martes, 11 de enero de 2022

«MAESTRAS DEL ENGAÑO» (2019) de Tori Telfer: VIDAS AL LÍMITE

 

En su prospección por las historias que atañen a asesinas de distintos periodos y latitudes y que, a la postre, dieron cuerpo a su libro de debut, presumiblemente Tori Talfer dejara aparcado en un cajón féminas susceptible de estar relacionadas con algún acto homicida. No obstante, éstas escaparon de la carga probatoria de un delito de sangre y “tan solo” pesaría una pena por “delitos menores”, tales como la estafa o la usurpación de personalidad. De ahí que, a rebujo del éxito de Damas asesinas (2017) publicada dos años más tarde por Impedimenta, Telfer ya tuviera cubierto parte del trabajo de campo para su siguiente volumen, el que responde al genérico Maestras del engaño (2019), igualmente publicado por el sello madrileño en el último trimestre del segundo año «pandémico».

Siguiendo el mismo esquema de su monografía precedente incluido el detalle de las notas de pie de página situadas en las últimas páginas del volumen, toda una rara avis dentro de los parámetros de edición de Impedimenta, Maestras del engaño: estafadoras, timadoras y embaucadoras de la historia asiste a no menos de una veintena de relatos de otras tantas mujeres, algunas de las cuales quedan bajo el paraguas de las etiquetas «Las espiritistas» o «Las anastasias». Sobre estas últimas razona uno de los pasajes más estimulantes de la presente obra, en que Tori Telfer se explaya en mostrar al lector un grupo de féminas con el denominador común de haber sido (auto)proclamadas Anastasia, una de las tres hijas de Nicolás II y Alejandra. Con el asesinato de éstos se puso el punto final a la dinastía de los Románov. Particularmente impactante resulta el relato de una de estas «Anastasia», Franciska Schanzkowska, quien llegó a perder el juicio (mental) y, al parecer, sufrió del síndrome de Diógenes, llegando a contabilizar una sesentena de gatos (¡!) en un inmueble con unas condiciones higiénicas y de salubridad deplorables. La parte final del capítulo de «Las anastasias» eleva una conclusión con marchamo de sentencia en el siguiente párrafo: «La larga y tortuosa cuestión del destino de los Románov se resolvió de forma definitiva en 2009. Los dos últimos cuerpos aparecieron al fin en una segunda tumba no muy alejada de la primera, y el ADN confirmó que esos eran los huesos de Alexéi y de la hermana que faltaba. Ya era oficial: nadie había sobrevivido a los eventos del sótano de la Casa Ipátiev. Ninguna de las mujeres que iban por el mundo afirmando que eran Anastasia decía la verdad. La primera solo había vivido hasta los diecisiete años». Menos taxativa se muestra Telfer en el pliego de conclusiones que encuentran acomodo en el grueso de los pasajes de Maestras el engaño, en que el arco de estafas y de timos deviene amplio y variopinto, con mención especial para Bonny Lee Bakely, en el que podríamos destacar conforme a uno de los capítulos más hilarantes, salpimentado de un jugoso anecdotario, en que queda convocado uno de los actores de A sangre fría (1967), Robert Blake. Intérprete precoz aparece de manera episódica, a los once años, en El tesoro de Sierra Madre (1948), Blake contrajo matrimonio con Bonny Lee, en una decisión que no tardó en lamentar. Al llevar al altar al menudo actor Bonny Lee vio cumplido su deseo de casarse con un famoso después de haber perseguido infructuosamente a Jerry Lee Lewis durante diez años (¡!), hacer creer a su círculo de amistades que había sido novia de Elvis Presley o de haberse carteado con el primogénito de Marlon Brando —Christian, mientras éste cumplía pena de prisión por asesinato. Con todo, para el capítulo final de esta serie de relatos Telfer reserva el recorrido por la historia de Sante Kimes (1934-2014) al que se la otorgan una infinidad de álias y/o seudónimos, de largo el personaje más abyecto y vil, capaz de «esclavizar» a sus criadas sopena de devolverlas a sus respectivos lugares de origen. Lugares habitados de miseria y penurias de distintas índole, caldo de cultivo propicio para que buena parte de estas féminas que desfilan por la presente monografía abracen un ideal de felicidad en que el dinero representa un salvoconducto indispensable. Para ello se recurre a las armas de mujer, en que la apariencia representa el primer mandamiento para captar la atención de varones con una cuenta corriente generosa que, de la noche a la mañana, pueden desaparecer sus fondos o, cuanto menos, menguar de manera ostensible. La lectura, pues, de Maestras del engaño tiene un sentido de crescendo en cuanto a la intensidad de sus últimos episodios, llevándose la palma Sante Kimes, situada en esa frontera del crimen y, por consiguiente, con un pie puesto en la otra parte del díptico, el de Damas asesinas, la pieza bautismal de la escritora norteamericana atrapada durante años en la telaraña del «Mal» con su interminable escala de grises.                        

domingo, 5 de diciembre de 2021

«LEM. UNA VIDA QUE NO ES DE ESTE MUNDO» (2017) de Wojciech Orliński: UNA BIOGRAFÍA ATÍPICA Y SINGULAR, EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DEL GENIO POLACO


En mis años de adolescencia Stanislaw Lem (1921-2006) no era un nombre que me resultara desconocido merced a que algunos de sus títulos —traducidos al español dentro de la colección de libros de bolsillo del sello Bruguera dedicados a la sci-fi— formaban parte del “paisaje” del inmueble de uno de mis mejores amigos, Álex Carrilero. Al igual que Álex, Wojciech Orliński (n. 1969) fue un lector precoz de Stanislaw Lem cumpliendo idéntica premisa que mi amigo, esto es, tener acceso a una biblioteca familiar donde se podían encontrar varios volúmenes del genio polaco. Con este background de largo recorrido no debería extrañar que Orliński, a sus cuarenta y ocho años, diera acomodo a la biografía sobre uno de los más grandes pensadores del siglo XX —superada la etiqueta de
«escritor de ciencia-ficción»— con marchamo de convertirse en una obra de referencia de consulta obligada para quienes sientan atracción por una figura como la de Stanislaw Lem. Desde hace tiempo, el sello Impedimenta, que en la década pasada se había aplicado a la hora de relanzar la obra de Lem con los cánones de calidad a las que nos tiene acostumbrados el sello madrileño —incluidas las traducciones partiendo del idioma nativo y no de traducciones «interpuestas» del inglés o del francés—, se reservaba para la publicación de Lem. Una vida que no es de este mundo (2021) coincidiendo con el cumplimiento del centenario del nacimiento del escritor oriundo de la extinta Leópolis. A Bárbara Gil se la asignó la compleja labor de traducción de la obra de Orliński, que contiene algunas “licencias” en forma de comentarios que apelan a sus gustos o preferencias personales, y en especial, la minuciosa descripción que hace del encuentro con su idolatrado escritor ya en pleno declive creativo motivado por distintos factores. Entre éstos cabe anotar sus problemas de salud —en 1976 y en 1985 estuvo en el frontispicio de la muerte por distintas dolencias pero con el denominador común de sufrir infecciones—, entre las que computa la fiebre del heno (no en vano, el título de una de sus novelas de los años sesenta, abordada en clave de intriga detectivesca); las cuestiones de índole política relativas al régimen comunista de la República polaca —se instaló en Austria durante algunos años de la década de los ochenta—, y la eliminación de la precariedad económica, un factor que había contribuido a agudizar su intelecto al punto de escribir de manera convulsiva, contabilizándose en semanas el tiempo que tardaba en generar una novela como Solaris (1961). A propósito de la pieza literaria con la que presumiblemente se asocia al nombre de Stanislaw Lem para el común de los mortales con inquietudes culturales —con cierta inclinación sobre todo al binomio «cine-literatura»—, la biografía en cuestión dedicada un considerable espacio a recrear el encuentro entre Lem y Andréi Tarkowski, en que el cineasta ruso salió con el semblante un tanto desencajado y pudo comprobar que el escritor polaco no era precisamente un dechado de diplomacia. Entre las muchas sorpresas que depara Lem. Una vida que no es de este mundo encontramos que el biografiado nunca llegó a completar el visionado de Solaris (1971) —apagó el televisor al poco de empezar— y, en cambio, se mostró un tanto condescendiente con la adaptación cinematográfica a cargo de Steven Soderbergh a principios del nuevo milenio. Botón de muestra de algunas de las actitudes adoptadas por Lem que mueven al desconcierto y que reafirman su carácter singular, el propio de un escritor self made man cuya adolescencia y juventud estuvo marcada por la sombra alargada del nazismo cuando el régimen nacionalsocialista instaurado por Adolf Hitler invadió Polonia. Orliński reconstruye aquel periodo desconfiando del testimonio propio de Lem —por ejemplo, las fechas bailaban en función de quién era su interlocutor—, en una apuesta decidida por ceñirse a la realidad de los hechos en un desempeño antológico a nivel de documentación con infinidad de consultas de diarios, revistas y testimonios de aquella época.
    La rúbrica a este espléndido trabajo biográfico lo pone un índice analítico entre cuyos centenares de entradas cabe destacar las correspondientes a Barbara Lem, la fiel esposa del escritor —con quien contrajo matrimonio en 1953 y le acompañó hasta sus últimos días—, a su hijo Tomasz Lem –algo mayor que Orliński y coetáneo de Álex y un servidor--, consagrado a mantener la llama de su figura paterna a través de las continuas revisiones y traducciones de su obra, y a varios de los intelectuales y/o científicos que formaban parte de su círculo de amistades —Jan Jósef Szszepaviski, Slawomir Mrozek y Jan Bloński, entre otros— con los que mantuvo una compulsiva relación epistolar. De aquella correspondencia se hace eco la biografía de Orlíński al reproducir fragmentos de cartas que contribuyen a reconstruir de una manera certera una vida que cubre cuatro quintas partes del siglo XX y que condensa en unas pocas páginas los últimos seis años de su existencia, ya carcomido por una frágil salud y acentuado su carácter vehemente, propio de alguien que no reconocía en internet un ideal de progreso, de conquista del intelecto del ser humano. Más bien lo evaluaba conforme a un peligro, toda una ironía para quien había vaticinado —sin proponérselo— la existencia de un mecanismo similar de comunicación entre los seres humanos en La nebulosa de Magallanes (1955), publicada en la antesala de experimentar el reconocimiento a nivel mundial, plenamente refrendado a lo largo de la siguiente década, en la que podríamos colegir la «edad de oro» de la obra de un pensador que tuvo una vida que no es de este mundoWojciech Orliński dixit.

