martes, 22 de octubre de 2013

«A DOS METROS BAJO TIERRA» (2005) (QUINTA TEMPORADA): ÁNGELES Y DEMONIOS

El consenso general es que la última temporada de una serie marca la valoración que, al cabo, puedas extraer sobre la misma. Una verdad relativa por cuanto la decepción sobre la elección de un determinado final no debería hacernos perder de vista las virtudes que concurren en las temporadas precedentes. En cierta manera, los seguidores de la serie A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2005) podríamos colegir que la quinta temporada viene a resultar un compendio de los aciertos que atesoraban los cuarenta y un capítulos anteriores. Más, me atrevería a razonar que la evolución de los personajes ha permitido que corriera en paralelo con la exigencia interpretativa, al punto que asistimos a un auténtico recital actoral en su fase final. Se advierte casi una pulsión shakespeariana en el corazón de ese drama, cuando no "maldición" familiar de los Fisher, que tiende sus tentáculos en el devenir de otros grupos o unidades familiares de su entorno. Cierto que en el caso de los Chenowith ya venía de “fábrica” —en no pocas ocasiones Billy (Jeremy Sisto) y Brenda (Rachel Griffiths) ironizan sobre el asunto—, dando por descontado que son un “modelo” de familia disfuncional, agravada por la entrada de Olivier Castro-Staal (Peter Macdissi) conforme al nuevo compañero sentimental de Margaret (Joanna Cassidy) después de enviudar, y por otra parte, Claire Fisher (Lauren Ambrosela novia en fuga del, “redimido”, en apariencia, hermano de Brenda, que va de flor en flor hasta acabar a los brazos de un treintañero (Ben Foster), compañero de trabajo y a las antípodas de su pensamiento ideológico. Con estas cartas sobre la mesa, parecería razonable que la serie televisiva se desplazara invariablemente hacia la realidad de los Chenowith y de su entorno afectivo, pero A dos metros bajo tierra seguiría siendo fiel, hasta el último suspiro, a las extrañas desdichas de los Fisher. Para esta parte final, el “contrapeso” de importancia por lo que compete a los Fisher en relación a Chenowith se concentra sobre todo en la persona de George (James Cromwell). Ruth (Frances Conroy) siente como propio el sufrimiento de George cuando debe ingresar en un hospital psiquiátrico para tratar una patología que trabaja a pleno rendimiento en una mente quebrada por un estado paranoide. A la vuelta al hogar del espigado profesor de geología, Ruth inscribirá de nuevo en el casillero de los fracasos de pareja el nombre de George Sibley, con quien se había casado por la iglesia en una toma de decisión que, en retrospectiva, se advierte todo un error— con la asistencia de la hija de éste, Maggie (Tina Holmes). El sostén del afecto se revela insuficiente para que la relación entre Ruth y George se mantenga en pie, y por tanto, consensúan la decisión de que éste trate de encontrar su propia estabilidad en un piso de alquiler, alejado de la convivencia con otro ser, pero manifestando su deseo de seguir en contacto con su (aún) esposa y Maggie. A fin de cuentas, la necesidad de los artífices de A dos metros bajo tierra por seguir ofreciendo el relato emocional de Ruth se debe a que, a estas alturas de la serie, saben que un porcentaje significativo de espectadores han creado una especial “empatía” con esa matriarca que se desvive por su entorno pero que, al observar en su interior, se va vaciando progresivamente. La culminación de esa realidad íntima se manifiesta en Ruth tras la pérdida de Nate (Peter Krause), uno de los pilares fundamentales de la serie. El fallecimiento del primogénito de los Fisher lleva aparejado un cuestionamiento de orden moral que implica a Maggie y Brenda. Al respecto, el antepenúltimo capítulo “All Alone” muestra el escenario del hospital angelino donde ha ingresado Nate, al que acude en primera instancia Dave (Michael C. Hall) para luego reunirse con otros de los miembros de la familia (su novio Keith/Matthew St. Patrick, recién estrenado su papel de padre "dominante" de dos hermanos de raza negra con una mochila demasiado llena de sinsabores vividos en casas de acogida) y la propia Maggie. Por su parte, Brenda, embarazada de varios meses, llega con retraso porque no estaba enterada de lo ocurrido. En el cruce de miradas sostenido entre Brenda y Maggie se lee el pensamiento de cada una de ellas. Pero Brenda entiende que la infidelidad debe quedar en un segundo plano cuando está en juego en la mesa del quirófano la vida de Nate. La mayor de los hermanos Chenowith vuelve a protagonizar otra de las escenas más sutiles y, a la vez, duras cuando sugiere a Nate, postrado en la cama del hospital —que acabará convirtiéndose en su lecho de muerte— que «superamos esto juntos». Nate niega la mayor y sin verbalizarlo anuncia una separación definitiva. Quizás, en su fuero interno Nate se sabe muy cerca de la muerte y, por consiguiente, nada tiene que perder. Una muerte con la que ha convivido a diario desde que asumió, junto a Dave, la herencia del negocio familiar. Como no podría ser de otra manera, Dave acaba siendo cliente de Fisher & Diaz, una sociedad limitada que se tambalea merced a la inestabilidad emocional que padece Dave. Un escenario ideal para que Rico Díaz (Freddy Rodríguez) saque tajada y quiera comprar las acciones de Dave y de Brenda. Así, el ascensor de ese arribista llamado Rico (un diminutivo, por tanto nada ocioso) se proyecta hasta la última planta del negocio funerario. Una aspiración legítima si se quiere, pero cuestionable en todo caso en su fundamento moral. Todo ello queda refrendado en uno de los tramos del último capítulo, “Everybody’s Waiting”, en que Alan Ball vuelve a tomar las riendas de la dirección (firmaría un total de la seis a lo largo de la misma) que había creado un lustro antes. Más largo que la media —superando de forma excepcional la hora de duración— el título “Everybody’s Waiting” hace referencia a su epílogo. Para la elaboración del mismo, Ball debió tener fresca en la memoria títulos como Magnolia (1999) y Big Fish (2003), dirigidas por Paul Thomas Anderson y Tim Burton, respectivamente. Asimismo, un desenlace que no sorprende en el firmante del guión de American Beauty (1999), cuyo final da un giro de 180º. El de A dos metros bajo tierra también lo hace, siendo fiel a esa idea que la muerte puede ser una prolongación de la vida. Allí donde habitan ángeles y demonios.  

No hay comentarios: