Hace
unos meses mi mujer Esther y un servidor íbamos en automóvil por las calles de
una localidad próxima al área metropolitana de Barcelona. Desde la distancia
observé un rostro “familiar” (por sus apariciones televisivas), el de Joan Tardà,
ofreciendo un mítin en una plaza del municipio barcelonés. Disponíamos de un
cierto margen de tiempo, así que decidimos apearnos del coche y escucharlo en
una plaza pública. Al final de su intervención, el público asistente —no
superior a las cuarenta personas, incluida la representación local de Esquerra
Republicana de Catalunya (ERC)— iba realizando una serie de preguntas a Joan
Tardà. Entonces, decidí levantar la mano y más que una pregunta en concreto le
hice una exposición personal de cómo veía el horizonte de la consulta electoral
del 9 de noviembre. Básicamente, esgrimí el error de estrategia que suponía
celebrar una consulta aún a sabiendas del muro de la negación que colocaría el
partido en el gobierno del estado español, esto es, el Partido Popular (PP).
Además, la cercanía con el referéndum de Escocia, que tenía todos los visos de
perder (como así fue, aunque con un resultado más ajustado de lo que
vaticinaban los sondeos encargados por el gobierno de David Cameron), podría
tener una cierta incidencia en el ánimo del electorado, calando en un
porcentaje de la población que pasaría a desmovilizarse. Razoné que la mejor
solución sería plantear una consulta cuando los vientos fueran más favorables,
ya con el PP despojado de la mayoría absoluta que había obtenido a finales de
2011, y en serias dificultados de gobernar si no llegara a acuerdos con otros
partidos del arco parlamentario. En ese nuevo escenario, la entrada de Podemos,
aventuré, sería clave, dando la ecuación resultante de los comicios de 2015 un
número de partidos que, a buen seguro, variarían 180 º la estrategia del
inmovilismo practicada por la
Administración Mariano Rajoy. Tardà escuchó con
atención y, en cierta manera, entendió el fondo
del mensaje lanzado por un humilde ciudadano que trata de razonar por sí mismo.
A partir de este punto, mantuvimos un intercambio de opiniones hasta llegar a
la conclusión de un acto que supuso para Tardà tomar la temperatura de los habitantes de una población integrada en lo que,
a efectos de política catalana, se denomina del "Cinturón Rojo del socialismo" y,
por consiguiente, un territorio dónde el sentimiento independentista no ha
calado con la fuerza e intensidad de otros rincones de Catalunya. Casi seis
meses después de aquel encuentro, huelga decir que el tiempo me ha dado, en
cierta medida, la razón. El CIS acaba de publicar una encuesta que sitúa a
Podemos como primera fuerza en intención de voto de cara a las presumibles elecciones
de otoño de 2015. Los diversos recursos presentados por el PP al Tribunal
Constitucional han llevado a la
Administración Artur Mas a rebajar las
expectativas de la consulta, colocándola al nivel de una participación
ciudadana de aires festivos-reivindicativos, algo similar a lo se podría
visualizar en la Diada
de Catalunya de este mismo año, pero en lugar de ocupar el ancho de las
principales arterias de las zonas metropolitanas o urbanas, los colegios e
institutos concentrarán al mayor número de personas posible.
Cuando
visualizo ese escenario de personas que proclama el deseo (muy legítimo, por
otra parte) del derecho a decidir sobre una hipotética soberanía, una emancipación
del “todo-poderoso-estado-español” encuentro refugio en mis propios
pensamientos, aquellos capaces de abstraerse de una mera cuestión identitaria y
advertir que el verdadero peligro que se avecina (no más allá de unas décadas)
responde a parámetros ecológicos, a la inviabilidad de un planeta tierra que en
los años cincuenta tenía una población de 2.000 millones de habitantes y a
principios del siglo XXI superamos con creces los 7.000 millones. Con una
sencilla regla de tres podemos llegar a la conclusión que el consumo se ha
disparado, menguando los recursos naturales de manera alarmante. Los políticos
de nuestro país, sean catalanes, manchegos, canarios o vascos, parecen guiados
en su mayoría por una visión cortoplazista, en que los indicadores que la
ciudadanía debe advertir tienen un sesgo económico. Un discurso que para un
servidor va perdiendo fuelle frente a la realidad de un planeta tierra que
lleva tiempo dando síntomas de una mala salud. Los últimos informes sobre el
deshielo de los casquetes polares ha encendido las alarmas, pero los políticos
siguen instalados en esa lucha de banderas, de defensa a ultranza de unos
sentimientos patrios. Un juego de niños, a mi entender, en relación al futuro que
deparará a las nuevas generaciones si seguimos exprimiendo a nuestro planeta
hasta el límite. Más que en ningún otro momento de la historia, los políticos
deberían centrar sus esfuerzos adoptando medidas en la dirección de evitar un
desastre ecológico. Llegado a este punto quizás sea el momento por parte de los
habitantes del planeta de la necesidad que en la escala de valores de cada uno
de nosotros prime un sentimiento de arraigo y estima al planeta que nos provee
de los recursos necesarios para vivir (a fecha de hoy, algo que no se da en
ningún otro punto de nuestra galaxia, al menos hasta lo que conocemos), sin necesidad de reparar en el color de la tierra donde nos ha tocado
instalarnos.
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