domingo, 15 de septiembre de 2019

«LOS PARAÍSOS PERDIDOS»: A LA MEMORIA DE PEDRO HERNÁNDEZ AGUILERA


Presumiblemente, una de las etapas más críticas en el ciclo vital del ser humano sea la que se da cita al cruzar el umbral del medio siglo de existencia. En este periodo confluyen tres cuestiones que nos mueven a una reflexión medida desde la experiencia. En primera instancia, tomamos conciencia de una vida sojuzgada por el sentimiento de lo que aspirábamos a convertirnos pero la realidad nos ha llevado por otros derroteros. Un amago de frustración envuelve nuestros pensamientos cuando queda patente que el recorrido para conquistar nuestros anhelos ha quedado varado en el territorio de la resignación o, cuanto menos, del conformismo o del posibilismo. Asimismo, en ese cruce de caminos imaginario que asoma de manera inusitada al empezar a cubrir la quinta década de nuestras existencias la fatalidad de la pérdida de las personas que te dieron la vida deviene moneda de cambio común salvo excepciones. Los menos tenemos el privilegio de contar aún con la opción de compartir tiempo con nuestros progenitores, en una suerte de prórroga “divina” concebida bajo el manto de unos recuerdos cincelados de una emotividad que se dibuja en las miradas y en un esbozo de sonrisa franca. A todo ello cabe sumar un tercer elemento que emerge en el territorio de nuestros pensamientos y sentimientos al ir quemando etapas: la noción de la muerte. Tomamos conciencia que nuestra presencia (terrenal) tiene fecha de caducidad, máxime cuando nos asomamos al frontispicio de una realidad que se ha llevado por delante la vida de uno de nuestros amigos.
   Tradición obliga, mediados de septiembre sigue siendo el periodo del año en que se da inicio el curso escolar. El 15 de septiembre de 2019 regresábamos a la escuela de la Educación General Básica (EGB) varias de las personas de la «Generación del 67» (con alguna excepción, la de Carlos Ibáñez) que pasamos buena parte de nuestras infancias y los primeros estadíos de la adolescencia en les Escoles Lacinia, sito en el barrio de Santa Eulàlia de L’Hospitalet de Llobregat. Lo hicimos de una manera espontánea, inconsciente con el ánimo de honrar la memoria de nuestro querido Pedro Hernández Aguilera. El recuerdo por los tiempos vividos en aquellos años se activó a medida que nos íbamos sumando a un improvisado corrillo, en una especie de mecanismo (auto)protector que trataba de reprimir un sentimiento de dolor propio de personas que han experimentado en periodos más o menos recientes la pérdida de seres queridos. A buen seguro, Pedro hubiese querido que aquella jornada dominical donde el dolor era el sentimiento común para cada uno de nosotros, abrir de par en par la ventana del recuerdo de aquellos tiempos remotos, dejando filtrar una brisa de inocencia, camaradería y una amistad tallada sobre hierro. En ese «paraíso perdido» que se corresponde con la infancia reside para un servidor el genuino ideal de felicidad. El «plan divino» del ciclo vital registra en las fases primigenias del ser humano los mayores picos de felicidad al albur de un aprendizaje constante, el anhelo del descubrimiento a cada día vencido incluído el enamoramiento bañado de inocencia— y el fortalecimiento de unos lazos de amistad que valen para una eternidad. Al cabo, cada uno de nosotros aprendimos a volar fuera del nido. El guión de la vida nos ha llevado por caminos disímiles, pero existen señales luminosas en la cuneta que nos advierten de la pérdida de seres queridos. Un alto en el camino en el que afloran sentimientos encontrados. Acostumbrados a lidiar con los reproches, las falsas promesas, las envidias en el entorno profesional, las presiones cotidianas inherentes al mundo de los adultos, en esos puntos de encuentro que nos depara el río de la vida fruto de una amistad sin fecha de caducidad ni condicionantes de ningún tipo el tiempo parece detenerse y volvemos a la escuela primaria. Allí donde Pedro asumía el rol de «hermano mayor», dejándonos entrever la puerta de una madurez que él ya había conquistado con el físico propio de un gladiador y una voz rocosa que parecía surgida del Averno. Una voz que seguirá resonando para siempre en el hueco de mi memoria y de tantos amigos de la escuela que tuvieron el privilegio de conocer de primera mano de su bondad, franqueza y honestidad. Descansa en paz, amigo del alma.      

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