miércoles, 16 de noviembre de 2011

«MIENTRAS LOS MORTALES DUERMEN» (2011) de Kurt Vonnegut


«Porque Cristo ha nacido de María
Y reunidos arriba, mientras los mortales duermen
los ángeles mantienen
su guardia de amor»


Mi filiación por la literatura de Kurt Vonnegut (1922-2007) se remonta a mediados de la década de los ochenta cuando descubrí Matadero Cinco (1969), cuyo subtítulo La cruzada de los inocentes, trata de «emanciparse» del concepto gore que pudiera sugerir su título principal para aquellos escasa o nulamente familiarizados con la obra del escritor natural de Indianapolis. A partir de entonces, he tratado de conformar una particular «biblioteca Kurt Vonnegut» dado que su obra traducida al castellano anda un tanto desperdigada por distintas editoriales. Tras su desaparición, algunos sellos han tratado de ir al rescate de aquellas piezas inéditas en su traducción a la lengua de Antonio Machado, sobre todo por lo que atañe a su cuerpo de relatos cortos, una faceta más bien agazapada que prologa ese estilo de caligrafía sencilla, arropada por un humor más irónico que sarcástico, dispuesto a tomar distancia en relación a la solemnidad y trascendencia que redundan en algunos de los textos de colegas suyos al tratar temas de calado social de inapelable dureza.
   Mire al pajarito (2010) y Mientras los mortales duermen (2011), ambos editados por El sexto piso, se encuentran conformados por relatos breves escritos por Vonnegut en distintas etapas de su vida, y con el punto de mira fijado en aquellos años de formación antes de «dar a luz» al atribulado escritor con maneras propias de un beatnik pero sin pertenencia a la cuerda de los Allen Ginsberg, Jack Kerouac y compañía. A falta de conocer el contenido de Mire al pajarito, Mientras los mortales duermen, a través de sus diecisiete relatos cortos, deviene una evaluación, una toma de temperatura sobre personajes oc(d)iosos y situaciones que discurren en un pasado lejano. Éste se transforma en cercano cuando el ciclo vital se va cerrando y se tienden puentes con esos estadíos de la infancia, la adolescencia y la juventud. Un «trípode» sobre el que Vonnegut coloca su particular «objetivo» para captar el movimiento de esos personajes que desfilaron ante sus ojos y que contribuirían, a través de experiencias compartidas, a ir dando forma un carácter desplazado hacia lo heterodoxo, en que lo extraño podría resultar natural, y lo natural evaluarse como extraño. Más que la búsqueda de un refinamiento estilístico (siempre he considerado, al respecto, que conviven «dos» Vonnegut; uno capacitado para un tipo de narrativa reglada hacia líneas de trazo sencillo, puramente descriptivo, y el otro arbolado de dobles sentidos, de alegorías, simbolismos…), con la lectura de Mientras los mortales duermen trasciende la idea de que asistimos a la «Cátedra» de un librepensador, un auténtico púgil-notario de una realidad social imbricada con la querencia suprema del dinero y la necesidad de amar como motores de la misma. Estas dos fuentes irrigan esas parcelas literarias cuyas compuertas se abren con “Jenny”, en que todo un genio en caída libre pasa a tener como «inmueble» una furgoneta y como compañera sentimental… una nevera. Asimismo, particularmente llamativo es el relato que da nombre al libro compilatorio, en que Fred Hackleman, el redactor de un periódico, parece solaparse con la personalidad en sus modos y costumbres del propio Vonnegut. Otro pasaje autobiográfico se desliza en “Tango”, tomando el nombre del baile de raíces argentinas cuyos compases causan estragos en un pareja de jóvenes de pedigrí, habitantes de Pisquontruit (término indio que significa «aguas brillantes»), el enclave, según palabras del propio Vonnegut, más elitista de los Estados Unidos donde fue a parar con el propósito de impartir clases a Robert Brewer, hijo de un potentado llamado Herbert Clewes Weber. Personajes y espacios que parecen sacados de los textos de F. Scott Fitzgerald, son torneados en “Tango” por esa prosa cautiva de Vonnegut, al que el traductor de turno Jesús Gómez Gutiérrez— trabaja el andamiaje menos elevado del lenguaje con expresiones tales como «se hacía el longui» (para los no puestos en la jerga patria, similar a decir: «se hacía el despistado»). Otra de las gemas que contiene Mientras los mortales duermen se localiza en la parte final del volumen, esto es, “Los farsantes”, una sátira sobre la «alta cultura» que nació al calor de los movimientos vanguardistas a mediados del siglo pasado. En este relato Vonnegut se nos descubre en estado puro cuando, a propósito de trazar la evolución artística de John Lazarro relata que «su primera obra de importancia la había pintado en una acera, con una tiza robada, a la sombra del metro elevado de Chicago. Entonces tenía doce años». El componente esnobista que reposa sobre esa sociedad de clase alta que vive a salto de mata de exposiciones y otros eventos culturales, se cuela por las rendijas de la prosa de Vonnegut arbitrada en “Los farsantes”, uno de los relatos que mejor definen el carácter crítico, mordaz de un escritor al que en tiempos de agitación social se hace especialmente indicado (re)leer. Un Kurt Vonnegut que a punto estuvo de perecer a principios de los ochenta, contagiado por la enmienda al suicidio que había llevado antes de tiempo a la tumba a su madre Edith Lieber Vonnegut— y aún sin poder quitarse de la cabeza las fantasmas de sus experiencias del bombardeo de Dresden durante la Segunda Guerra Mundial, convenientemente exorcizadas en Matadero Cinco. La divina proveniencia hizo posible que Vonnegut, para asegurarse el tiro, no se acabara lanzando desde un sexto piso. Ha sido, no obstante, una editorial de idéntico título la que ha rescatado del maosoleo de los grandes escritores en lengua inglesa de la segunda parte del siglo XX esas piezas que sirven para apuntalar un legado en prosa sublimado por ese «factor corrector» llamado humor. Dios te bendiga, Mr. Vonnegut.

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