El próximo 6 de julio se cumplen diez años del fallecimiento de
John Frankenheimer (1930-2012), uno de mis cineastas predilectos por muy
distintas razones. Creo recordar que mi primer acercamiento al cine de
Frankenheimer en una sala oscura (había visto con anterioridad
algunos de sus títulos por la pequeña pantalla, seguramente El tren y El hombre de Alcatraz), al menos hasta donde mi
memoria alcanza, fue con una proyección en filmoteca de Los temerarios del aire (1969). Burt Lancaster, Scott Wilson, Gene
Hackman, Deborah Kerr... un reparto mayúsculo. Se trata de un film en que me vuelven una y otra vez sus imágenes, a modo de flashes: ese arranque con un plano aéreo en que la cámara sigue la
trayectoria, al compás de la música de Elmer Bernstein, de un automóvil con remolque en el que se desplazan tres paracaidistas; la escena nocturna en
que Deborah Kerr y Lancaster se hablan con la mirada para luego abrazar sus
corazones dolientes; el suicidio del veterano paracaidista, y ese final en que
se juega al contrapunto, el del pesar por la pérdida de un compañero y amigo
que se adivina en el rostro del personaje encarnado por Hackman, “enfrentado” a
los fuegos artificiales para celebrar el 4 de julio.
Estos días, con motivo de
la conferencia que daré sobre John Frankenheimer y la «Generación de la
televisión» en el CICA de Gijón —en esa feliz iniciativa del equipo capitaneado
por Víctor Guillot con la estrecha colaboración de Adrián Sánchez, entre otros—
el 8 de julio, en el marco de un ciclo de cariz “transversal” sobre dicha
generación he ido refrescando películas, monografías y documentación que guardo celosamente
sobre el cineasta neoyorquino desde hace un montón de años. Entre ésta me topo over and over, en forma de mantra, con escritos
en que se tenía y sigue teniendo la idea interiorizada por mucha parte de la crítica
que Frankenheimer concluyó su mejor cosecha en los años sesenta. Luego, su
prestancia profesional declinaría. Cierto que sus trabajos en aquella década
marcarían la pauta de encontrarse ante una auténtica figura de la escena
cinematográfica, en justa correspondencia con todo ese background acumulado durante su etapa de fogueo en la «Golden Age of Television». Pero en ese marco de "desubicación" que
comportaría para muchos directores veteranos la década de los setenta, en que
los moteros tranquilos y los toros salvajes se habían instalado para quedarse, Frankenheimer
trataba de congeniar las art movies
con un cine de “evasión” pero que llevara incorporado un discurso crítico como
el que muestra, por ejemplo, Domingo
negro (1977). La revisión de esta adaptación de la novela de Thomas Harris
sorprenderá a más de uno por su carácter profético en torno a esa "visualización" del terrorismo de los albores del siglo XXI.
Impresionado por el
impacto que me causó Los temerarios del aire (muy libre, vamos, inventada traducción del original The Gypsy Moths), cada vez que se anunciaba el
estreno de un film dirigido por Frankenheimer acudía al mismo, en un “ritual”
que duraría hasta Ronin (1998), el
film que le devolvería un merecido prestigio crítico un tanto enterrado. Cuando la propuesta no
acababa por estimularme lo suficiente (52, vive o muere, por citar un título), me dejaba llevar por ese virtuosismo técnico, a golpe de master shots, inclinaciones de cámara (un guiño a su admirado Carol Reed) o demás recursos, del que hacía gala Frankenheimer y del que compañeros de oficio le alababan. El propio Frankenheimer comentaba la anécdota,
reproducida en el libro-conversación de Charles Champlin para el Director Guilds of America (Riverwood Press, 1995),
de la ocasión de haber conocido a David Lean a través de William Wyler. Éste último le dijo: «te voy a presentar a alguien que te admira mucho. Considera que eres uno de los
mejores directores en colocar la cámara». Y de inmediato entró por la puerta David
Lean. Un momento, sin duda, imborrable para Frankenheimer, quien vistas las
complicaciones existentes en un espacio cinematográfico en permanente
transformación, cada vez más tendente a la infantilización de sus contenidos, buscaría
amparo en la televisión. Su rosario de producciones para el medio atiende a un
nivel fuera lo común: The Burning Season
(1994) —sobre la figura del activista ecologista Chico Mendes (Raúl Julia)—, Against the Wall (1994) —proverbial magisterio
de dirección con un equipo artístico a su disposición que lo evaluaba entre los
mejores de toda su andadura profesional—, George
Wallace (1997), Camino a la guerra
(2002)... Sin conocer esta parte de su obra y prestar ni tan siquiera una mínima
atención a la ingente producción televisiva librada en sus años de los Dramáticos
en directo estilo You’re There, Playhouse
90, Danger, Studio One... definitivamente tendremos una visión muy parcial de
su cometido profesional. Aficionado a los coches deportivos, con un
conocimiento enciclopédico del cine, lector voraz, un punto presuntuoso y
dotado de un ojo primoroso para emplazar la cámara, John Frankenheimer
fallecería un par de días después de haberse celebrado el Día de la Independencia de los
Estados Unidos en 2002, más señalado que nunca aún reciente los atentados a las
Torres Gemelas. Lo haría en la mesa del quirófano para tratar de corregir esos
dolores de columna vertebral generados durante sus años de combate en los
espacios dramáticos en directo. De semejante mal, producto de la acumulación de
una enorme tensión, se resentirían igualmente Franklin J. Schaffner, Ralph
Nelson o Robert Mulligan, todos ellos miembros de la denominada «Generación de la televisión» cuyas películas se pasean estos días
en el CICA de Gijón. Allí donde asomará este viernes El mensajero del miedo (1962), para luego ofrecer una conferencia
que tiene un explícito sentido de tributo hacia una personalidad cinematográfica
de altos vuelos en el contexto de la segunda mitad del siglo XX.
Enlace a una de mis secuencias favoritas de Los temerarios del aire (1969) en Youtube
Enlace a una de mis secuencias favoritas de Los temerarios del aire (1969) en Youtube
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