martes, 9 de noviembre de 2021

«EL PROFESOR A. DOŃDA» (1974) de Stanislaw Lem: EL GENIO POLACO EN LA FRONTERA DEL «TEATRO DEL ABSURDO»

 

La obra traducida en lengua castellana de Stanislaw Lem (1921-2006) había permanecido un tanto dispersa en distintas colecciones de otras tantas editoriales hasta que a principios de la década pasada el sello Impedimenta anduvo resuelto a colocar la primera piedra cara una «Biblioteca Lem» habitada de piezas inéditas y reediciones de relatos y novelas con la particularidad que sus respectivas traducciones se han hecho directamente del polaco. Coincidiendo con el cumplimiento del natalicio del prolífico escritor polaco Impedimenta ha reservado el último trimestre de 2021 para dar acomodo en su exquisito catálogo, amén de la enésima reedición de Solaris (1961), a uno de sus relatos cortos El profesor A. Dońda (1974)— y a una biografía elaborada por Wojciech Orlińsky con un título Una vida que no es de este mundo (2021) suficientemente explícito en relación a su condición de una de las mentes más brillantes surgidas al inicio del siglo XXI. Al respecto, cara a la estrategia editorial pergeñada por Impedimenta sirve de “aperitivo” en este año conmemorativo del nacimiento de Lem El profesor A. Dońda, inédita por estos pagos hasta la fecha en que se nos muestra a un autor que no quiso poner freno léase (auto)limitaciones— a un humor que parece darse la mano con el «teatro del absurdo» auspiciado por Samuel Becket y Eugène Ionesco con sus propias singularidades. De algún modo, la publicación de El profesor A. Dońda gana en importancia a la hora de evaluar la amplitud de registros estilísticos y de tono a los que se encomendó Lem, jugando al “despiste” tan propio de aquellos artistas “militantes” de la ortodoxia, prestos a dinamitar espacios socorridos por los tópicos y/o las fórmulas trilladas. Fruto de su desbordante imaginación, Stanislaw Lem abrió un paréntesis en su quehacer de novelista para ofrecer a los lectores una pequeña obra que adopta el punto de vista a efectos de narrador— de Ijon Tijy para ir desgranando aspectos de la «vida y obra» del personaje epónimo. La biografía inherente a Dońda marca las pautas de la naturaleza de un relato que cuenta para la presente edición con un prólogo a cargo de Patricio Pron, pórtico de entrada a una pieza de extravagante atractivo, situada en el frontispicio de un humor que no nos debe distraer de la importancia de su carga de profundidad en forma de carácter visionario. En aquel lejano, cuando no remoto 1974, Lem ya vaticinaba la necesidad de un certificado de vacunación para poder desplazarse por un mundo cada vez más intercomunicado y sobre todo en pleno proceso de «minituarización» de un caudal de información medida en terabytes, al punto que Dońda –catedrático de Svaunética en la Universidad de Kulahari, en la república africana de Lambia— hace suya la expresión-reflexión «La computarización le retorcerá el cuello a la civilización, pero eso sí, con suavidad». Así pues, por la vía humorística coaligada con el absurdo, Stanislaw Lem dio carta de naturaleza a un relato breve que coloca en el disparadero la deriva tecnológica a la que parecía abocada nuestra civilización próximo a traspasar el ecuador de la década de los setenta y que el paso del tiempo ha venido a refrendar una vez cubierta la quinta parte del siglo XXI. Para tal menester el relato salta del continente africano al europeo y viceversa, en virtud del itinerario seguido por Dońda, cuyo nombre de pila –el de Affaidaid— se debe a un fallo administrativo, al más puro estilo Brazil (1985), la fábula cinematográfica pergeñada a partir de un libreto de Tom Stoppard, Charles McEwon y su director, Terry Gilliam. Quién sabe si Gilliam tuvo presente el contenido de El profesor A. Dońda cara a filtrar en su guion algunas de las “genialidades” de Lem, pero no extrañaría por lo que concierne a un lector compulsivo –entre otras especialidades, la ciencia-ficción especulativa y/o con resabios metafísicos— como el cineasta norteamericano vinculado temporalmente a la troupe de los Monty Python. Asimismo, imagino a Gilliam dibujando su otra faceta artística más relevante— distintas viñetas de las hijas de Muwahi Tabuhine que, una vez consumados sus respectivos matrimonios, en su conjunto, tejen una malla de conexiones entre los poderes fácticos de la nación de Gurundangu, limítrofe con Lambia donde imparte cátedra el bueno de Dońda. En última instancia, a él se debe una ley que cursa en sentido contrario a un progreso tecnológico desbocado en que la información tiene masa y tiende a ser convertida en materia. Razonamiento relativo a la ciencia marca de la casa de Lem, que combina con una diatriba en contra de gobiernos que institucionalizan el soborno al punto de crear un Banco de la Corrupción con el objetivo de ofrecer créditos a empresarios y demás personal para semejantes prácticas. En el otro extremo del cuadro opera Dońda, quien en su exilio selvático trata de dar forma a un tratado que, según Ijon, marcará un nuevo hito de una civilización que necesariamente requiere «reinventarse» sopena de quedar devorada por su propia ambición anexionada al servilismo de una tecnología que no parece tener fin.  

