viernes, 24 de septiembre de 2010

EL DISCRETO DESENCANTO DE LA «BURGUESÍA» DEL ROCK-SINFÓNICO

En el número 28 de Scifiworld, en una de sus últimas páginas  se reproduce un cuestionario al cineasta Mick Garris (un fiel y prolijo adaptador del universo literario de Stephen King) —avanzadilla a la excelente entrevista que se publicaría en el número posterior, el correspondiente a julio de 2010— en que presumo muchos de los lectores de la revista debían fruncir el ceño. A la pregunta «¿Qué música escuchas habitualmente?» Garris respondía: «rock sinfónico». ¿rock sinfónico? Algunos volverían a mirar la foto de Garris y se debían interrogar para sí mismos: pues no parece tan mayor como para escuchar una música que, a los oídos de la plana mayor de la progenie fanatizada por el fantastique de curso legal, esto es, el macerado con dosis de gore a golpe de Heavy o Trash-Metal, sería sinónimo de música de hace un millón de años y para un buen número de ellos les debía sobrevenir un enorme interrogante en forma de «¿qué diantres es eso?»
Hubo un tiempo que, como los dinosaurios, el planeta musical anglosajón estaba dominado, en buena medida, por esas formaciones del rock-sinfónico. Cierto es que esa extinción ocasionada por un meteorito en forma de radio-fórmulas (temas de un cuarto de hora o veinte minutos con los que solían deleitar a la parroquia los del progresivo no tenían cabida en este formato herziano) que impactó sobre el planet music en las primeras estribaciones de los años ochenta, dejó tocado de muerte a muchas bandas del espectro sinfónico, cuando no hacía demasiados años atrás llenaban estadios con la misma facilidad que el Barça de Pep Guardiola lo hace en los últimos años, mal que les pese a esos videoblogeros de marca. Algunos de los grupos de esta índole supieron verlas venir y mutaron a otra especie que desplegaría sus alas sobre la esfera del pop-rock, más acorde con los vientos que empezaban a soplar —Genesis—; unos cuantos ya habían procedido a la muda con suficiente antelación como para que ni tan siquiera gran parte de sus fans repararan en sus orígenes —Queen—; y otros siguieron aferrados a unos «valores supremos» que han ido marcando un tránsito hacia la agonía hasta alcanzar su práctica desaparición —Yes, Pink Floyd, Camel, Emerson Lake & Palmer, King Crimson, etc. Como todo fenómeno de desaparición lleva implícito un efecto de resurgimiento, éste se dio en el entorno del rock sinfónico con Marillion, pivote de una nueva hornada de formaciones —Pendragon, Asia, etc.— que para no llamar a la suspicacia entre la remozada cúpula de promotores musicales, extendían sus tarjetas de visita figurando con riqueza tipográfica el de «practicantes de pop-rock de calidad». Ese camuflaje a menudo cobraba hechuras de realidad, y aquellos devotos del rock-sinfónico más primitivo acabaron por batirse en retirada, buscando un botón de anclaje con otros estilos, tales como la world music de la que Peter Gabriel (en la foto), padre espiritual de la mejor cosecha de Genesis —Nursery Crime (1971), Foxtrot (1972) Selling England By the Pound (1973), The Lamb Lies Down On Broadway (1974): raro es el año que no vuelvo sobre esos pasajes que emanan creatividad y genialidad compositiva-acústica a raudales—, a través de su proyecto Real World, tripulaba con un horizonte tan incierto como estimulante.
La música, como el cine, en tanto que artes relativamente jóvenes, ha vivido periodos de una extraordinaria fertilidad creativa. Gabriel, un músico del que poco ha trascendido que su salida de Genesis tuvo mucho que ver con su interés por hacerse un nombre en calidad de director de cine, ha formado parte de dos de esas oleadas creativas de aupa, primero en el sinfónico, y luego en la World Music. Los que todavía tenemos la certidumbre de que una buena porción de la mejor música contemporánea —la reproducida fuera de las salas de concierto y/o de las cinematográficas— se dio en los años setenta y, en forma de destellos, en los años ochenta, debemos reparar en esa lenta agonía de aquellos forjadores de obras de indudable categoría que, como restos fosilizados, permanecen ocultos a los oídos de las nuevas generaciones. El ciclo natural empieza a cerrarse para personalidades como Peter Gabriel, que prorrogan su vigencia encima de los escenarios (cada vez más despoblados: cuatro mil almas en el recinto del Sant Jordi barcelonés en el pasado 23 de septiembre de 2010) sobre la base de versiones de temas de otros grupos o cantantes. Scratch My Back (2010) responde a ese acto-reflejo por buscar las respuestas musicales en el pasado en forma de versiones de temas de Paul Simon (Boy in the Bubble), Neil Young (Philadelphia) o Lou Reed (Power of the Heart), entre otros. En eso coincide con el músico que le reemplazó en el liderazgo de Genesis, Phil Collins, que con Goin Back (2010) rinde pleitesía al sonido Motown. Señales de humo visibles para la tribu de amantes del rock-sinfónico confinada en esas reservas de la espiritualidad musical en los tiempos en que los tambores de guerra se dejan sentir con fiereza desde los coches tuneados con un sonido atronadoramente... plano, buscando plaza en algún aparcamiento cercano de unas multisalas del extrarradio para degustar —acompañados de palomitas, faltaría plus— la última producción gore con sus correspondientes números romanos a modo de rúbrica para un título bien llamativo.  

domingo, 19 de septiembre de 2010

VICTOR HALPERIN EN SCIFIWORLD (Nº 30)

