Aunque compartíamos el amor por los libros,
el cine y asimismo ciudad —un servidor de nacimiento y él de adopción— José
María Latorre (1945-2014) y yo nos vimos poco y tan solo coincidimos en una
ocasión con un grupo de amigos. Celoso a la hora de dejar prestados libros (figuraba
escrito su nombre y la fecha de adquisición), recuerdo que de su inmensa
colección tuve acceso gracias a él por primera vez a la lectura de A las
nueve, cada noche (1963) del británico Julian Gloag (1930-2023), en una vieja edición del
sello Destino con una portada de tonalidades azulverdosas. Entiendo que no
resultó fácil para José María Latorre «desprenderse», ni que fuese durante unos
días de esta pieza literaria que muchos de los que visitamos la cinta dirigida
por Jack Clayton con una cierta inquietud literaria quisimos saber del contenido
de la novela de partida adaptada por la que acabaría siendo la esposa del
cineasta —Haya Harareet, de origen palestino—, y por su compatriota Jeremy
Brooks. Desde entonces anidaba la esperanza que algún día podía poseer mi
propia edición de la opera prima de Gloag. Todo indicaba que el sello
Impedimenta, tarde o temprano, llevaría a cabo la publicación de Our Mother’s
House, máxime después de los precedentes de haber editado Un lugar en la
cumbre (1957) de John Braine, La solitaria pasión de Judith Hearne (1955)
de Brian Moore y El devorador de calabazas (1962) de Penelope Mortimer,
todas ellas con un hilo en común: sus adaptaciones al celuloide corrieron a
cargo de Jack Clayton. Me consta que Our Mother’s House era un título
que tenía en cartera Enrique Redel y su equipo, pero quizás el conocimiento de
la noticia de la muerte de su autor en Francia —convertido con el devenir de
los años en su país de adopción— precipitara la publicación de la
novela, eso sí, con el título cambiado en relación a la edición de Destino, Cada
noche, a las nueve. Sería, pues, la primera de las correcciones a las que
se encomendaría Olalla García para la traducción de un texto en el que proliferan
los diálogos. En todo caso, el orden de los factores (gramaticales) no altera
el producto. Con la confianza que me sigue generando un libro de Impedimenta
que cuente con una traducción a cargo de uno de los integrantes de la
formidable «plantilla» de profesionales del sello madrileño, en mi segunda
lectura de Cada noche, a las nueve he podido recrearme en algunas
sutilezas empleadas por Gloag en el curso de la narración. A modo de ejemplo, Gloag,
valiéndose de una voz omnisciente, describe las sensaciones que
experimenta al descubrir el tipo de mujeres a las que invita Charlie Hoock (el
padre ausente que regresa al hogar tras el fallecimiento de la madre a la que
se refiere el título original): «Pero Hubert sabía que no se había
equivocado. Ahora, cuando iba a abrir la puerta principal, ya no sentía ningún
cosquilleo de emoción, ni de miedo. En un par de ocasiones habían venido
mujeres… ¿O señoras? Cuando se marcharon, su aroma permanecía en la sala
durante mucho tiempo». Al omitir el vocablo «prostituta» o «puta» indica
que Julian Gloag pensaba también en el potencial público adolescente o juvenil
que podría acercarse a una novela que, al ser «traducida» en imágenes quedó
sustancialmente rebajado su contenido dramático, sobre todo en el episodio que
compromete a la salud de Gerty, optando Harareet y Brooks por la recuperación «milagrosa»
de la pequeña, en contraste con la fatalidad a la que aguarda al segundo más
pequeño de los siete vástagos que tiene a su «cargo» Charlie Hook. A tenor de
la descripción física que hace Gloag de este pendenciero y mujeriego personaje,
cuadraría mejor con la fisonomía del Gérard Depardieu de los años noventa que
Dick Bogarde. No obstante, la vileza que muestra bajo los efectos del alcohol
Bogarde en su encarnación de Charles Roland Hoock cautivaron de tal manera a
Luchino Visconti que lo eligió para el papel de Friedrick Bruckman en La
caída de los dioses (1969) y para el rol de Gustav von Aschenbach en Muerte
en Venecia (1971). Sin lugar a
dudas, Latorre aplaudiría la decisión de Visconti y, al mismo tiempo,
debió conocer en algún momento de su vida la problemática generada entre Gloag e
Ian McEwan, a quien acusó de «inspirarse» en Out Mother’s House el
ensamblaje narrativo de Jardín de cemento (1978), editado en lengua española por Anagrama. A pesar de las
evidentes similitudes relativas a su premisa argumental —fruto o no de la casualidad—,
McEwan iría más allá de lo que plantea Gloag en su novela, deslizándose por
esos oscuros rincones relativos al incesto y la identidad sexual. No
obstante, Gloag se reservaría en la recámara una dulce venganza —tras
haber perdido la fe en los tribunales de justicia; McEwan nunca fue condenado
por plagio— con la publicación de Lost and Found (1981), en que de
alguna manera adapta al terreno de la ficción novelada una historia que, al
parecer, le marcó de por vida. Huelga decir que Ian McEwan es el escritor de
éxito al que se refiere la novela de Gloag que podría ser traducida como «Objetos
perdidos» y quien sabe si en un futuro puede quedar integrada al catálogo
de Impedimenta.