lunes, 4 de noviembre de 2024

«CADA NOCHE, A LAS NUEVE» (1963) de JULIAN GLOAG: CHILD’S PLAY

 

Aunque compartíamos el amor por los libros, el cine y asimismo ciudad —un servidor de nacimiento y él de adopción— José María Latorre (1945-2014) y yo nos vimos poco y tan solo coincidimos en una ocasión con un grupo de amigos. Celoso a la hora de dejar prestados libros (figuraba escrito su nombre y la fecha de adquisición), recuerdo que de su inmensa colección tuve acceso gracias a él por primera vez a la lectura de A las nueve, cada noche (1963) del británico Julian Gloag (1930-2023), en una vieja edición del sello Destino con una portada de tonalidades azulverdosas. Entiendo que no resultó fácil para José María Latorre «desprenderse», ni que fuese durante unos días de esta pieza literaria que muchos de los que visitamos la cinta dirigida por Jack Clayton con una cierta inquietud literaria quisimos saber del contenido de la novela de partida adaptada por la que acabaría siendo la esposa del cineasta —Haya Harareet, de origen palestino—, y por su compatriota Jeremy Brooks. Desde entonces anidaba la esperanza que algún día podía poseer mi propia edición de la opera prima de Gloag. Todo indicaba que el sello Impedimenta, tarde o temprano, llevaría a cabo la publicación de Our Mother’s House, máxime después de los precedentes de haber editado Un lugar en la cumbre (1957) de John Braine, La solitaria pasión de Judith Hearne (1955) de Brian Moore y El devorador de calabazas (1962) de Penelope Mortimer, todas ellas con un hilo en común: sus adaptaciones al celuloide corrieron a cargo de Jack Clayton. Me consta que Our Mother’s House era un título que tenía en cartera Enrique Redel y su equipo, pero quizás el conocimiento de la noticia de la muerte de su autor en Francia —convertido con el devenir de los años en su país de adopción— precipitara la publicación de la novela, eso sí, con el título cambiado en relación a la edición de Destino, Cada noche, a las nueve. Sería, pues, la primera de las correcciones a las que se encomendaría Olalla García para la traducción de un texto en el que proliferan los diálogos. En todo caso, el orden de los factores (gramaticales) no altera el producto. Con la confianza que me sigue generando un libro de Impedimenta que cuente con una traducción a cargo de uno de los integrantes de la formidable «plantilla» de profesionales del sello madrileño, en mi segunda lectura de Cada noche, a las nueve he podido recrearme en algunas sutilezas empleadas por Gloag en el curso de la narración. A modo de ejemplo, Gloag, valiéndose de una voz omnisciente, describe las sensaciones que experimenta al descubrir el tipo de mujeres a las que invita Charlie Hoock (el padre ausente que regresa al hogar tras el fallecimiento de la madre a la que se refiere el título original): «Pero Hubert sabía que no se había equivocado. Ahora, cuando iba a abrir la puerta principal, ya no sentía ningún cosquilleo de emoción, ni de miedo. En un par de ocasiones habían venido mujeres… ¿O señoras? Cuando se marcharon, su aroma permanecía en la sala durante mucho tiempo». Al omitir el vocablo «prostituta» o «puta» indica que Julian Gloag pensaba también en el potencial público adolescente o juvenil que podría acercarse a una novela que, al ser «traducida» en imágenes quedó sustancialmente rebajado su contenido dramático, sobre todo en el episodio que compromete a la salud de Gerty, optando Harareet y Brooks por la recuperación «milagrosa» de la pequeña, en contraste con la fatalidad a la que aguarda al segundo más pequeño de los siete vástagos que tiene a su «cargo» Charlie Hook. A tenor de la descripción física que hace Gloag de este pendenciero y mujeriego personaje, cuadraría mejor con la fisonomía del Gérard Depardieu de los años noventa que Dick Bogarde. No obstante, la vileza que muestra bajo los efectos del alcohol Bogarde en su encarnación de Charles Roland Hoock cautivaron de tal manera a Luchino Visconti que lo eligió para el papel de Friedrick Bruckman en La caída de los dioses (1969) y para el rol de Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia (1971).  Sin lugar a dudas, Latorre aplaudiría la decisión de Visconti y, al mismo tiempo, debió conocer en algún momento de su vida la problemática generada entre Gloag e Ian McEwan, a quien acusó de «inspirarse» en Out Mother’s House el ensamblaje narrativo de Jardín de cemento (1978), editado en lengua española por Anagrama. A pesar de las evidentes similitudes relativas a su premisa argumental —fruto o no de la casualidad—, McEwan iría más allá de lo que plantea Gloag en su novela, deslizándose por esos oscuros rincones relativos al incesto y la identidad sexual. No obstante, Gloag se reservaría en la recámara una dulce venganza —tras haber perdido la fe en los tribunales de justicia; McEwan nunca fue condenado por plagio— con la publicación de Lost and Found (1981), en que de alguna manera adapta al terreno de la ficción novelada una historia que, al parecer, le marcó de por vida. Huelga decir que Ian McEwan es el escritor de éxito al que se refiere la novela de Gloag que podría ser traducida como «Objetos perdidos» y quien sabe si en un futuro puede quedar integrada al catálogo de Impedimenta.