sábado, 9 de octubre de 2021

«LOS ANILLOS DE SATURNO» (1995) de W. G. Sebald: UN VIAJE A TRAVÉS DE LOS TIEMPOS

 

Mientras conocía la noticia en el día de ayer que Abdulrazak Gurnah (n. 1948) había sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura me enfrentaba a la lectura de la últimas páginas de Los anillos de Saturno (1995), un título que merced a una asociación de ideas instantánea podríamos tener la tentación de colocar en las estanterías reservadas a la ciencia-ficción y a la fantaciencia, con un autor “identificado” con las iniciales de sus nombres de pila, algo nada infrecuente dentro de la infinita lista de escritores que han frecuentado este género literario. De hecho, W(infried) G(eorge) Sebald (1944-2001), el autor de la novela cuyo título deviene susceptible de prestarse a equívocos cara a una eventual clasificación, hubiese podido ser uno de los escritores adscritos a la geografía británica que precedieran a Gumah en la obtención de la máxima distinción cuanto menos, a efectos de repercusión mundial, pero su temprano fallecimiento a los cincuenta y siete años— truncó una carrera literaria y poética iniciada (tardíamente) a los cuarenta y cuatro años con su pieza bautismal Del Natural (1988). Al igual que Abdulrazak Gurnah, Sebald, en su condición de “exiliado voluntario”, practicó la docencia en la universidad inglesa. No obstante, a diferencia del escritor de origen tanzano, Sebald, residente en Inglaterra desde 1965 un año especialmente "explosivo" a nivel cultural y social— nunca abandonó su costumbre de escribir sus novelas y poemarios en su lengua materna, el alemán. Una postura que muestra hasta qué punto Sebald quiso cincelar una obra que preservara el matiz exacto de una prosa elaborada hasta la extenuación y con ello “sacrificara” presumiblemente una mayor proyección a nivel internacional vehiculada a través de su lengua de “adopción” y con la que se solía corregir en los ambientes universitarios donde impartía clases. En estos círculos intelectuales Sebald era reconocido como un escritor de una enorme talla, cuya progresión, lejos de detenerse, cobraba un nuevo impulso con la publicación de Austerlitz (2001), a juzgar por buena parte los coineusseurs de su obra su trabajo más redondo, en que vuelve a “invocar” al pasado a la hora de trazar un viaje que transita por un mar de sensaciones, algunas presididas por un sentimiento de melancolía sin menoscabo a preservar una orientación “memorística” sobre la historia de los antepasados del continente europeo. Intuyo que para aquella comunidad de profesores y estudiantes de la Universidad de Suffolk donde Sebald seguía impartiendo clases la noticia de su accidente de tráfico –al parecer, producto de un choque frontal con un camión--, del que salió ilesa su hija que le acompañaba, supuso un duro golpe desde el plano anímico. Una vez más, la noticia de una muerte mal que nos pese—sirvió de pórtico de entrada para que numerosas editoriales (con domicilios fiscales situadas más allá de los dominios de Gran Bretaña) mostraran interés en publicar las novelas de Sebald a título póstumo. Al dictado de esa “ley no escrita”, la muerte de un escritor parece avivar “el fuego del descubrimiento” entre buena parte de los editores, despertando una atención que seguramente en vida de Sebald hubiese tenido un valor, al menos, relativo. De tal suerte, el sello barcelonés Anagrama publicó en 2004 el poemario Del natural, en que aborda el tema de la supervivencia a través de las vicisitudes por las que pasan tres hombres. En plena “ofensiva” de Anagrama por dar a conocer la obra de Sebald entre los lectores salió al marcado Los anillos de Saturno dentro de la colección Panorama de Narrativas en noviembre de 2008. Más de una docena de años después, el contenido del texto de Sebald tiene acomodo dentro de la colección Compactos, igualmente con traducción a cargo de Carmen Gómez García, quien en su momento se había encontrado ante la disyuntiva de traducir las partes que el autor había escrito en inglés. Párrafos en su lengua “de adopción” que funcionan a modo de ráfagas, salpicando las mismas un texto escrito originalmente en alemán. Para alguien no familiarizado con la lengua de Milton la decisión de dejar sin traducción estas partes (mínimas, cabe decir, para un total de más de trescientas páginas) se me antoja discutible, pero no debería empañar la profunda sensación de asistir a un ejercicio literario sobre el que cuelga el peso de la historia que cruza continentes, viaja a través de tiempos remotos y más cercanos los propios de un siglo XX marcado a fuego por sus dos guerras mundiales, la última la que vio nacer al propio escritor— y del que aporta testimonio gráfico la presente edición. Un adorno visual que nada a favor del sentido historicista-memorístico de una novela acomodada con un impresionante dominio de la prosa no exento de giros poéticos que requiere de un alto grado de concentración por parte del lector a la hora de emprender un viaje a través de los tiempos en que lo biográfico y lo autobiográfico parecen ir de la mano. No cabe duda que esta primera toma de contacto con la obra de Sebald me lleva a anotar un título Austerlitz— en mi particular agenda de cara a futuras lecturas. Con toda probabilidad Austerlitz hubiese sido la llave maestra que abriría las puertas a su autor para la concesión de un Nobel de Literatura, siendo de esta forma un precedente de “británico asimilado” y de amplio recorrido en el campo de la docencia en la universidad al que referirse cuando estos días se está haciendo una semblanza de Abdulrazak Gurnah.         

