (de las víctimas) y el perdón (de la sociedad).
No hay comentarios:
Publicar un comentario