En mi tercera contribución a la revista especializada en cine fantástico Scifiworld he publicado en su número 30, el correspondiente a septiembre de 2010, un estudio sobre Victor Halperin (1895-1983), director al que el buen aficionado al género de terror asocia de forma inmediata, a modo de acto-reflejo, con La Legión de los hombres sin alma (1932, White Zombie), protagonizada por Béla Lugosi. Este artículo, salvo desconocimiento de un servidor, es el primero que se publica en lengua castellana en papel, tratando de extender el radio de acción de la contribución de Victor Hugo Halperin a otras producciones, si acaso menores en comparativa al que sigue siendo el primer film oficial sobre «muertos vivientes» de la historia del cinematógrafo. Aparte de su producción fantástica que tuvo en su hermano mayor Edward Halperin un apoyo diría que imprescindible, Victor Halperin participó en bastantes films ubicados en el campo de la comedia y los relatos de misterio, pero su contribución más significativa se daría en un género en que trató de innovar a través de un tratamiento visual que muy pocos coetáneos se atrevieron ni tan siquiera a imaginar. De ahí que la revisión de La legión de los hombres sin alma, rodada en el corazón de Haití, me haya permitido prestar atención a una escena en que la pantalla se fragmenta para dar cabida a escenas que suceden en espacios distintos. Podríamos, por tanto, hablar de una primitiva muestra de split screen («división de pantalla»), que en los años sesenta y setenta cobraron notable importancia en manos de directores como Richard Fleischer (El estrangulador de Boston), John Frankenheimer (Grand Prix), Norman Jewison (El caso de Thomas Crown) o Brian de Palma (El fantasma del paraíso).
Vaya por delante que nunca he comulgado con el cine de zombies —los fans de este subgénero se pondrán las botas con este monográfico editado por Scifiworld— pero siempre he procurado ver aquellas producciones que, en mayor o menor medida, han sido clave para la evolución (o involución, según se mire) del cine fantástico. La conclusión sobre tentativas de resucitar éxitos de antaño, llámese clásicos o piezas de culto, en forma de remakes, precuelas o spin-offs generalmente me ha llevado a la desazón y rara vez los números romanos que se sitúan a continuación de un meritorio título me llama la atención. Más bien, suelo desconfiar, como en el caso de Saw (2004), de la que ví en el momento de su estreno casi sin proponérmelo pero luego desistí de seguir un filón que en tan sólo un lustro ha generado... seis secuelas!! y un buen puñado de sub-sucedáneos. En la época en que los Halperin se encontraban en activo estas operaciones por rentabilizar el éxito de un determinado producto también estaban a la orden del día, pero con un sentido más sutil —a la par que engañoso— al jugar con la credulidad del espectador. De ahí que, por ejemplo, White Zombie conociera una suerte de remake, Revolt of the Zombies (1936), que más bien es un pálido reflejo de las excelencias del film seminal y su continuidad argumental brilla casi por su ausencia. Eso sí, entre una y otra producción Victor Halperin rodaría Superatural (1935), una película a descubrir que encuentra alianzas con la obra maestra de Edmund Goulding El callejón de las almas perdidas (1947), en la presentación de individuos que esconden tras de sí una ruindad moral en el ejercicio de visionar presuntos espectros en el curso de sesiones de espiritismo. Gobernada por la categoría interpretativa de Carole Lombard —en un desdoblamiento de personalidad—, Supernatural invita a pensar que el talento de Victor Halperin no quedaría confinado únicamente a White Zombie, una adaptación libre y parcial de la novela La isla mágica: un viaje al corazón del vudú (Valdemar Ediciones, 2005), de William B. Seabrook, un personaje de lo más pintoresco del que me ocuparé en un futuro post en el Mundo de Haldane.