 

martes, 31 de agosto de 2021

«LA DESAPARICIÓN DE ADÈLE BEDEAU» (2014), de GRAEME MacRAE BURNET: CITA EN SAINT LOUIS

 

«Todo es verdad pero nada es exacto»

Prólogo de Pedigrí (1948) de Georges Simenon

 

No son pocas las novelas que han favorecido a su culto la inclusión de un capítulo final o epílogo que por una serie de avatares editoriales fueron excluidos para su edición en algunos países en otra lengua o bien en la misma lengua primigenia. Cabe recordar, al respecto, lo acontecido con La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess o Picnic en Hanging Rock (1967) de Joan Lindsay, cuyo último capítulo —el XVIII— quedó excluida en su primera edición en lengua castellana a cargo del sello Impedimenta. La misma editorial ha considerado en tiempos de pandemia publicar La desaparición de Adèle Bedeau (2014) que contiene en su epílogo un motivo adicional para elevarlo a los altares de las obras de culto, provocando un inesperado giro que una simple búsqueda a través del navegador de internet deja patente el «juego» propuesto por su autor, Graeme MacRae Burnett (n. 1967). El mismo apunta hacia una ensoñación a la que suelo referirme con el término anglosajón «Walter Mitty idea» en que Raymond Burnet, hijo único oriundo de St, Louis y huérfano de padre al cumplir los diecisiete años llegó a confeccionar una pieza teatral que apenas fue representada sobre los escenarios y una obra literaria, La disaparition d’Adèle Bedeau que cursó en librerías a principios de los ochenta gracias al empeño de una modesta editorial. Al cabo, entra en escena Claude Chabrol (1930-2010), uno de los representantes de la nouvelle vague, quien descubre la novela en una tienda de viejo y decide adquirir los derechos de explotación cinematográfica por una módica cantidad. A finales de la década resuelve rodarla con Isabelle Adjani un valor en alza por aquel entonces entre su equipo artístico. Al visionar el film en la gran pantalla Raymond Burnett se muestra profundamente decepcionado, sobre todo por el tratamiento dado a Manfred Baumann. Personaje depresivo y poco sociable por naturaleza, Burnett decide echar el cierre a su vida en similares términos a cómo lo hace Baumann en su única novela. En este epílogo de pura ensoñación Graeme MacRae Burnet a buen seguro tuvo en mente a otro escritor con tres «nombres», John Kennedy Toole (1937-1969). Raymond Burnet y Kennedy Toole coinciden en una infancia y adolescencia marcada por el sentimiento de soledad, el poderoso ascendente maternal, el refugio de la lectura y de la escritura como válvula de escape y la dificultad por relacionarse con mujeres que abonaron el terreno de la homosexualidad, aunque sin resultar un diagnóstico concluyente. Empero, a Burnet y Kennedy Toole les diferencia que mientras el primero llegó a ver publicada en vida su única novela, al segundo su opera prima fue rechazada sistemáticamente por un buen puñado de editoriales a lo largo de los años 60. Tras su suicidio, la madre de John rescató el manuscrito y con el auxilio de un amigo de su hijo logró que en 1980 una editorial se interesara en publicarlo. Su título es bien conocido por el aficionado a la literatura: La conjura de los necios (1982). Seis años más tarde el cinematógrafo brindó una adaptación que contribuyó a seguir despertando interés por la novela seminal cara a nuevas generaciones.

     Hubiese sido estimulante contemplar en la gran pantalla una versión de La deaparición de Adèle Bedeau bajo la dirección del prolífico Claude Chabrol, quien a buen seguro hubiese consultado su particular Biblia, la Guía Michelin, para ver qué restaurantes obtenían mejor puntuación en Saint. Louis o Estrasburgo, y de paso tomar algunos apuntes (mentales) para la recreación de uno de los escenarios principales que se dan cita en la novela, el restaurant de La Cloche. Pero ese placer queda absolutamente fuera del alance de la realidad al saberse fallecido Chabrol en 2010, cuatro años que Graeme MacRae Burnet publicara a los cuarenta y seis años su primera novela, auténtica cátedra de aquella literatura que sabe perfilar una narración sin epatar al lector, decidido a contarnos una historia en que se cruza lo detectivesco, lo psicológico y el drama humano en un espacio temporal que nos retrotrae presumiblemente a los setenta u ochenta del siglo pasado. En este sentido, Graeme Macrae Burnet nos ofrece pocas pistas que tan solo la perspicacia del lector es capaz de resolver. En cierto sentido, se trata de una novela que nos recuerda lecturas de tiempos pretéritos en que los teléfonos móviles, las tablets y los ordenadores no se configuran en el espacio de una historia arbitrada bajo el concepto de coypcat, en que el inspector Gorski deviene el sabueso que debe desentrañar el autor responsable de la desaparición de la niña Adèle Bedeau y asimismo de una joven llamada Juliette Hurel cuyo cuerpo inerte encuentran flotando en el río Rin, en las inmediaciones de Saint Louis. Graeme Macrae Burnet consigue con ello una prodigiosa obra que atrapa hasta su desenlace final y para degustar en la hora del té o del café un bonus en forma de epílogo en que el autor de Un plan sangriento (también publicada por Impedimenta) nos obsequia con una «bufonada» complementada con la campaña promocional de la novedad editorial a cuenta de Impedimenta que incluye la difusión en redes sociales de un tráiler de un film… inexistente. Touché.  


