«Una novela sobre el tiempo, la identidad y la libertad
que explora los lazos de unión entre lo personal y lo político. Un noir que podría haber firmado Graham
Greene pero también Virginia Woolf». De esta manera se destaca en la
contraportada de El fragor del día (1948)
por parte de los responsables del sello Impedimenta de lo que podría
considerarse una frase orientativa cara al lector en torno a la séptima novela
escrita por Elizabeth Bowen (1899-1973). Mas, desde mi perspectiva The Heat of the Day podría resultar un híbrido entre la literatura
de Graham Greene y la de Virginia Woolf, un texto que pivota sobre un personaje
situado en el frontispicio de la fatalidad pero que se resiste a desprenderse de aquellos elementos que configuran la esencia de su propia persona, la de una
soñadora convencida de la existencia del elixir
del amor. Es cierto que si tratamos de permutar el personaje femenino de Stella
Rodney por uno masculino acorde a la elección que hubiera merecido por parte de
Greene —rara vez los protagonistas de sus
novelas son féminas—, el tejido narrativo de una
novela de la clase de El fragor del día se
resentiría sobremanera, no así una estructura que aquilata el contexto histórico y político donde se desenvuelve —el Londres de la Segunda Guerra Mundial bajo una
incesante lluvia de bombas que causan estragos en la población civil, a la par
que redoblan el espíritu patriótico y solidario entre sus conciudadanos— con el estudio de caracteres definidos bajo la luz
de la agudeza propia de una autora con una capacidad de observación descomunal.
En mi segundo
acercamiento a la prosa de Elizabeth Bowen (tras la lectura de La muerte del corazón, de cuyo contenido
di cuenta en este mismo blog y que puede consultarse a través de este enlace) vuelvo
a reparar en esa apropiación de un lenguaje hilvanado con suprema maestría por
parte de Bowen, destilado de un sentido descriptivo que no interrumpe en modo
alguno el tránsito de unos personajes por la trastienda de una guerra que levanta barricadas frente a la idea de
un amor perdurable, imperecedero. Vacua ilusión que sigue latiendo en el corazón
de Stella, esa «antiheroína» que camina sostenida por un brazo de Greene y por el otro de Woolf, aquel presto a dominar el
flanco en que converge el pensamiento femenino proyectado hacia un espacio de
libertad, de desmembramiento de la doctrina tradicional en materia de diferencia entre sexos. Algo más de trescientas páginas que Bowen destina a
hacer aflorar, a través del personaje de Stella, un pensamiento avanzado para
su época, descrito con un puntillismo que nos aferra la consideración de la excelencia
narrativa al alcance de unos contados privilegiados. Solo en determinadas
ocasiones esa excelencia se quiebra en la repetición de expresiones o vocablos
que quizás persiguieran una intencionalidad por parte de la escritora
oriunda de Irlanda. Lo que sí no parece
admitir dudas es que Bowen tuvo en mente antes de la redacción del texto la
necesidad de que el contexto social y político descrito no acabara sepultando la matriz de un
relato que invoca a la necesidad de amar o, en su defecto, a la pérdida de amor, peaje
insoslayable para el aprendizaje y posterior proceso de maduración al que se de
abocado el personaje de Stella, estableciendo un particular triángulo
sentimental con Robert Kelway y Harrison, escurridizo personaje, a imagen y
semejanza del Harry Lime de la novela de Greene El tercer hombre, de la que Carol Reed extrajo un film homónimo
perdurable en la memoria de un sinfín de aficionados. A buen seguro Reed
hubiera podido extraer un enorme partido de la pieza literaria de Bowen en sus
tiempos de esplendor creativo, pero las convenciones de la época, marcadas
sobre patrones masculinos, dejaron sin efecto cualquier tipo de tentativa. Reed
abandonaría la práctica cinematográfica en 1973, el mismo año que se conocería
el fallecimiento de Mrs. Owen, cuyas penurias económicas concentradas en los últimos
lustros de su existencia harían mella en su matrimonio, en la
frecuencia de sus escritos y en su propia salud. Una quincena de años más
tarde, casi de manera consecutiva, Granada Televisión produjo The Heat of the Heart (1987) y En el calor del día (1989), a partir de
sendas novelas escritas por la pluma de Bowen y con la participación en ambos
casos de Michael Gambon antes que su nombre traspasara fronteras. Harold Pinter
firmaría el libreto de esta última, apropiándose de un texto que permitía dar
rienda suelta a su fijación por plasmar las tensiones derivadas de las diferencias entre clases
sociales (en ese mismo alambre narrativo se mueve El
sirviente, a partir de la novela de Robin Maugham). Material, por tanto,
reservado a ese principio clasista que define a la sociedad británica que
Pinter trataría de acomodar al formato de producción televisiva servido para
una historia, la de Bowen, que hubiera podido llamarse El riesgo de la traición, el título de estreno en nuestro país de
una producción inglesa de principios de los años 80. Un espacio temporal aún
poco maduro para que el árbol del conocimiento de la prosa de Elizabeth Bowen
diera sus frutos en forma de publicaciones traducidas a la lengua cervantina. Éstos llegarían, una vez más, gracias a la empresa editorial comandada por Enrique Redel, pero
sin descuidar la contribución de los sellos Pre-texto —La casa en París (2008) y el ensayo Siete inviernos: memorias de una infancia en Dublín (2008) — y Acantilado
—El último septiembre (2013)—.
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