domingo, 12 de septiembre de 2010

ETA 2010: LA VERSIÓN VASCA DE LA BANDA BAADER-MEINHOFF

Vencida la etapa de los pioneros, cada uno de los serial killers que consagraban su «otra» vida —la oculta— a realizar sus actos de puro delirio, causando estragos sobre todo en la década de los setenta y principios de los ochenta, buscaban diferenciarse entre sí con un modus operandi que captara especialmente la atención de los media. Pero al cabo surgirían imitadores que, a los ojos inoculados de sangre cuál vampiro de algunos de ellos, echaría por tierra la «autoría», la firma de sus respectivas actuaciones situadas fuera de los límites del principio vector que debe guiar a la condición humana. A otra escala, no menos siniestra, las organizaciones terroristas siguen patrones similares en cuanto a la voluntad de diferenciarse, de ser únicos en su «especie». Para la sociedad en general, pero para el mundo del terrorismo en particular, el ataque a las Torres Gemelas el 11-S de 2001 marcaría un punto de inflexión que, observado en retrospectiva una vez transcurridos exactamente nueve años desde aquel atroz atentado, ha procurado lecturas sumamente reveladoras del status quo de organizaciones con la mirada puesta en crear un estado de zozobra y de terror en la población. Una década que ha propiciado para organizaciones como ETA observar una curva descendente en su cuenta de resultados al saberse que esas aguas en forma de partido abertzale —bajo la denominación de origen Herri Batasuna o sus distintas «marcas blancas»— en las que podían nadar las pirañas que operan bajo el eufemístico nombre de gudaris («soldados»), empezaban a contaminarse y crear un medio anaeróbico. La razón de esta situación de falta de oxígeno en la pecera del conglomerado etarra se debe, en buena parte, a que los Estados Unidos, ajenos hasta entonces —salvo situaciones excepcionales— al fenómeno del terrorismo, se sintieron obligados a actualizar sus listados de organizaciones, agrupaciones, partidos y demás susceptibles de apoyar grupos armados. De ahí que Herri Batasuna acabara en estas «listas negras», abandonando el terreno de la impunidad y quedando en evidencia ante todo el mundo que eran una corriente de transmisión de las espúreas intenciones de su brazo armado, esto es, ETA. Con las Fuerzas de Inteligencia norteamericanas dispuestas a cambiar el chip, el factor de cooperación tan necesario entre instituciones paragubernamentales de esta naturaleza, pronto daría sus frutos: el blindaje de ETA en materia de información arrojaba numerosas vías de agua que provocarían un goteo constante de capturas registradas entre sus pistoleros, extorsionadores y demás personajes de nulo calibre moral. La eficacia policial ha sido la principal «hoja de ruta» en que se han amparado los gobiernos de distinto sesgo ideológico (PP y PSOE, por este orden) para legitimar un modelo de actuación que tuvo en la Ley de Partidos un frente válido capaz de colocar contra las cuerdas a esa parte de la izquierda abertzale decidida a preservar sus cargos públicos en ayuntamientos sabedores que de esos fondos económicos se proyecta un chorro de agua direccionado a la pecera de ETA. Pero el grifo proveniente de los fondos del estado se ha cerrado y tan sólo la capacidad de extorsionar a los empresarios por parte de ETA procura que los niveles de agua sigan haciendo posible que los «funcionarios del terror» puedan garantizar unas pagas mensuales o anuales para no ausentarse de sus puestos de trabajo. Cualquier persona mínimamente informada sobre el tema sabe, sin embargo, que una organización terrorista tiene los días contados si su presupuesto anual se basa en el principio de la extorsión entre la clase empresarial por muy fogueada que esté —por desgracia— en estas dinámicas.
A través de esta lectura puede entenderse mejor el porqué ETA tiene una necesidad imperiosa de que Batasuna o sus «marcas blancas» no se vean privados de sus cargos en los ayuntamientos. Por ello emiten comunicados —el último reproducido en primera instancia por la cadena británica BBC— que amagan en el sentido de ofrecer un cese de la lucha armada con la intención de capear el temporal sabedores que, a la vuelta de la esquina, se convocan unas elecciones municipales en el País Vasco. Con una importante porción de la izquierda abertzale fuera de las instituciones, simplemente su presupuesto básico para seguir manteniendo a flote la nave de ETA se va a la deriva. La historia de esta organización nacida hace más de medio siglo traza, en los últimos años, cada vez más un perfil similar al GRAPO o sobre todo la Baader-Meinhoff. No hace demasiado tiempo, cuando se sacaba a colación que el fin de ETA estaba cerca, algunos esgrimían —incluso desde instancias policiales— que «hay lista de espera para entrar en la Organización». Vista la realidad de hoy en día, cabría decir que «hay lista de espera en las prisiones para el ingreso de etarras». Allí acabarían sus días parte del núcleo duro de la Baader-Meinhoff, toda vez que Alemania cerró literalmente dos días sus carreteras  para capturar a las puntas de lanza de la organización terrorista. Asimismo, el círculo para ETA se estrecha. Ahora sabemos con más precisión donde se encuentran sus colmenas y que en su interior se cuentan tan sólo unas decenas de abejas enrrocadas en su fanatismo de gudaris. La historia de ETA, por tanto, está condenada a escribir sus últimos capítulos si atendemos más a los paralelismos (al margen de exhibir en sus respectivos anagramas una estrella de cinco puntas) que en la actualidad merece para con la Baader-Meinhoff que con la realidad del IRA, cuyo componente religioso —de mucho menor calado en el contexto social del País Vasco— era vital para entender el porqué del enquistamiento de la lucha armada durante más de un siglo.