domingo, 18 de julio de 2021

«EL GABINETE DE LOS OCULTISTAS» : El segundo caso de Julius Bentheim (2014) de Armin Öhri: EN LOS DOMINIOS DE UN ESCRITOR DE OTRA ÉPOCA

 

Entre las numerosas peculiaridades que adornan el catálogo de Impedimenta hasta la fecha, con la publicación de cerca de doscientas novelas y cuentos con alguna que otra excepción en forma de diccionario de exquisita subjetividad o atlas que versan sobre el reino animal y el vegetal— encontramos Armin Öhri (n. 1978), el primer escritor oriundo de Lietchenstein traducido al castellano, en concreto, con dos de sus obras, La musa oscura (2012) y El Gabinete de los Ocultistas (2014). Bien es cierto que el príncipe soberano de Lietchenstein desde 1989, Hans-Adam II, vio publicado hace unos años el ensayo multiventas El estado en el tercer Milenio (2009), pero en realidad el que sigue siendo una de las mayores fortunas de Europa nació en la vecina Suiza, allí donde reside Öhri desde hace tiempo, fiado a la idea que su condición de liechenstiano tan solo debería ser observada conforme a una anécdota que no contribuyera a distraer su verdadera importancia como escritor, labrada sobre todo a partir de la concesión de un premio otorgado por la Unión Europea a los autores noveles, merced a La musa oscura. En ésta Öhri inaugura a la manera de Gervaise Fen— el primer caso de Julius Bentheim, dibujante criminalista para más señas, en la Prusia de la década de 1860. Un lustro después de la publicación en castellano de La musa oscura, Impedimenta recupera su inmediata continuación, El Gabinete de los Ocultistas (2021), en que queda patente la capacidad de Öhri por desmarcarse de un modelo de escritura prototípica del siglo XXI, con sus modismos y construcciones de frases inequívocamente “contaminadas” por la influencia de las nuevas tecnologías. Mas, el lenguaje de Öhri gana en consistencia y credibilidad gracias a la asimilación, cuando no “vampirización” de un estilo tejido con el hilo de la elegancia, del preciosismo formal y de lo sutil— que iría cobrando cuerpo a golpe de lecturas de obras de misterio decimonónicas, eso sí, trasladando el marco habitual Gran Bretaña a la Europa Central. De ahí que Öhri cite a la prusiana E(rnst T(heodor) A(madeus) Hoffman (1776-1822), entre cuyos múltiples oficios y disciplinas practicadas se encontraba la de dibujante y caricaturista. Por consiguiente, de entrada Öhri nos ofrece una nota culta, a modo de aperitivo de la decena de nombres propios extraídos de la realidad, entre otros Otto von Vismarck y su esposa Joahanna, y el escritor y editor Sir John Retcliffe que hacen acto a lo largo de una trama detectivesca que se lee con fruición, acomodado a un espacio geográfico y una época poco transitado por la literatura, al menos aquellas que conocemos a través de sus traducciones a la lengua de Dámaso Alonso.

    Al igual que ocurre con La musa oscura, sin restar un ápice el valor de lo estilizado de su prosa exento de ornamentos que hubiesen podido ahogar su rítmica, Öhri no deja en blanco el modus operandi de Peter Nirsch, un asesino del siglo XVI al que hace referencia Bentheim en el curso de su investigación cuando ya se ha consumado un primer asesinato. La superstición y la magia negra atrajeron en su momento a Nirsch, quien según la documentación oficial que obra en poder de Julius Bernheim «Abría en canal a mujeres preferiblemente embarazdas y les extraía los bebés, a quienes también mataba para comerse su corazón después». Más de quinientos veinte asesinatos en el haber de Nirsch llevan a Berthleim a reflexionar sobre la condición humana, aquella presta a buscar respuestas en el Más Allá a través de sesiones de espiritismo que conecten a los mortales con los seres difuntos. Trece súbditos prusianos se constituyen en una sociedad para celebrar sesiones de espiritismo y, a modo de “réplica”, por idéntico número se regirá «El Gabinete de los Ocultistas»  dfunfado por el estudiante de leyes Albrecht Krosick y del que forma parte Julius Bentheim. Pero de aquel bautizo con un propósito lúdico se pasará a tratar de desentrañar la identidad del autor material de la muerte de varios de sus miembros, tomando el mando de la narración la voz singular de Öhri, orientada a la recreación de un mundo que por edad no llegó a vivir pero a efectos de afinidad parece haber viajado en el tiempo para tomar buena nota de lo que acontecía en esos majestuosos castillos donde la opulencia era un signo de prosperidad en lo económico, pero también en lo cultural y lo social. A propósito de todo ello, esperamos con una cierta impaciencia el tercer caso de Julius Berthleim.               


