En una de las estrofas de la canción Compass —perteneciente a American Dream (1988), un álbum más bien para el olvido para los correligionarios del sonido CSN(Y)— reza «tres vidas aún me quedan, seguro, al margen de la espiritual». Bueno, eso lo había escrito hace más de veinte; ahora, a David Crosby, que cumple sesenta y ocho años tal día como hoy, tan sólo le deben restar una o dos de las siete que le corresponden a este cantante y compositor de mirada felina. La muerte le ha rondado tantas veces que solo cabe aferrarse a su espíritu gatuno para entender que es un auténtico milagro que haya sobrevivido a tanto exceso etílico y nieve que quema, además de ser un imán por sí solo para asuntos turbios de distinta índole.
En muy pocas ocasiones se habla de David Crosby como el hijo de Floyd Crosby (1899-1985), un neoyorquino que hizo fortuna como cameraman. Éste se las debía prometer muy felices cuando en 1931, siendo un advenedizo como director de fotografía, conquistó un Oscar por la iluminación de Tabú de los insignes Friedrich W. Murnau y Robert J. Flaherty (uno de los «padres» del documental al que pronto dedicaré un post). Pero a medida que iba apagando velas con motivo de su aniversario la cosa, a nivel profesional, empezaría a declinar. La serie B fantástica asomaría en su carrera en los años cincuenta y sobre todo los sesenta. Crosby Sr. relataría en alguna que otra entrevista la forma de trabajar con Roger Corman. Por imperativos presupuestarios, Floyd Crosby se vio obligado a iluminar únicamente lo que veía por el visor de la cámara; el resto era puro decorado, así que los trávelings estaban, en verdad, restringidos. A pesar de ello, el «ciclo Poe», en el que el operador participó en algunos de sus títulos, la condición de culto ganaría con el paso de los años. Para evitar que su hijo (Los Ángeles, 1941) sospechara que aquello que lucía en pantalla en formato scope era un (pequeño) fraude observado desde el plató, Floyd no puso reparos en que David visitara otros espacios artísticos menos proclives al artificio. Como toda biografía ligada a un músico nacido durante o inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, los años sesenta se convirtieron en una etapa frenética en lo creativo; el aprendizaje se produjo sobre la marcha hasta que la oportunidad le sobrevino con The Byrds. Formación canónica de la música folk-rock de la época, The Byrds se sumaba a la banda sonora de Buscando mi destino / Easy Ryder (1969), «camposanto» del movimiento hippie donde sobresalía un Jack Nicholson que había velado sus primeras armas en el cinematógrafo al amparo de la American International Pictures, el refugio natural de Floyd Crosby. El mismo año que se imprimían sobre la pantalla los últimos créditos donde aparecía el nombre de Floyd Crosby —casualidades de la vida: The Cool Ones (1967), el título en cuestión, versaba sobre unos jóvenes aspirantes a músicos que eran utilizados por el medio televisivo para su promoción—, David volaba con destino desconocido tras desligarse de The Byrds. En aquellos meses de incertidumbre se cimentaría una de las formaciones musicales indispensables para interpretar la implicación de la música en el seno de la sociedad civil norteamericana y, por ende, de la occidental: Crosby, Stills y Nash. Las tensiones vividas en el seno de CSN —con el añadido guadianesco de Neil Young— a lo largo de cuatro décadas son casi como ríos de agua cristalina frente a una vida que se contornea como una montaña rusa «fuera de categoría». Una vez, a principios de los años ochenta, la policía federal rodeó su casa-farmacia y le apresó por posesión de drogas varias y un arma que, dado su estado de paranoia, representaba no tan sólo un serio peligro para vecinos, amigos y familiares sino para él mismo. Al ser interrogado del porqué tenía cargada ese arma, David acertó a decir, a modo de justificación: «John Lennon». A partir de entonces, su cada vez más hinchado cuerpo rodaría por el lodazal de las desgracias que acabaron por dar con sus huesos en la cárcel. Luego, ya fuera de la trena donde incluso llegó a actuar con Graham Nash y Stephen Stills –otro que aspiraba por la nariz en cualquier estacón del año—, perdió su casa en un terremoto, fue encausado por haber atropellado a un motociclista y se le diagnosticó una hepatitis C que, sin mayor demora, urgía un transplante de hígado. Con una imagen más propia del pornógrafo Larry Flynt postrado en una silla de ruedas —que estaba a punto de pasar a la posteridad cinematográfica merced al irreverente film de Milos Forman El escándalo de Larry Flynt (1996)—, que la de un veterano músico cincuentón que se batía el cobre sobre los escenarios, a su curriculum vitae poblado de historias para no dormir se sumaba una de las más pintorescas: se revelaba que era el padre (de alquiler) de la hija de Melissa Etheridge —cantante veinte años más joven que él— y de su pareja Julie Cypher. Luego podrán esgrimir sus detractores que desde aquella primera etapa con CSN(Y) –con el mítico Déjà vu (1970) luciendo en lo más alto de su discografía— su inspiración iría cuesta abajo. Visto el panorama, uno llega al convencimiento que el bueno de David Crosby se dedicó a la profesión de sobrevivir. Y no es una tarea fácil cuando alguien vive con un pistolón bajo la almohada o aguarda la llamada del teléfono para saber si ese hígado será esta vez compatible con su sistema inmunológico puesto en tantas ocasiones en el disparadero a cada chute de heoína o cocaína. Feliz cumpleaños, Mr. Crosby. Sobrevivir musicalmente tras casi medio siglo es tarea reservada a unos pocos, pero además sobrevivir a toda clase de desgracias (en el amplísimo sentido del término) le hacen una especie única.
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