domingo, 5 de septiembre de 2010

LAURENT FIGNON (1960-2010): MUERTE DE UN CICLISTA


Quien haya practicado el ciclismo aunque tan sólo sea desde el plano amateur sabe de la exigencia de este deporte, que podríamos catalogar de agonístico. Una dureza que los organizadores de la pruebas de dos o tres semanas sitúan en su grado extremo cuando diseñan las etapa de altas montañas que representan todo un via crucis si los ciclistas no llegan con la preparación óptima para enfrentarse a superar puertos que, como decía Jopp Zoetemelk, «parecen abiertos solo para nosotros». Esfuerzos titánicos que suelen concentrarse en el campo profesional en edades comprendidas entre los veintidós y los treinta y pocos años, con la salvedad de los velocistas, que vendrían a ser por su longevidad, el equivalente de los guardametas en el fútbol (léase, Alessandro Petacci, Eric Zabel o el cántabro Óscar Freire, entre otros) debido a su menor desgaste (ya se sabe que para ellos las etapas de alta montaña se las toman en plan cicloturista porque sus físicos no están diseñados para este tipo de esfuerzos de máxima exigencia). No es tanto lo que pueda suponer subir puertos de primera o fuera de categoría con tramos del 10 al el 13 % de desnivel, sino la proeza de realizarlo a una velocidad de crucero en contraste con el ritmo de los cicloturistas que, como un servidor, podemos ir contemplando el paisaje sin apremio a cumplir un determinado registro para llegar a coronar el puerto de marras. Evidentemente, este grado de competividad y exigencia extrema tiene sus contraindicaciones en forma de un dopaje que azotó, cuál plaga bíblica, al ciclismo profesional a finales de los años noventa, llegando incluso a plantearse la anulación del Tour de 1998, salpicado por continuos escándalos que comprometían a la salud de la ronda francesa pero también de sus participantes. Un escándalo que estallaría como una espoleta de efectos retardados por cuanto el caldo de cultivo del dopaje se había dado en los años ochenta.
Como un servidor, queremos cubrir con un velo de nostalgia, de fascinación por una época una realidad que, a buen seguro, tuvo algo menos de idílica, de juego limpio de lo que se alardeaba por aquel entonces. Y en todo este baile de intereses, espejos de realidades y de fición, L’Equipe, en calidad de copatrocinador del tour jugaría su rol a la hora de facultar una rivalidad entre dos figuras del ciclismo mundial de nacionalidad francesa: el veterano, el Caimán Bernard Hinault, y el aspirante a conquistar el trono, Laurent Fignon. Por mi parte, no puedo esconder mis preferencias por Hinault, máxime cuando en la Vuelta a España de 1983, cuando recibía ataques por todos los lados, en una etapa librada en la meseta hizo una demostración de orgullo, portento físico, fortaleza mental y, en definitiva, invulnearbilidad. No era el Hinault de su explosiva juventud, sino alguien al que se le había colocado fecha de caducidad, sobre todo atendiendo a la llegada en el seno de su propio equipo de un ciclista cuyo cuerpo rocoso no casaba con su rostro tocado por unas gafas al estilo John Lennon —un tributo más para el icono de la música que encontraría la muerte a la salida del edificio Dakota en diciembre de 1980— que le daban un aire intelectual y progre, además de lucir una media melena rubia que, al recogerla en una coleta, dejaba al descubierto la profundidad de sus entradas. Hubo algo de impostura, de vanidad en la forma cómo Fignon irrumpió en el panorama ciclista profesional, dejando sentir en cada pedalada que los días de gloria de Hinault iniciaban la cuenta atrás. Ley de vida que llevarían a Fignon a enfundarse el maillot jaune en los Campos Elíseos —1983 y 1984—, situándose un peldaño por encima del Caimán del que se anunciaban vientos de retirada. Pero Hinault se resistía y emplazaría al debate de las preferencias de los aficionados cuando conquistó su quinto y definitivo tour en 1985. Un registro que parecía al alcance de Fignon dada su juventud, pero una serie de infortunios desdibujaron cualquier posibilidad de hacerle ni tan siquiera sombra en el palmarés del Caimán. Greg Lemmon daría la estocada definitiva a Fignon cuando este último perdió frente al norteamericano un tour —el de 1989— que tuvo en la palma de la mano y que se le escaparía por los siete segundos que marcarían la gloria de la decepción. Se cerraría, pues, un amplio capítulo del ciclismo, el relativo a la década de los ochenta, que medido desde la objetividad, sin apasionamientos, muestra más zonas de sombras que las que podamos formular en nuestros corazones. Muchos de aquellos han decidido tirar la llave al mar y practicar la ley del silencio sobre aquel periodo en que los patrocinadores veían sumamente rentable financiar a equipos que se exhibian en el tour, el giro o la Vuelta a España, al margen de las clásicas de un día. Otros, como el espigado Steven Rooks denunciaron que aquello no fue un camino de rosas y el dopaje estaba a la orden del día. Han quedado por el camino muchos juguetes rotos de esa década prodigiosa del ciclismo que alumbraría un montón de corredores excelsos, sin ir más lejos, en suelo patrio —Perico Delgado, Marino Lejarreta, Fede Echave, Álvaro Pino, etc.—. Volver la mirada sobre la realidad actual de aquellos estandartes del ciclismo puede llevarnos a la desazón, al descubrimiento de una verdad menos amable de la que desearíamos. En cierto sentido, toda aquella realidad difrazada ya parecía intuirse, al menos para un servidor, cuando Gert-Jan Theunisse, compañero inseparable de Rooks (siempre pensé que subian los puertos en tándem), estuvo vetado por el tour supuestamente por sus elevados índices de testosterona registrados en su organismo. Ese espigado escalador, de figura filiforme que cuando veía las primeras estribaciones de un puerto se le iluminaban los ojos, asistía a su ocaso cuando los nubarrones se proyectaron sobre él. Eso, para mí, significaría el principio del fin de la inocencia del ciclismo. Una perspectiva que toma cuerpo estos días al conocer la noticia del fallecimiento de Laurent Fignon, de quien ya tuve supe hace un año del cáncer que padecía. Entonces, Fignon, en un acto de constricción, esgrimía que los médicos le aseguraban que la enfermedad que padecía no guardaba relación con la ingesta de sustancias prohibidas que no figuraban en las listas de la UCI. De sus palabras, se entreveía que el parisino todo aquello le generaba enormes dudas. En el fondo, solo él podía calibrar el alcance de sus actos fuera de la legalidad, y ya sin fuerzas al seguir un programa de quimioterapia, nunca se decidió a escribir sus memorias. Sí lo hizo, en cambio, la madre de Marco Il pirata Pantani (1970-2004) en Era il miu filgio (2008), testimonio duro y demoledor que buscaba respuestas sobre la muerte de un escalador de tronío que no había podido escapar de ese mundo donde las exigencias físicas al límite requieren de pócimas mágicas para calmar el dolor o potenciar el rendimiento en aras a cosechar una meta que les ofrezca el reconocimiento soñado. Jornaleros de la gloria que sentirían el aliento de la fama cuando su destino parecía depararles un anonimato en sus(pequeños) pueblos de nacimiento. Historias recogidas en obras versadas sobre ciclismo, algunas de cuyas figuras aparecen en las páginas de los obituarios de los periódicos en un tiempo que no les correspondía en modo alguno dado su prematuro fallecimiento por distintas causas: a la esquela de Pantani le antecedieron la de Alberto Fernández (1955-1984), fallecido en un accidente automovilístico junto a su esposa, y José María Jiménez Sastre, apodado el Chava (1971-2003), y precedería a la del belga Frank Vanderbrouke (1974-2009). La noticia del deceso del profesor Fignon viene a cubrir nuevamente de un manto de dolor a un deporte que enseña su cara más amarga cuando sus héroes inician a temprana edad su última escalada... la que les conduce a un cielo eterno. Monsieur Fignon, descanse en paz y gracias por amar este deporte.