jueves, 17 de junio de 2021

«LA PODA» (2008) de Laura Beatty: EL BOSQUE DE LOS SUEÑOS

Hace 130 años el crítico literario y novelista Walter Besant fundó el Author’s Club, llamado a convertirse en un punto de encuentro entre escritores anglosajones. Con el devenir de los años pasaron a ocupar la presidencia del Author’s Club, sito en Londres, nombres tan ilustres como los de C. S. Forester, Graham Greene, H. G. Welles y Thornton Wilder, entre otros. No sería hasta superado con creces el ecuador del siglo pasado cuando los estatutos del Author’s Club recogieron las bases para la creación de un premio exclusivo para escritores debutantes, el denominado Author’s Club Best First Novel Award. A juzgar por los distinguidos con semejante premio literario en sus estatutos no parece haber límite de edad para concurrir a los mismos. De tal suerte, por ejemplo encontramos en su «cuadro de honor» a la escocesa Katharine Gordon, ganadora por su obra The Emerald Peacock (1978) cuando ya había cumplido los sesenta y dos años. En contraposición, Frances Vernon fue acreedora del premio por Privileged Children (1982) cuatro años más tarde cuando tan solo contaba con dieciséis años de edad, en caso de precocidad similar a la de Susan E. Hinton (The Rumble Fish) o Joanna Crawford  (The Birch Interval) si nos remitimos a la segunda mitad del siglo XX.

    Más acordes a unos parámetros estándars de edad a la hora de acceder a premios literarios con una primera obra se sitúan Brian Moore y Alan Sillitoe galardonados por Judith Hearne (1955) y Sábado noche, domingo mañana (1959), respectivamente. Sendos escritores computan entre los distinguidos con el Author’s Club Best First Novel Award, al igual que Laura Beatty (n. 1963) con su pieza literaria La poda (2008), editado esta primavera por el sello Impedimenta. Por consguiente, estas tres obras laureadas con el Author’s Club Best First Novel Award han quedado integradas al catálogo de Impedimenta, dejando patente en cada uno de los casos de un dominio del lenguaje que no pasó desapercibido por los distintos jurados convocados para la ocasión. Si Sábado noche, domingo mañana acabaría erigiéndose en su traducción a la gran pantalla en una de las piezas bautismales del free cinema —ya en su formato de largometraje— La solitaria pasión de Judith Hearne, en su traspaso al celuloide de la mano de Jack Clayton, se inscribe en las coordenadas de una producción so british pasado por el tamiz de la exquisita sensibilidad de su director. Por lo que concierne a La poda resulta difícil imaginar cuál podría ser el cineasta o la cineasta más capacitado(a) para trascender su texto y transformarlo en una especie de poema visual despojado de artificios. Con todo, intuyo que el universo que presenta Beatty en su opera prima conjuga bien con la sensibilidad de Kelly Reichardt (First Cow), una de las cineastas independientes de los Estados Unidos que despiertan un mayor entusiasmo entre una cinefilia que defiende los valores del ecologismo, de la igualdad de géneros y del culto a una forma de vida adherida a la naturaleza. Pero más allá de cuál podría ser su efecto en su traducción en imágenes cortesía de Reichardt o de otros cineastas cortados por un similar patrón acorde a nuestro tiempos, La poda encuentra su verdadera razón de ser en la capacidad de Beatty por ofrecer el retrato de un universo en que lo «inanimado» cobra vida, creando una simbiosis entre Anne la joven protagonista adolescente que trata de vivir una nueva realidad alejada del foco de una familia disfuncional— y la naturaleza que la envuelve. Al respecto, algunos de los pasajes de La poda devienen una pura invocación a la alegoría, otorgando categoría de personajes a cada uno de los elementos que configuran ese «bosque de los sueños»: «No le gusta la nueva carretera. Lleva viviendo en el bosque lo suficiente como para alcanzar a sentir la asfixia lenta de los árboles, para preocuparse por el gemido de las raíces bajo aquel peso nuevo». En sintonía con este pronunciamiento alegórico, Beatty «humaniza» el comportamiento de esa naturaleza que entra en danza y que procura una vida observada bajo el filtro de la felicidad por parte de su protagonista («debía ser mediodía porque el sol bizqueaba justo por entre las copas y el bosque se estaba llenando de quienes salían a pasear a la hora del almuerzo»). Por ello, me resulta complicado elegir un mejor libro que La poda a la hora de llegar a procurar un ejercicio de «empatía» para con la Madre Naturaleza, sometida cada vez más al acecho del ser humano con el ánimo de exprimir sus fuentes de riqueza sin que gran parte de la sociedad no haya tomado conciencia aún de que éstas no son inagotables. Una obra, en definitiva, especialmente pertinente en tiempos de «rearme» de una conciencia ecológica que había arraigado con fuerza en los años setenta, precisamente una década en que los Author’s Club Best First Novel Award adoptaron un acento netamente femenino en virtud del rosario de mujeres galardonadas.          

 

martes, 8 de junio de 2021

«EN LA MENTE DE ROBIN WILLIAMS» (2018) de Marina Zenovich: EL GENIO Y EL SER HUMANO

 

