miércoles, 18 de noviembre de 2015

«PINK FLOYD: TRAS EL MURO» (2015), de Hugh Fielder: TRIBUTO EN PAPEL A UN GRUPO FUNDAMENTAL DE LA HISTORIA DEL ROCK

   
Al cumplir el medio siglo de existencia, Pink Floyd sigue siendo una marca rentable aunque el grupo como tal parece haber echado el cierre definitivo con la publicación de The Endless River (2014) después de veinte años de silencio discográfico. De hecho, este disco compacto nace precisamente de los outakes («descartes») de las sesiones de grabación de The Division Bell (1994), a imagen y semejanza de la operación llevada a cabo años atrás por Roger Waters en The Final Cut (1983) en relación a su Opus Magna The Wall (1979). Obra referencial en el contexto de la música de rock contemporánea, The Wall representó un antes y un después en la historia de la banda británica. Así queda reflejado en el libro de reciente publicación en nuestro país, Pink Floyd: tras el muro (2015), a cargo del sello Blume, en que a lo largo de doscientas páginas (descontados los apéndices en forma de índice, discografía, álbumes, créditos de imágenes, bibliografía seleccionada y agradecimientos) el aficionado puede asistir a la historia del grupo a través de un despliegue fotgráfico espectacular y unos textos que guardan un propósito periodístico dictado por Hugh Fielder, reservando algún que otro alto en el camino para destacar las sincronías establecidas por unos cuantos fans («con mucho tiempo libre», a juicio de un mordaz David Gilmour) entre The Dark Side of the Moon (1973) y la producción cinematográfica El mago de Oz (1939), la peculiar relación marcada a fuego entre Gilmour y su fiel amante la Fender Stratocaster (incluso llegaría a editarse en 2009 un modelo de esta guitarra con su nombre) y las razones del porqué del éxito de The Dark Side of the Moon que, contra la creencia generalizada, a fecha de hoy sigue superando por bastantes millones a las ventas del genuino The Wall.
    No creo traicionar a mis pensamientos si manifiesto que Pink Floyd ha sido y creo que seguirá siendo mi grupo favorito, la piedra roseta que me abrió el camino al conocimiento de la música contemporánea. Aquel enamoramiento adolescente al calor de la escucha de The Wall con su posterior aliño en forma de propuesta cinematográfica matriculada en la factoría de Alan Parker dejaría paso hace unos años, dentro de la obra Historia del rock sinfónico (2012, T&B Editores), a un extenso ensayo sobre Pink Floyd con el revelador subtítulo «La suma de todas las partes» (una expresión que sería del agrado del batería Nick Mason). Después de publicar otros tres libros, en este otoño de 2015 me he enfrentado a la lectura de Pink Floyd: tras el muro con el interés propio de alguien ocioso por bucear una vez más en el relato cronológico de una de las bandas señeras del planeta, ampliando horizontes sobre el conocimiento de la historia de Pink Floyd a través de una prosa que no escatima el sentido de la reflexión, que maneja los datos con solvencia y claridad expositiva, y desarrolla una línea de pensamiento que desemboca inexorablemente a hacer partícipe al lector que un fenómeno musical de estas dimensiones responde a los estímulos propios de una época donde los estadios donde se celebran conciertos multitudinarios han acabado convirtiéndose en auténticos centros de culto, de adoración de las masas por esas “deidades” apostadas sobre el escenario, rodeados de todo tipo de artilugios instrumentales de nueva generación. De ello se percataría Roger Waters durante la gira The Flesh celebrada en 1977, cuya parada final en el estadio Olímpico de Montrealdio pie a una anécdota que alcanzaría rango de categoría escupió a uno de sus fans, especialmente impertinente en el curso del showal encender la mecha de lo que un par de años sería la puesta de largo de su doble álbum conceptual The Wall. El éxito del mismo sacaría a flote la empresa financiera que movía la maquinaria de Pink Floyd, en el punto de mira del fisco británico tras una serie de inversiones fallidas provocadas por un hombre de confianza que no tardaría en ingresar en prisión. De estos avatares en paralelo a las dinámicas estrictamente creativas de los Floyd se ocupa el presente volumen, pero la música deviene el espacio nuclear, evaluando esos procesos creativos que sufrieron un vuelco con la salida (forzada y forzosa) de Syd Barrett, el reverso de esa «cara oculta» del éxito que han tocado con los dedos David Gilmour, Nick Mason, Rick Wright y Roger Waters, este último quien se mantiene aún pegado a un muro que le ha devuelto la ilusión por situarse encima del escenario y así conquistar nuevos públicos. Solo así se entiende la extraordinaria recepción de sus espectáculos en directo de The Dark Side of the Moon y The Wall, piezas angulares de un legado discográfico que fluye de color de rosa, aunque bajo la superficie haya sido en realidad un camino plagado de espinas, desde el desinterés discográfico de propuestas que no parecían conducir a ningún sitio (Atom Heart Mother, cuya música quiso utilizar Stanley Kubrick para La naranja mecánica, o Meddle) hasta las trifulcas judiciales libradas entre la batería de abogados a sueldo de Waters y los abogados de la defensa del resto de los Floyd por la utilización de un nombre cuya rentatibilidad, como advertía al inicio de este escrito, sigue mostrando señales de fortaleza. De tal suerte, por ejemplo, The Dark Side of the Moon vende un cuarto de millón de copias cada año de media y todo parece indicar que la historia de Pink Floyd, tarde o temprano, tendrá refrendo en la ficción cinematográfica, entre cuyas líneas argumentales a buen seguro podría quedar consignada la rivalidad sostenida en el tiempo por David Gilmour y Roger Waters, caracteres disímiles pero con un talento común, diríase que innato, para la música. Una disciplina, un arte que para quien suscribe estas líneas tendría otro sentido sin el relato musical de Pink Floyd.      

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