sábado, 28 de agosto de 2010

A 700 METROS BAJO TIERRA Y A POCOS CENTÍMETROS DE LA LÓGICA

Constantemente nos podemos interrogar cuál es el límite real del ser humano en condiciones que pueden penetrar en el territorio de lo imposible para el común de los mortales. Inmediatemente después de conocer la noticia de los treinta y tres mineros atrapados en unas dimensiones muy reducidas en el subsuelo de San José, un punto en la región de Atacama situada a unos setecientos kilómetros de Santiago de Chile, me sobrevino al pensamiento que esta experiencia podría guardar enormes paralelismos cuando se de luz verde al envío de tripulación humana a un planeta tan remoto, pongamos por caso, como Marte. Muchos psicológos se han apresurado a señalar que el largo tiempo de espera hasta poder ser sacados a la superficie se crearán tensiones insoportables, máxime cuando pesa sobre ellos la espada de damocles en forma de necesidad imperiosa por seguir un régimen estricto que les permita pasar por un agujero de casi un kilómetro de largo y setenta centímetros de diámetro. Para algunos, la noticia en sí misma obedece al capítulo de las desgracias, una más de tantas que acechan de contínuio a la población humano. Pero comparto con aquellos que la experiencia de estas treinta y tres personas atrapadas en una mina que ha quedado sepultada, puede servir a los intereses del desarrollo aeroespacial si algún día de la presente centuria se nos brinda la oportunidad de caminar sobre la superficie del planeta Marte. Calibramos que el viaje que puede durar dos años de la tierra a Marte sea uno de los grandes inconvenientes hoy en día, pero no el mayor de ellos. En realidad, si pensamos en una situación factible en la que varios astronautas tienen que ser rescatados en una estación espacial donde las reservas de alimentos y de oxígeno son limitadas, el tiempo de reacción para proceder a su evacuación podría ser asimismo de noventa días. Desde mi modesta apreciación, creo que la verdadera vía de salvación para esta treintena de mineros pasa porque una, a lo sumo, dos personas ejerzan un papel de liderazgo, inculcando al resto que en relación a los astronautas ellos no se sitúan a millones de kilómetros del planeta tierra ni tampoco deben atravesar las distinas capas que conforman la atmosfera y que dependiendo de la velocidad de entrada de la nave o cápsula espacial podría conducir a su desintegración. Setecientos metros separa la vida de la muerte. Setecientos metros que pueden resultar irrelevantes para alguien que esté prisionero de un sentimiento de angustia y desesperación, pero confiemos en que habrá hombres capaces de gestionar una situación sumamente extrema, quizás colocando sobre el tapete ejemplos de las proezas libradas no tan sólo por astronautas en la Era espacial sino por portentos de la naturaleza como Ernest Henry Shackleton, el expedicionario inglés que salvó a parte de su tripulación con su heoicidad y tesón, aplomo y perservancia. No estaría de más que en esos tubos cilíndricos (las palomas) donde se colocan cápsulas que contienen alimentos, velas, medicamentos y demás utensilios se incluyera algún librito que hablara en primera persona de las proezas de Shackleton, Reinhold Messner y un largo etcétera. Por parte de aquellos que estuvieran coordinando los trabajos de rescate no estaría de más replantearse la conveniencia de perforar un túnel con un agujero de mayor diámetro. Si ya en sus años mozos, Franklin Lobos, siendo jugador de la selección chilena, lucía amplitud de caderas, me temo que su figura no se estilice hasta tal grado que pueda penetrar por una cavidad de setenta centímetros de diámetro. Solo la idea de un estrepitosos fracaso por este y otros factores que competen tanto a lo psíquico como lo físico, debería suponer un duro mazazo para aquellos que tienen puesta la mirada en el espacio exoterrestre. El ojo de halcón de la NASA seguro que se ha posado en aquel rincón del hemisferio sur. Si el ser humano es incapaz de sacar con vida a treinta y tres hombres aislados en una cámara de treinta metros cuadrados a menos de un kilómetro, poca o nula credibilidad me merecerán esos embaucadores que, a costa, del erario de los gobiernos del Primer Mundo, siguen elucubrando la posibilidad de conquistar Marte. Deben leer mucho a Isaac Asimov, Robert Henlein o Arthur C. Clarke, pero poco los periódicos en su sección de sucesos y de crónica social. Sencillamente, no tocan de pies a tierra y prefieren dejarse seducir por ese espacio ingrávido, contemplando a cielo abierto unas estrellas tan próximas pero que, en verdad, se sitúan a distancias siderales. Claro está que esos embaucadores que dirigen o asesoran programas espaciales saben que sus pronósticos se van a ir al agua en menos que canta un gallo. Pero mientras tanto van trampeando la situación y saben que, al corto espacio (medido desde la escala terrenal), tienen asegurada una suculenta pensión. Eso sí, por el camino han propiciado dilapidar infinidad de millones con partidas tales como crear una silla especial (made in Spain, of course) que mide el grado de deterioramiento del organismo humano (en concreto, la osteoporosis) por efecto de una hipotética estancia en Marte por tiempo prolongado cuando ni tan siquiera se sabe cómo diantres podrían volver a la tierra. Con el coste de esa silla especial, por el contrario, se podría sufragar el de una perforadora capaz de hacer un diámetro para que cupiera el cuerpo de una persona de complexión gruesa. Setecientos son los metros que separan la vida de la muerte, pero, al final, la cosa puede depender de unos centímetros. Quizás se trate de los mismos cuatro centimetros de los que deben carecer en su parte frontal —lo que cubren la distancia entre las cejas y la línea de raíz del cabello— aquellos que han montado un operativo con tanta buena voluntad como incapacidad de razonar al dictado de la lógica. Nunca los «milagros» han tenido en cuenta tanto las medidas decimales. En cualquier caso, valga este post para rendir tributo a esos treinta y tres «héroes» de la «Estación lunar» de San José, Atacama. Verlos con vida será la mejor noticia para sus familias y un alivio para la humanidad en esa conquista de un espacio soñado más allá de la Luna, The Dark Side of the Mars

domingo, 22 de agosto de 2010

JAVIER MARÍAS Y LOS CABALLEROS DE LA MESA «REDONDA»

