Algo poco
habitual en el sello Impedimenta desde su creación es variar el sentido del título
original, adoptando una traducción que pueda conducir a cierta confusión. En
este sentido, el valor de la excepción llega con La vida soñada de Rachel Waring (1982), en detrimento de la traducción
plausible de With Her Safe at Home,
la segunda de las novelas publicadas del inglés Stephen Benatar (n. 1937). Del
personaje epónimo extraemos, a las primeras de cambio, que es el principal
activo de una narración que, según confesión de su autor, se inspiró en la película
El fantasma y la
Sra. Muir (1947), que hubiera podido
haber visto cuando contaba diez u once años, pero a buen seguro serían distintas revisiones
de la misma que acabarían convirtiéndose en la semilla de una novela alejada de
las modas literarias que imperaban en el arranque de la década de los años
ochenta.
No
resulta demasiado aventurado creer que ese sentimiento de Rachel Waring
expresado las páginas del libro que nos ocupa por romper con su entorno
afectivo, familiar y de amistades miraba no tan solo se miraba frente al espejo de la
Sra. Muir (la maravillosa Gene Tierney) sino también al suyo propio. Una
liberación que en el caso del escritor británico tuvo connotaciones de índole
sexual, sabedor que esa mentira que era su matrimonio con Eileen Dorothy Bird
debía colocar el cierre de común acuerdo. Tardaron en hacerlo casi treinta
años, sobre todo debido a la presión ejercida por un entorno familiar que les
consideraba un modelo de pareja con cuatro hijos a su cargo. En el ecuador de
esta relación Benatar iría tomando forma una obra que vino a refrendar las expectativas
generadas con su anterior título, The Man
On the Bridge (1981), cuyo tránsito por distintas casas editoriales estuvo
a punto de quebrarle el ánimo. Perserverante como pocos, frente las reiteradas
negativas a que se publicaran otros de sus manuscritos de ficción, su dicha llegaría
con el advenimiento de los ochenta, una década especialmente favorable a las
reivindicaciones de los derechos de los homosexuales, aunque en un clima
enrarecido por los casos registrados de SIDA. Su decisión de hacer pública su
homosexualidad llegaría bien entrada la siguiente década, cuando With Her Safe at Home empezaba a ser bien valorada en determinados círculos
literarios. Al cabo, Impedimenta recibiría “acuse de recibo” de aquel prestigio
creciente y lo integraría dentro de un catálogo que sobrepasa con creces los
cien títulos y que no tiene parangón entre las editoriales del estado español
nacidas en lo que llevamos de siglo XXI. Uno de los aspectos que llaman más
poderosamente la atención de La vida
soñada de Rachel Waring es que hubiera podido elaborarse en el periodo
donde R. A. Dick (seudónimo de Josephine Leslie) dio carta de naturaleza a The Ghost and Mrs. Muir (1944) —material
de partida del excelente film homónimo de Joseph L. Mankiewicz—, en pleno boom de escritoras viudas o con sus
familiares directos en el frente de batalla, impelidas a una práctica que hasta
entonces les había sido vetada. Con este turbulento mar de fondo asomarían no pocos fantasmas. El texto de Benatar razona sobre el firme de un
mundo soñado, privativo de un personaje que persigue su propio espacio de
realización personal, evitar caer en un estado de depresión larvado por una
serie de contratiempos. Ese romanticismo del que hacían acopio Josephine Leslie y sus coetáneas —a su vez, heredaderas de una tradición literaria que arranca a
mediados del siglo XIX— queda impregnado en la páginas del texto de Benatar a
través de una narración en primera persona que nos ayuda a ponernos en el lugar
y en la circunstancia de una dama culta, que continuamente evoca al espacio del
cine, de la literatura y del teatro en su oratoria, en sus diálogos o en sus pensamientos íntimos. La ficción, por tanto, es el velo que luce
una mujer avanzada a su tiempo, que abjura de la mentalidad provinciana y
decide que ese corazón delator guíe su vida. La supeditación al
amor no siempre se resuelve satisfactoriamente, pero ello no obsta para que
Rachel Waring no ceje en su empeño de experimentar una realidad virtual más propia del siglo XIX y el
primer tercio del siglo XX, que del XXI. En esa vida soñada emergen galanes con atributos de príncipes azules, de personajes de opereta, snobs persuadidos por la idea de la impostura, y la imagen acaso “espectral”
de Laurence Olivier en el tramo final de la historia, el que había sido
partenaire de Vivien Leigh —cuya belleza es comparada con la de la propia Rachel— en El puente
de Waterloo (1940). En otro puente londinense cercano se situaría el protagonista
de la primera novela publicada por Benatar, ejemplo de constancia en su
quehacer profesional/vocacional y gallardía al abrazar en su vejez un deseo
tantas veces postergado, el de vivir su propia sexualidad en compañía de John
F. Murphy, a la sazón diseñador gráfico de la portada —con la imagen de "Street Ordely Boy" de Donato Barcaglia— de
la edición de 2010 de New York Review of Books y que cuenta con una introducción
de John Carey, apasionado en su defensa de las bondades del contenido que le precede, al punto de considerarla una de las obras capitales de la literatura inglesa del último cuarto del siglo XX.
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