martes, 9 de diciembre de 2014

«LAS DOS SEÑORAS GRENVILLE» de DOMINICK DUNNE: ¿EL CASO DE LA VIUDA NEGRA?

En uno de los capítulos de Plegarias atendidas (1987), obra de Truman Capote (1924-1984) publicada a título póstumo, su autor no duda en colocar el dedo acusador sobre Ann Hopkins, la mujer a la que otorga toda la responsabilidad del asesinato de su marido William Woodward Jr., representante de la alta sociedad neoyorquina. Dicho homicidio ocurrió a mediados los años cincuenta cuando Capote ya frecuentaba los ambientes selectos de la Ciudad de los Rascacielos, dejándose ver en fiestas, celebraciones y actos privados programados por las elites neoyorquinas. Un par de años antes de la publicación de Plegarias atendidas, un coetáneo de Capote, Dominick Dunne (1925-2009) había arbolado su segunda novela, Las dos señoras Grenville (1985), a partir del relato vital del alter ego de Ann Hopkins, Ann Woodward, cuya tragedia empezaría el mismo día que presuntamente disparó a su marido al confundirlo con un intruso, en un caso parejo al sustanciado en los tribunales estos últimos años en relación al atleta sudafricano Oscar Pistorius y su mujer.
    No cabe duda que los treinta años transcurridos desde que Dunne reprodujo en las páginas de "Vanity Fair" sus impresiones sobre el caso Woodward y la publicación novelada de la existencia de Arden en Las dos señoras Grenville marcaría su hipotética “rivalidad” con los textos escritos por Capote, notario de esa sociedad acomodada a la que no escatimaría lanzar envenenados dardos en el centro de las dianas de algunos de sus miembros, entre ellos Ann Woodward, fiel exponente de mujer arribista nacida en un ambiente con escasos recursos económicos. El origen humilde de Arden ejercería un severo contraste con la realidad de una vida de lujo servida de la mano del potentado Woodward Jr. Evidentemente, este último espacio es el que merece captar la atención de Dunne en Las dos señoras Grenville con arreglo a perseguir un dibujo lo más certero posible sobre una mujer y su entorno, víctima de una codicia desbocada. Desde las trincheras del periodismo él conoció el relato de esa caída en desgracia de Mrs. Arden pero, al cabo, cabía orientar la historia hacia los confines de la literatura, en su caso alta literatura, en virtud de un material perfectamente asimilable a la obra de F. Scott Fitzgerald y a la del propio Capote. 
    Por primera vez en nuestro país se atiende a la edición de una de las obras pergeñadas por Dunne, en concreto Las dos señoras Grenville, y lo hace de la mano del sello Libros del Asteroide, fiel a la necesidad de ir dotando de una polifonía de voces autorales ―de muy distintos espacios georgráficos― un catálogo que excede de largo los ciento treinta títulos en sus siete años de existencia. Al amparo de una impecable traducción a cargo de Eva Miller, la lectura de Las dos señoras Grenville se hace especialmente gratificante, en su necesidad de construir un relato que, pese a la entrada y salida de numerosos personajes secundarios, nunca pierde la cara al sentido de que Anne Grenville tenga una presencia troncal. Cierto que Dunne hubiera podido prescindir de algunos pasajes que parecen meros subrayados con el fin de crear un discurso narrativo sólido, pero en su conjunto The Two Mrs. Grenville evidencia su extraordinario dominio de una prosa en cuyo centro de gravedad se sitúa la exquisitez en la descripción de ambientes sojuzgados por la púrpura del poder que confiere saberse rodeado de millonarios dispuestos a dejarse una ínfima parte de sus fortunas en casinos o prestándolas a un tercero para una causa “noble”.  Páginas que se van deslizando por nuestros dedos con un diáfano pronunciamiento de asistir a un curso de una literatura que parece haber prescrito, más propia de haberse situado en el tiempo justo pocas fechas después de la muerte de Woodward (en la novela Billy Grenville) y, por consiguiente, susceptible de que hubiera sido adaptada al celuloide, en primer término, por Joseph L. Mankiewicz. No demasiados cineastas como él hubieran sabido extraer con minuciosa precisión los detalles que se esconden en los pliegues de esta obra que pone al descubierto el gran talento literario de Dunne, otrora cronista de un universo que coparía las páginas de sociedad de la segunda y tercera parte del siglo XX. Allí donde un personaje de las hechuras de Ann Grenville tuvo cabida, siendo su suicidio un acto asistido por su mala conciencia, entre otras, debido a su condición de bígama. Esa condesa descalza abrigaría la necesidad de reinventarse fuera de la sombra protectora de su segundo marido, reservando las últimas páginas del libro a la descripción de una lánguida decadencia donde no faltan referencias a personalidades de nuestro país, como Salvador Dalí, e incluso de un dibujante llamado Alejo Vidal-Cuadras, que dista de la figura de ese europarlamentario de idéntico nombre y apellido compuesto, cuya mirada aviesa parece esconderse tras una capa. Curiosidades al margen, la edición de Las dos señoras Grenville sirve para reivindicar la figura en calidad de prosista de Dominick Dunne –padre del actor Griffin Dunne— y, por encima de todo, el buen gusto literario al calor del retrato de una época y de unos personajes de los que parecían ser cautivos casi en exclusiva de Fitzgerald y Capote.      

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