Para su envestidura en la Real Academia de La Lengua con el fin de ocupar la letra «R» que había quedado vacante, el escritor Javier Marías (Madrid, 1951) hizo gala de su erudición al citar a Robert Louis Stevenson para luego sintetizar su parecer en torno al arte de escribir: «es imposible narrar acontecimientos reales; solo puedes contar un montón de historias verdaderas sobre algo que jamás haya ocurrido, algo inventado e imaginado». Dejemos, pues, volar la imaginación por un momento y pensar qué tal sentarían unos premios literarios si, en lugar de ser distinguidos con unos bienes crematísticos se retribuyera al galardonado con un título nobiliario. En esta concesión de títulos de alcurnia se cuidaría el linaje de su destinatario hasta armar un cuerpo de figuras que descollaran en distintas disciplinas artísticas y, de tal guisa, conformar una suerte de «hermandad» de la cultura diseminada por distintos rincones del planeta. Toda una premisa a seguir, sin duda, para alguien con alma de escritor que haga de lo soñado su refugio inviolable. Por obra y gracia de John Wynne Thyson, Javier Marías se vio involucrado a partir de 1997 en una rocambolesca historia que cumple fehacientemente su máxima sobre la literatura. Suena a realidad inventada, pero como narra el propio Marías en su página web (http://www.javiermarias.es/) esa idea que podría vestirse en forma de premisa para una hipotética novela, se dio gracias a un mar de coincidencias. Presto a abdicar de sus compromisos como garante de los derechos del Reino de Redonda, Wynne Thyson hizo a Marías depositario de los mismos sin, al parecer, que terciara transacción económica de por medio. Digamos que Marías cumplía ciertos requisitos para ser depositario de tal distinción, que remito a los interesados a la lectura de la susodicha página web. El primer propietario habia sido Matthew Phipps Shiel(l) (1865-1947), nativo de la isla de Montserrat, quien movido por su figura paterna, Matthew Dowdy Shiell, se hizo acreedor del Reino de una isla diminuta por donde peregrinaban corsarios y piratas con el propósito de ocultar sus tesoros o hacer un alto en el camino. Matthew Phipps accedió al trono en su adolescencia y, al cabo de muchos años, convencido de que su horizonte vital empezaba a nublarse legó el título a su discípulo John Gansworth, así como los derechos de autor de su prolífica obra. Hay pocos asuntos tan perniciosos para un aspirante a escritor que los de gestionar la obra de otro escritor, de tal manera que Gansworth pronto se plegó a una vida licenciosa, expidiendo certificados de reinados a trote y moche desde su centro de operaciones, esto es, unos cuantos pubs sitos en Londres. Mientras sostenía la pinta en una mano con la otra daba validez a documentos relativos al Reino de Redonda que tuvieron distintos receptores, lo que se llamaría una estafa en toda regla. Marías, quizá movido por la idea de que la renuncia al título pudiera acarrear de facto su expulsión del reinado de los escritores que se saben universales —Henry Miller y Dylan Thomas, entre otros, habían sido agraciados por parte de Gansworth con semejante distinción cuando las urgencias económicas aún no le atosigaban en demasía; más tarde la cosa derivaría hacia otros terrenos...—, aceptó el Reino de Redonda en las postrimerías del siglo pasado. A lo largo del primer lustro del presente siglo Marías pareció dedicido a que el Reino no cayera en desgracia y tuvo la brillante idea de expedir, a su vez, Duques y Duquesas de Redonda entre distintos colegas de profesión —A. S. Byat, Arturo Pérez Reverte, Ray Bradbury, Eduardo Mendoza, etc.— pero también a cineastas —Pedro Almodóvar, Francis Coppola (un Reino con segundas o terceras lecturas: el de Megalópolis), Agustín Díaz Yanes,...— con el ánimo de crear una «hermandad de la intelectualidad». Me temo que con las obligaciones que comporta su puesto en la Real Academia de la Lengua, su columna semanal en El País y el dar cabida a la confección de sus propias obras, al bueno de Javier Marías poco fuelle le debe quedar para seguir manteniendo en alto la antorcha del Reino de Redonda. Parte de estas obligaciones parece cumplimentarlas con la confección desde 2000 de una editorial que toma su nombre. En la misma se han publicado algunas de las obras de M. P. Shiel, como La nube púrpura (2005) —una de las primeras propuestas de la novela llamésmola contemporánea que toma un escenario postapocapílptico; el primer tenedor del Reino de Redonda había tomado la delantera a Cormac MacCatrhy y su La carretera hace más de un siglo— y una compilación de cuentos fantásticos bajo el genérico La mujer de Huguenin (2000). Lo bueno del caso es que a Marías la aceptación del Reino de Redonda de manos de Wyte le ha comportado que se despreocupara sobre los asuntos relativos a los derechos de autor de Shiel dado que todo iba en el mismo «paquete». Una jugada redonda, sin duda, para el escritor madrileño que más de una tarde habrá contemplado un cielo cubierto de nubes de color púrpura en su voluntad por rendir tributo al escritor cuya huella permanece adherida a la superficie de ese Reino bañado por las cálidas aguas de las Antillas.

