En el interior de la estación
de Liverpool Street Daisy Saunders coincide nuevamente, para su desdicha, con
Kelly, el joven periodista que se avino a publicar una noticia sobre uno de los
pacientes del Blackfriars donde ella había sido empleada. Tras una primera
tentativa por zafarse de la sombra de Kelly, Daisy se justifica que su tren
sale en cinco minutos. Kelly, al dictado de la lógica y de una cierta carga de
ironía barnizada de misoginia, replica que «las
mujeres siempre piensan que los trenes salen en cinco minutos. Los trenes salen
según el horario previsto». Una frase que lleva todas las trazas de su autora, Penelope Fitzgerald (1916-2000), cuyo tren, el que la condujo a un reconocimiento por su faceta de
escritora en determinados círculos, estuvo a punto de perder antes de llegar a
la última estación de su azarosa existencia. De la vida se apearía en
abril de 2000, a
punto de echar el cierre una centuria donde Penelope Fitzgerald experimentó
todo tipo de situaciones personales, en un cuadro prototípico de la mujer británica
del siglo XX con ínfulas creativas que se debatía entre la regia moralidad
proveniente de sus ancestros y la necesidad por dar carta de naturaleza a su
propio desarrollo intelectual en un contexto, cuanto menos en sus primeros
tramos, no particularmente favorable para ello.
Transcurridos trece años desde su
fallecimiento salió al mercado Penelope
Fitzgerald: A Life (2013), una biografía escrita por Hermione Lee,
prosiguiendo así la inveterada tradición de los británicos por honrar la
memoria de infinidad de personalidades del mundo de la cultura que no
necesariamente habían tenido el merecido reconocimiento en vida. Por aquel
entonces, el sello Impedimenta ya estaba enfrascado en la labor de dar a
conocer la obra lteraria de Fitzgerald. Al ir punteando los títulos que jalonan
la misma nos encontramos que la editorial madrileña ha cubierto en apenas un
lustro la publicación de un repóker de novelas de Fitzgerald: La librería (2010), El inicio de la primavera (2011), Inocencia (2013), La flor
azul (2013) y La puerta de los ángeles
(2015), esta última una de las novedades más estimulantes que presenta
Impedimenta para este nuevo curso. En porcentaje, esta cifra cubre algo más de la
mitad de su producción literaria, fijada en nueve novelas, dejando al margen su
aportación al campo de la biografía —un
total de tres títulos— y
abundantes ensayos. Una de las particularidades de la producción literaria de Fitzgerald
radica en su tardanza a la hora de publicar. Lo haría una vez situada en el pórtico
de una jubilación que no sería tal en atención al ritmo de trabajo empleado
para dar acomodo a esas piezas literarias, en su mayoría, alumbradas al compás
de sus propias experiencias y sobre todo a la toma de conciencia de las
posibilidades que se la abrían si sabía procesar adecuadamente las enseñanzas
extraídas de la lectura de multitud de libros que habían formado parte de los
programas educativos que ella adecuaría para alumnos de distintas edades y
credos sociales. En esa ecuación en que se presentan los factores de la
docencia y el aprendizaje, la incógnita a despejar arroja como resultado un
dominio del lenguaje por parte de Fitzgerald ciertamente encomiable. Un
lenguaje preciso, elegante, trenzado con sencillez expositiva pero que en el
fondo subyace una profunda asimilación de lecturas que la habían tenido ocupada
mientras trataba de apañárselas para sacar adelante a sus tres vástagos sin el
referente de un padre dipsómano que se había ausentado del hogar hasta
abandonarlo definitivamente. En cada página de La puerta de los ángeles sentimos el calor de unos personajes
desnortados, a la cabeza Daisy, la aprendiz de enfermera en su tránsito a la
mayoría de edad —a efectos temporales, el relato cubre desde
los diecisiete a los diecinueve años de su existencia—, equiparable,
en términos de vulnerabilidad y afecto al que nos procura el personaje de Flora Poste en La hija de Robert Poste, de Stella Gibbons, el longseller editado por Impedimenta. A
diferencia de Flora, Daisy no llama a las puertas de una granja de la que ha
sido beneficiaria verbigracia de una herencia sino que lo hace a las puertas
del St. Angelicus de Cambridge. Un ambiente universitario que da juego para
amueblar una leve trama detectivesca en combinación con la presentación de
algunos personajes que ganan peso en el relato a las primeras de cambio —Fred
Fairly, el joven profesor universitario de Ciencias Naturales que ocupa un
lugar preponderante en el desarrollo de la trama antes de ceder el testigo a la
voz de Daisy— y otros
que pululan por ese exclusivo ambiente, caso de Ernest Rutherford —enfrascado
en su estudio sobre el átomo antes de elevarlo a la categoría de modelo teórico con visos a perdurar—, ofreciendo
de esta forma un sustrato de verismo del que brota un campo minado de ingenio y
de un conocimiento de primera mano sobre seres de naturaleza errante situados
en el frontispicio del fracaso y de la fragilidad emocional. Por todo ello la lectura de La puerta de los ángeles procura una
cercanía para con el lector familiarizado con la idea que la vida presenta innumerables
espinas en el camino que debemos sortear para evitar salir derrotados. En ese
camino de ficción-realidad se sitúa el personaje de Daisy, cuyo futuro parece
quedar ligado al de Fred Fairly, en cierto modo de carácter antitético al de la
“heroína” creada por Fitzgerald, para la que el cumplimiento del centenario de
su natalicio el año que viene debería dar pie, además de la publicación de la
biografía de Hermione Lee —asimisma autora de un revelador
prefacio en la presente edición— a cargo del sello Impedimenta, a una mayor
difusión —vía conferencias, coloquios, clubs de lectura o mesas redondas— de la
prosa de una escritora que ha pasado a ocupar un lugar preferente en mi
biblioteca personal. A esta “causa” a buen seguro podría contribuir la adaptación
cinematográfica de La librería que
Isabel Coixet —recientemente distinguida con el premio Chevallier de L'Ordre des Arts— que
desde hace tiempo prepara con esmero, a buen seguro para salvaguarda la memoria
de Penelope Fitzgerald, precisamente con el libro que le abriría las puertas de
su otoñal profesión —fue finalista al Booker Prize— y la llevaría,
al cabo, a situarse entre sus ángeles literarios, aquellos que velan por seguir
creyendo en el poder sanador de la letra impresa acomodada en forma de pieza literaria.
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