domingo, 8 de noviembre de 2020

«LOS VIEJOS CREYENTES. Perdidos en la taiga» (1994) de Vasili Peskov: LA VÍA SIN RETORNO

 

A propósito del estreno de Las alas de coraje (1995) —el primer film de ficción rodado en el sistema IMAX— en el verano de 1995 tuve ocasión de entrevistar a su director Jean-Jacques Annaud. Después de transcurrido un cuarto de siglo conservo un muy grato recuerdo de aquella entrevista. Al poco de concluir la misma le formulé una pregunta relacionada con Antoine de Saint-Exupéry, el autor que dio pie al relato corto de Wings of Courage. Bajo el prisma de un servidor, él era uno de los cineastas más indicados para abordar una versión cinética de El principito. Al referirme a este hipotético proyecto, Annaud me confesó que no había logrado la forma de adaptarlo pese a diversas tentativas. Por aquel entonces, desconocía que el director francés había adquirido un año antes los derechos de explotación de Los viejos creyentes. Peridos en la taiga (1994) de Vasili Peskov. Al igual que Las alas de coraje, el libro del periodista ruso Peskov plantea un tema de supervivencia extrema, la que incrimina a la familia Lykovy. Al correr de las páginas de esta obra publicada tardíamente en lengua castellana por el sello Impedimenta –al rescate, una vez más de gemas de la literatura diseminadas por todo el planeta tierra— con traducción directa del ruso a cargo de Marta Sánchez-Nieves, difícilmente pueda imaginar otro cineasta más adecuado que Annaud para llevar a cabo la puesta en imágenes de la singular historia de los Lykovy. De algún modo, el eremitismo de los Lykovy no dista en demasía de la forma de vida de aquellos Neanderthales que comparecieron en la gran pantalla en el amanecer de la década de los años ochenta con el ilustrativo título En busca del fuego (1981). Mientras se celebraba la puesta de largo de este estudio antropológico «ficcionado», tres de los miembros del clan Lykovy —los hermanos Savin, Natalia y Dimitri— fallecían por causas distintas, pero todas ellas relacionadas con las condiciones extremas a las que habían sometido sus organismos. Hasta el año 1978 Peskov no llegó a contactar con la familia de eremitas tras haber sido descubiertos por el piloto de una avioneta que sobrevolaba la cordillera del Abakán, una de las zonas geográficas más inaccesibles y remotas de la taiga siberiana. De las peculiaridades de cada uno de los hermanos fallecidos el laureado periodista —además de ensayista, ecologista, presentador de televisión y divulgador científico— trata de «recomponer» un perfil más a través del testimonio de la hermana superviviente Agafia y del patriarca Karp Ósipovitch, en uno de los capítulos intermedios —titulado «Los Lykovy»— de una obra con aroma de longseller, traducido a varios idiomas.

   Después de una primera etapa conviviendo con otras familias de practicantes religiosos ultraortodoxos refractarios a cualquier noción de progreso en una suerte de aldea, los cinco miembros de los Lykovy construyeron una isba siguiendo el curso del nacimiento del río Abakán. Las severas condiciones climatológicas y la falta de recursos alimenticios causaron estragos de manera singular en Akulina Kárpovna, falleciendo a temprana edad en 1961 y con ello dejando viudo a Karp, quien juega un papel protagonista a lo largo de buena parte del relato antes que ceda el testigo a su hija menor Agafia. Lo hace a partir de su fallecimiento —cerca de cumplir su noventa aniversario— en 1988, en que Agafia se erige en la última representante de una estirpe familiar cuya historia cobró repercusión internacional merced sobre todo al libro escrito por Peskov. En cierto sentido, la pereistroika llegó a los dominios de los Lykovy cuando Agafia aceptó integrar a su cotidianeidad ciertos artilugios y alimentos a los que habían sido refractarios acompañados de una frase que se convirtió en una especie de coletilla: «no nos está permitido». Sin duda, esta deviene una de las expresiones que más se repite en una obra que se erige en un canto a la naturaleza, capaz de abrigar de esperanza a aquellos que habían renunciado a casi todo –televisión, radio, electricidad, alimentos procesados, etc.— aunque asome en ocasiones el peligro entre sus moradores –en especial, los osos--. A su vez, para la parte final Peskov traza una historia de soledad, la propia de una mujer que no renunciaría a los consejos de su figura paterna –la de renunciar «al mundo» en favor de su patria en la taiga--, sin por ello mostrarse con afecto y amabilidad ante todos aquellos que la visitaron –con un reconocimiento a sus amigos geólogos que auxiliaron a su familia en no pocas ocasiones— en el curso de varias décadas. Los viejos creyentes se cierra en falso atendiendo al hecho que Agafia siguió viviendo hasta 2016, pereciendo a los setenta y dos años. Salvo una breve estancia en casa de unos familiares, Agafia nunca abandonó ese territorio agreste de la taiga, preservando la antorcha de un modo de vida que entra en perenne colisión con la realidad del siglo XX y más aún si cabe la del siglo XXI.      

 


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