domingo, 15 de agosto de 2010

BÁSKET Y CINE: MIEDO A LAS ALTURAS

En vísperas de celebrarse el campeonato del mundo en Turquía de uno de los deportes que concilian mejor con mis gustos personales, el básket, el reciente estreno en salas comerciales de Jugada perfecta (2010), a buen seguro, refrendará por enésima vez el pésimo «matrimonio», a efectos de taquilla, que conforman el deporte de la canasta y el cine proyectado en la inmensidad o en la modestia —los tiempos mandan— de las salas de nuestro bendito país. Huelga decir que el béisbol y el rugby —los otros deportes «Rey» en los USA— transferidos a la gran pantalla pocas veces han gozado del beneplácito de los espectadores españoles, pero extraña que el básket que ha tenido una creciente implantación —con sus altibajos, of course— en la península no haya sido secundado por un cuerpo de producciones que hicieran creer en el maridaje entre un deporte cuyas reglas están en constante evolución/revisión y el cine. Más bien, si el trasfondo de la historia acontece en una cancha de básket, parece un argumento suficiente para dejar de acudir a una determinada sala ubicada en un multiplex o —largo me lo fiáis— en una gran sala que sirve como refugio para nostálgicos de una época que jamás volverá. Luego, eso sí, después de ver el blockbuster de turno, familias enteras se sienten atraídas por la efigie de algún jugador de tronío de básket que luce en los envases de los Burger Kings o de los MacDonalds situados estratégicamente a un tiro de piedra de la salida y/o de la entrada de los multiplex. Esa bebida carbónica o ese bocadillo de varios pisos parece saber mejor si va acompañada de la prominente sonrisa que esboza la estrella de la NBA en el candelero, pero pocas familias dan cancha a éstos cuando aparecen en un formato que agiganta aún más sus figuras que, en la mayoría de los casos, sobrepasan los dos metros de altura. Una elevada estatura que, por otra parte, ha jugado en contra de los intereses de las estrellas del Séptimo Arte, sitiéndose diminutas frente a esos tipos que cosecharon la gloria en los parkets y que, una pequeña porción, a la par o a posteriori hicieron sus pinitos profesionales bajo los focos de los platós. La lógica dictaba que sus papeles tuvieran correspondencia con su pasado o presente laboral —Shaquille O’Neal, el rutilante fichaje de los Boston Celtics este verano, compartiendo plano con su entrenador Nick Nolte en Ganar de cualquier manera (1994); Jim Wright, el ala-pivot del Obradoiro, confiado a la experiencia vital de Federico Luppi en La vieja música (1985), etc.—, pero los caminos cinematográficos son inexcrutables y, hete aquí que Richard Fleischer, por ejemplo, diera su beneplácito para que Wilt Chamberlain —el hombre que llegó a cien puntos en un partido NBA; salvo resucitar a Michael Jordan o que los Lakers jueguen exclusivamente para Cobe Bryant se me antoja imposible batir semejante récord estratosférico en el curso de esta era— apareciera ataviado de guerrero en Conan el destructor (1984), o Jerry Zucker y los Abraham Brothers  confiazaran a Karem Abdul Jabbar en Aterriza como puedas (1980) como cómico a tiempo parcial. El cine norteamericano de los 70 y principios de los 80 mostraría otros de los rostros populares de las pistas de básket, pero me imagino a los productores colocándose las manos en la cabeza cuando algún avispado intermediario hacía un ademán para anunciar la presencia de un tipo de altura que las pasaba canutas para traspasar el umbral de una sala habilitada para la ocasión. Casi por contrato, como Nicolas Sarkozy, estrellas del perfil de Tom Cruise, Paul Newman, Al Pacino, etc. debían o han debido convenir unas claúsula en la que esos gigantes del básket no tuvieran cabida en sus películas... No vaya a ser que les coloquen en su verdadera estatura o pongan en evidencia una corpulencia que quede en mantillas, como en el caso de Nolte frente a la mastodóntica presencia de Shaquille O’Neal (ver foto de encabezamiento del post) en Ganar de cualquier manera —burda traducción del original Blue Chips—, quien tentó nuevamente a la cámara con similar infortunio que el bad boy de los Detroit Pistons, Dennis Rodman en Double Team (1997), o Alex English, el fino alero de los Denver Nuggets, en La voz del silencio (1987). Y así una larga lista de príncipes de la canasta que han visto en el cine más un puro ejercicio de frivolidad que un camino a la conquista de la dramaturgia... o de la comicidad. Para esta segunda vertiente los Harlem Globettroters podrían representar una cantera de aupa pero la cosa se ha quedado reducida a una película más o menos oficial, filmada por ese pequeño gran hombre de la dirección fotográfica, James Wong Howe, en la época que el básket empezaba a concitar un mayor interés en la televisión pública hispana. Un periodo en que empezaban a forjarse esas leyendas del baloncesto, empequeñecidas hoy en día por la «Generación de Oro», aquella en la que luce en lo más alto del mástil el insigne Pau Gasol, a quien actuar ante la cámara no se le da tampoco nada mal. Véase su episódica intervención en un capítulo de CSI para darnos cuenta que desde las alturas se puede actuar... pero también que los directores se vuelven majaras al componer los planos. Argumentos más de peso para que los pivots de la cinematografía y de la televisión queden fuera de plano y que las plazas de aleros o ala-pivots se reserven a actores profesionales del estilo de Jeff Goldblum —los 2,07 m han hecho mella en su progresión; las réplicas en forma de Geena Davis no abundan—, Tim Robbins o John Cusack.

