El penúltimo año de la
década de los cuarenta no pasó de puntillas en la vida de Robert Bruce Montgomery (1921-1978)
y de su alter ego literario, Edmund Crispin. Definitivamente, un lustro después
de haber creado su personaje literario por antonomasia, el profesor de Letras e
investigador por cuenta propia Gervaise Fen, Buried for Pleasure (1949) le consolidaba en la esfera de los
novelistas versados en historias criminales, aunque en su caso con una diáfana
enmienda hacia lo humorístico. De ahí que Bruce Montgomery hubiese tenido
acogida en el seno del London Detection Club, que por aquel entonces experimentaba cambios en su
organigrama interno el mismo año de la puesta de largo en las librerías de Buried for Pleasure, asumiendo la
presidencia de la distinguida institución privada Dorothy L. Sayers en
sustitución de E. C. Bentley. De esta forma, Sayers precedió en el cargo a la
gran dama de las novelas de misterio, Agatha Christie, una influencia
insoslayable en el patrimonio cultural de Bruce Montgomery.
Casi a la par que salió editada la primera obra
consagrada al personaje de Gervais Fen traducida al castellano por Impedimenta —La juguetería errante (1946)— en 2011,
recuerdo una conversación con mi buen amigo Jaume Carreras en que explicitaba
la conexión existente entre el arte de escribir un historia —ya sea novela
o poesía— y la composición musical. Carreras hablaba desde la experiencia
propia que le facultaba a creer en que la capacidad para articular una melodía
en el pentagrama servía a la perfección para un propósito de índole literario,
en que el ritmo, la cadencia de las frases no resulta un tema baladí a la hora
de armar una historia. Sus palabras vuelven a cobrar sentido al calor de la
lectura de Enterrado por placer –con una
modélica traducción en el haber de Magdalena Palmer para el sello madrileño--,
en que Montgomery (actuando con el nickname
de Edmund Crispin) vuelve a sacar lustre de un primoroso sentido del ritmo,
casi como si se tratara de tempo musical guiado por un concepto operístico, arbolado de matices en las voces y en los instrumentos, aquellos dispuestos a definir personajes con unas
pocas pinceladas que confieren el mosaico humano susceptible de ser colocado
bajo la lupa de un talento con hechuras de "renacentista" fuera de toda duda. Una vez más en la obra literaria de
Crispin se cuelan personajes que buscan definirse fuera de los cauces de la
ordotoxia, empezando por el mismo Gervaise Fen, quien se lanza a la arena de
una campaña electoral local —en Sanford Angelorum— con un punto de
inconsciencia. En esa invitación a ir descubriendo una faceta oculta de
Gervaise Fen, la de aspirante a político que trata de mostrarse equidistante a
los programas electorales de los tories
y de los liberales, Edmund Crispin interpela al lector, en un recurso literario
que tiende puentes con novelistas como William M. Thackeray o Henry Fielding,
entre otros. Muestra inequívoca que Edmund Crispin suelta amarras en relación
al peso de la solemnidad que hubiera podido causar en el lector la sola idea
que Gervaise Fen tutele una ideología con matriz en un pensamiento marcado
por la realidad de los hechos históricos. Lo suyo más bien brota de un discurso
improvisado, aleccionado hacia lo puramente utópico y/o imaginario que habla en boca del propio Bruce Montgomery, esto es, el de
alguien tocado por una inteligencia refinada en el conocimiento de distintas
disciplinas, una de las cuales —la composición musical— empezó a elevar el vuelo
en el campo audiovisual con su debut en el cortometraje Which Will Ye Have (1949). Un argumento
más para pensar que Bruce Montgomery se situaba a la altura de 1949 en un “cruce
de caminos”, deshojando la margarita sobre cuál sería su verdadero cometido
profesional en el futuro. Por ventura, la práctica musical no le distrajo —llegó
a participar en la confección de una treintena de piezas cinematográficas
servidas en suelo británico— de su propósito de enmienda a triunfar en el ámbito
literario, dejando constancia con Enterrado
por placer que la crónica detectivesca —con un encadenado de
desapariciones, a priori desconectadas entre sí— no está reñido con una
soterrada crítica social, esta vez a cuenta de unos comicios electorales que
muestran viñetas de pura hilaridad (por ejemplo, la relativa a un cerdo que parece fuera de sus "cabales") en un contexto rural. Son estos los
episodios donde arraiga lo vitriólico y lo caústico de la personalidad de Edmund Crispin, en
consonancia con el “modo de actuación” de G(ilbert) K(eith) Chesterton, el denominado
“príncipe de las paradojas” que se postuló conforme al primer presidente del
London Detection Club. Montgomery hubiera podido ocupar idéntico puesto, pero
su prematura muerte (registrada en 1978, víctima de un comportamiento dipsómano que no parecía tener límite) frustró una eventual candidatura para el que, a
día de hoy, paradojas de la vida,
sigue siendo un “hombre del renacimiento” ciertamente desconocido por estos
pagos. Con todo, la encomiable labor llevada a cabo por el sello Impedimenta
anima a creer que entre las nuevas generaciones de lectores “hermanados” con la
excelencia literaria la obra de Bruce Montgomery AKA Edmund Crispin estará
sujeta a una justa reivindicación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario