En el verano de hace quince años un par de noticias
vinculadas con ETA mostraban con toda su crudeza cómo el fanatismo de esos «libertadores de la patria vasca» se las gastaban, tratando de reflotar esos años de
plomo que dejarían tras de sí un reguero de muertos en el curso de la
denominada Segunda Transición Democrática al amparo del PSOE liderado por
Felipe González. Con tan solo un intervalo de doce días se sucedía la noticia
de la liberación de José Antonio Ortega Lara —después de un secuestro que duró 532
días en condiciones infrahumanas— y la de la ejecución de Miguel Ángel Blanco,
el concejal del PP en Ermua, quien después de un «secuestro express», ante la
negativa del gobierno de turno a dar su brazo a torcer, perdería vilmente la
vida. Desde entonces, la historia de ETA ha experimentado un descenso
vertiginoso que le ha conducido a una progresiva autoinmolación, habitando la
diezmada banda terrorista en las cloacas de las trincheras donde no hace
demasiado tiempo se creían a resguardo en una suerte de santuario. Pero la
serpiente enroscada que ha salido del cesto ya sin poder de inocular su veneno,
sigue reptando por los ayuntamientos y las organizaciones tipo Bildu y sus satélites
en aras a tratar de vehicular un discurso independentista sin menoscabo a
renunciar de ese habitual victimismo que les lleva a equiparar el sufrimiento
de los terroristas encarcelados con el de las familias de los asesinados por
ETA.
Pocas imágenes
recuerdo proyectadas en mi mente que expresen el sufrimiento y el padecimiento
humano como el experimentado por José Antonio Ortega Lara al salir de esa jaula
donde fue confinado por espacio de más de quinientos días. Recuerdo con alivio su liberación,
al tiempo que me interrogaba hasta qué punto la condición humana puede ser
capaz de un acto de semejante grado de vileza y maldad. La respuesta: en el ADN
de la comunidad de etarras que operaban por aquel entonces la inmisericordia
dominaban pensamiento y corazón, convirtiéndose en esas alimañas que las
definen por sí sola. Hoy, una quincena de años más tarde, una de esas alimañas,
Josu Uribetxeberría, se la ha certificado que padece un cáncer terminal. Él fue
uno de los responsables de “enterrar vivo” a Ortega Lara en un zulo de 3,5 metros cuadrados
situado en los bajos de una empresa de Mondragón, feudo abertzale por antonomasia. Lejos de mantenerse en silencio, Bildu,
el sindicato LAB y todos esos grupos gobernados por el ideal del
independentismo vasco, han hecho frente común por la causa de Uribetxeberría,
en huelga de hambre desde hace unos días a modo de medida de presión para poder
obtener un tercero grado penitenciario para pasar lo poco que le queda de vida
entre los suyos. En breve, el Tribunal de Justicia del estado español deberá
decidir sobre qué postura adoptar sobre las peticiones promulgadas por estos
colectivos abertzales. El dilema está
servido: si se activa esta “medida de gracia” —que cuadra dentro del espíritu
legislativo de un país cuyo régimen penal anda a sideral distancia de la mano
de hierro, por ejemplo, de algunos de los estados los Estados Unidos de América
o la China —,
parecería una muestra de debilidad del estado democrático; y si se mantiene la
prisión a perpetuidad para Uribetxeberría la deshumanización, para algunos, se
habrá instalado en el seno de la
Justicia con hilo directo con el gobierno de turno. Me
detengo a pensar sobre ello y razono que si tenemos la certeza médica de que la
guadaña de la muerte aguarda al doblar la esquina a esa alimaña con rostro
humano, su liberación no haría más que dar la medida de la grandeza de un
estado democrático en oposición a esas correas de transmisión de los etarras
practicantes a full time de un
cinismo a ultranza, parapetados en un ejercicio reivindicativo que provoca
nauseas, aun sabedores que entre las “marcas” a superar de ETA se encuentra lo
acontecido con Ortega Lara y Miguel Ángel Blanco. Ambos víctimas de esa ETA ahogada en la maldad
que cubre sus vergüenzas con una capucha tocada de una txapela. La viva expresión del verdugo. Por fortuna, Los verdugos también mueren. Bertold
Brecht dixit. Agur, Josu. Asististe a
un entierro en esa primavera de 1995, en la que tú mismo ayudaste a cavar la zanja, pero os olvidastéis de un pequeño
“detalle”: el muerto estaba vivo. Esta vez nos hemos asegurado que estés bien
muerto. Eso sí, a tu entierro asistirán los de tu misma catadura moral: las
alimañas. Justicia poética. Amén.
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