domingo, 8 de agosto de 2010

BEN KEITH (1937-2010): ADIÓS AL «LUGARTENIENTE» DE NEIL YOUNG

Stray Gators, un grupo creado en el marco del sinfín de sinergias que se dieron en la ciudad de Nashville a finales de los años sesenta, con toda probabilidad no pasará a los anales de la historia de la música como tal. Pero no puede decirse lo mismo de algunos de sus miembros, en especial para un par de ellos que fueron vitales para el desarrollo de la carrera artística de Neil Young: Jack Nitzsche y Ben Keith. Nacidos ambos en 1937 —algún día se debería hacer un pormenorizado estudio estadístico que dejaría este año, a buen seguro, como uno de los más productivos en cuanto a alumbramientos de artistas en los USA en la pasada centuria—, lo paradójico del caso es que Nitzsche, el pianista de la banda, había sido el principal «benefactor» de Young cuando éste trataba de trazar una carrera en solitario fuera de los dominios de Buffalo Springfield, una formación de vida efímera que podría decirse, murió de éxito. Pero antes de «expirar» BS dejaría joyas del calibre de Expenting to Fly —incluída en el álbum Buffalo Springfield Again (1967)— para la que Young contaría con la inestimable colaboración de Nitzsche en calidad de arreglista, quien no cejó en su empeño hasta dar la forma y ofrecer el tono justo a una canción que ha resistido como pocas de la cosecha de la banda californiana las embestidas del paso del tiempo. Otra cosecha, la del ‘72, sería la que marcaría el punto de partida de una larga y prolija asociación entre Ben Keith, steel guitar de los Gators, y el «canadiense de oro». Presumiblemente concentrado en menesteres que no pasaban por seguir al dedillo la ejecutoria profesional de los front man o «espíritus» musicales en alza de la costa Oeste de los Estados Unidos, Keith acudió a la cita de las sesiones de grabación de Harvest con la certidumbre que Neil Young no había acumulado trabajo alguno como solista, y su conocimiento sobre él lo fiaba a los ecos que le llegaban en torno a la superbanda Crosby, Stills, Nash & Young. Por aquel entonces, Ben Keith trabajaba en una longitud de onda distinta a la que se cocía en las soleadas costas californianas, habiéndose forjado al frente de la banda de nombre tan poco sofisticado como A Team, en consonancia directa con las hechuras de cuarteto que aspiraba a modelarse en la tradición del blues y del jazz, a modo de bastiones de la música que se estilaba en los locales de Nashville. Para Keith, el primer golpe de suerte había llegado tiempo atrás cuando participó en la elaboración del tema I Fall to Pieces, cantado por Patsy Cline, convirtiéndose de la noche a la mañana en un hit casi con la misma celeridad que lo haría treinta y cuatro años más tarde cuando produjo el álbum de debut de Jewel, Pieces of You (1995), encaramado en las listas de obras musicales más vendidas a las pocas semanas de su presencia en tiendas. Su puntual unión con Cline le abriría las puertas del sector musical y le retuvo durante toda una década en Nashville. Pero la entrada de Young en su vida personal y profesional trastocó todos los planes de Keith por echar raíces en la tercera ciudad que había residido, descontando su Fort Riley (Kansas) natal, y Kentucky. La siguiente y definitiva parada sería a unas decenas de kilómetros de San Francisco, donde Neil Young concibió el rancho Broken Arrow, su comunidad orlada de hippies, pero con los bolsillos bien llenos merced al aclaparador éxito de Harvest y lo que estaría por llegar. La resaca de aquel éxito condujo a operaciones que desataron todo tipo de excesos y de la que resultó especialmente damnificado el tour de Time Fades Away (1973-1974), en el que tuvieron parte activa los Stray Gators. De aquella pesadilla de gira quien saldría reforzado sería Ben Keith, quien acabaría convirtiéndose en uno de sus más fieles colaboradores de Neil Young. Citar la lista de álbumes o CD’s de Mr. Young en los que aparece en los créditos principales Ben Keith es tanto como reseguir lo más granado del canadiense en el curso de cuatro décadas, con especial distinción para Old Ways (1985) y Silver & Gold (2000), dos de las obras que reivindico sin ambajes en el libro que escribí el año pasado con un subtítulo, La leyenda desconocida, que podría extrapolarse a esta figura señera de la música llamado Bennett Keith Schaeufele, artísticamente, Ben Keith.
La escasez de perfiles o reseñas que ha generado la muerte de Ben Keith no puede por menos que moverme a la desazón por cuanto la importancia de éste ha sido considerable en la evolución de la obra de uno de nuestros —me refiero a efectos de la humanidad— grandes nombres de la música contemporánea: Neil Young. Bien es cierto que esa condición de multiinstrumentista de Keith quedaría eclipsada al afrontar el puesto de «lugarteniente» de Young en una lista amplia de piezas grabadas en estudio y, de esta forma, dejar poco espacio para sus «creaciones» personales —To a Wild Rose (1984) y Seven Gates: A Christmas Album by Ben Keith and Friends (1994), una relectura de temas tradicionales y mainstreams relacionados con el motivo navideño— o quedar en un segundo término sus contribuciones para estandartes de la música como Ringo Starr, J. J. Cale, Emylou Harris, Linda Ronstadt o Todd Rundgren. Ese «comodín» del que Young extrajo el máximo partido, le valdría para amueblar sus propuestas creativas con el sonido de la pedal steel, instrumento del que Keith era un consumado especialista, sin menoscabo a su dominio de la steel guitar, y los respetos que merecía cuando se colocaba frente al piano o incluso cuando no tuvo reparos en tocar el saxo alto en la grabación con los Blue Notes de This Note's for You (1988), que representaría una vuelta al pasado, rememorando su paso por A Team.
Presumo que el deceso de Keith ha despertado en Neil Young una tristeza tan honda como la que le había generado en su día la pérdida del productor David Briggs. Winnipeg, la ciudad de adopción de Neil Young, sirvió de marco para calibrar la toma de temperatura de ese corazón nuevamente herido del canadiense. Su Old Man tocado en fechas recientes no tuvo el propósito de acudir a la memoria de su vecino de Broken Arrow Louis Avella, para quien había escrito las letras de esta emotiva canción; lo hacía desviando el pensamiento para ese músico con mayúsculas que supo de motu proprio que la vida tiene fecha de caducidad. Su contribución, como la de tantos músicos anónimos, no puede por menos que estamparse en un visado para la eternidad. Gracias Ben, Old Man. Descanse en paz.