Presumiblemente fue durante una proyección de El club de los poetas muertos (1989) en un preestreno celebrado el mes de enero de 1990 cuando Robin Williams empezó para mí a ser un rostro familiar. Para un porcentaje considerable de jóvenes universitarios o de cursos medios que atendimos a una propuesta como Dead Poets Society salimos de la proyección con el ánimo renovando, presumiendo que habíamos «conocido» a aquel profesor que nos hubiera gustado tener en el plano de la realidad. Al cabo de los años supe que durante el rodaje del film dirigido por Peter Weir Williams atravesaba por un periodo traumático, al hacerse efectivo el divorcio con su primera esposa Valerie Velardi, madre de Zachary y el principal soporte emocional para superar una adicción a los estupefacientes fruto del cambio de vida generado por un éxito televisivo de audiencias millonarias, el que sin margen a error sería uno de los primeros spin-off de la historia que cursaron en la pequeña pantalla, “Mork and Mindy” (1978-1982). Entonces, el deceso de su amigo John Belushi acaecida en 1982, llegó en forma de aviso y, de esta forma, Robin Williams procedió a alejarse de las drogas, ahuyentando así el fantasma de una temprana muerte. El documental firmado por Marina Zenovich En la mente de Robin Williams (2018) que he podido contemplar a través de la plataforma de HBO levanta acta de este periodo en el que el actor natural de Detroit se movió por el lado salvaje de la vida hasta su redención, buscando en Velardi la figura protectora. Ambos fijaron residencia en un rancho situado lejos del mundanal ruido, pero el agente de Robin Williams no paraba de llamarle para que la rueda de la fortuna siguiera girando si quería alcanzar el status para el que se había preparado con tesón, a golpe de participaciones en pequeños locales nocturnos exhibiendo músculo de cómico con propensión a las imitaciones para luego quedar al cargo de John Houseman en la prestigiosa Juilliard School en calidad de alumno avanzado en el tercer curso de interpretación.

   Al concluir el visionado de En la mente de Robin Williams me reafirmo en el pensamiento que aún no tenemos la perspectiva suficiente incluso habiendo transcurrido prácticamente siete años desde su fallecimiento— para calibrar la importancia de un artista situado por derecho propio en la franja de los genios. Su mente operaba a una velocidad de la que muy pocos de sus colegas podrían presumir, provocando por ello un efecto de inferioridad y/o de sumisión del director de turno cuando debía lidiar en el plató con un «pura sangre» de la interpretación. A tal efecto, el cineasta Mark Romanek relata en el documental de marras que Robin Williams, contraviniendo cualquier regla escrita, bromeaba instantes antes de colocarse en la piel de un empleado en una tienda de revelado de fotografías en el drama con elementos de misterio Retrato de una obsesión (2002), otra de esas portentosas performances que tuercen el brazo a aquellos que despachan con displicencia al actor norteamericano tildándolo de «histrión». Si Dead Poets Society enseñó el camino de la mano de Weir de sus aptitudes para componer personajes dramáticos sin abandonar del todo un sentido del humor que se dibuja en sus labios de una forma burlona, El indomable Will Hunting (1997) lo reafirmaría para situarlo con el cambio de milenio en ese espacio privilegiado en que Williams se sabía capaz de enfrentarse a cualquier papel. Con todo, la voz del niño que siempre fue le animaba a seguir ganándose el afecto de nuevas generaciones de espectadores infantes que, a la entrada de los complejos de salas comerciales, señalaban con el dedo al actor favorito que querían ver en la gran pantalla. En esa tesitura, Robin Williams daba la medida de una humanidad que quedaría plenamente certificada en la vida real, haciendo acto de presencia en distintos puntos del golfo pérsico para animar a las tropas norteamericanas. Hombres curtidos en la operación «Tormenta del desierto» o niños que apenas superaban el metro de estatura podrían mostrar un similar afecto por Robin Williams. Paradojas de la vida, esa mente maravillosa que procesaba a la velocidad de crucero, aprovechando cualquier ocasión para desplegar su natural talento para la improvisación especialmente impagable deviene el episodio del documental en que en 2003 fue el único de los tres candidatos de los premios Critic’s Choice al Mejor Actor Principal en no ser reconocida su interpretación, provocando una viñeta propia de Groucho Marx cuando toma el mando de las operaciones, reduciendo a la anécdota la presencia de sus competidores Daniel Day-Lewis y Jack Nicholson, acabarían siendo devoradas sus neurona por los denominados cuerpos de Levy, una extraña enfermedad difícil de diagnosticar. Billy Cristal, uno de sus mejores amigos y compañero de reparto en cuatro ocasiones, eleva a categoría la anécdota en que, después de salir de una proyección cinematográfica, sin apenas mediar palabra, Robin Williams se abrazó a él. Su mente se estaba apagando. El suicidio propagado por las redes el mismo día de certificarse su deceso el 11 de agosto de 2014— no era una opción para alguien que seguía aferrándose a la vida pese a la adversidad y acudió a su cita con los platós cinematográficos y televisivos, situándolo por derecho propio entre los intérpretes más prolíficos de su generación. Siete años después de conocer tan trágica noticia la llama de Robin Williams sigue encendida. El genio de la interpretación que muestra su lado más humano en este sensacional documental, que encuentra un complemento idóneo para una doble sesión en El deseo de Robin (2020), dirigido por Tylor Norwood. Éste, fundamentalmente se centra en dejar testimonio de la enfermedad que padeció Robin Williams en los últimos años de su vida, con la comparecencia proactiva ante las cámaras de su tercera esposa, Susan Schneider, quien se ausentó de participar en el documental de Zenovich quizás con el presentimiento que podría perjudicar el proyecto que por aquel entonces llevaba entre manos. En cualquier caso, sendos trabajos sirven para rendir tributo a aquel actor que se colocó en la piel de John Keating y propició que un servidor calibrara la capacidad interpretativa, empleando términos ciclistas el deporte que practicó para dejar, ni que fuera por unas horas, su mente en blanco en esos trayectos de más de cien kilómetros por carretera « fuera de categoría».